Había una vez, en un reino muy lejano llamado Aburrilandia, un lugar tan monótono que incluso los arcoíris eran en blanco y negro, vivía un pequeño niño llamado Valiente. Bueno, “Valiente” no era realmente su nombre, sino un apodo que le pusieron sus amigos. Lo gracioso es que, de valiente, Valiente no tenía mucho. De hecho, le tenía miedo a casi todo: a las arañas, a las sombras, e incluso al sonido que hacían las hojas cuando el viento soplaba.
Valiente vivía con su abuela, una mujer anciana y arrugada que parecía haber salido de uno de esos cuentos de brujas malvadas. Ella tenía un ojo que miraba hacia el este y otro que, misteriosamente, miraba hacia el norte, aunque siempre decía que eran igual de buenos para ver todo lo que Valiente hacía. "Nada se escapa de la abuela", solía decir mientras le lanzaba una de esas miradas que parecían perforar hasta el alma. Valiente no sabía si su abuela tenía algún poder mágico, pero prefería no arriesgarse a descubrirlo.
A pesar de lo monótono y gris que era Aburrilandia, había una zona que todos evitaban, un lugar al que incluso la abuela de Valiente le prohibía acercarse. Esa era la Cueva de los Susurros. Dicen que si te acercabas lo suficiente, podías escuchar voces extrañas, risitas que se escurrían entre las rocas, como si alguien o algo se estuviera divirtiendo contigo. Los habitantes del reino contaban historias terribles sobre criaturas espantosas que vivían allí, criaturas que se alimentaban de los miedos de los niños. Pero Valiente, en su inmensa cobardía, prefería no saber si esas historias eran reales o no.
Un día, todo cambió. Valiente recibió una carta, aunque no era una carta normal. La encontró en su bolsillo, aunque él estaba seguro de que nadie la había puesto allí. La carta era de un papel amarillo y arrugado, como si hubiera sido escrita hace siglos. Al abrirla, leyó lo siguiente:
"Querido Valiente,
Te hemos estado observando. Sabemos que tienes miedo, y eso es exactamente lo que necesitamos. Preséntate en la Cueva de los Susurros al atardecer, si te atreves. Firmado: El Goblin."
Valiente sintió cómo el corazón se le encogía. ¿Un goblin? ¿Eso no eran esas criaturas pequeñas, verdes y horribles que salían en las peores pesadillas? Lo último que quería era tener algo que ver con un goblin, y menos aún acercarse a la cueva. Pero, a pesar de todo, había algo que lo intrigaba, una especie de curiosidad que no podía ignorar.
Esa tarde, mientras el sol se deslizaba perezosamente hacia el horizonte, Valiente se puso su bufanda más gruesa y decidió ir. Caminó con pasos temblorosos hasta la entrada de la Cueva de los Susurros, sintiendo cómo cada crujido de rama bajo sus pies era como un tambor que anunciaba su llegada. La entrada a la cueva era oscura, tan oscura que parecía devorar toda la luz a su alrededor. Y, como le habían dicho, apenas se acercó, empezó a escuchar los susurros. Eran suaves al principio, como si las piedras le estuvieran contando secretos. Pero luego las voces se volvieron más agudas, casi como risitas burlonas que lo rodeaban.
"¡Hola, pequeño Valiente!" dijo de repente una voz chillona, justo a su lado.
Valiente saltó del susto y se giró rápidamente, solo para encontrarse con una criatura pequeña, de piel verdosa y grandes orejas puntiagudas. Tenía una sonrisa torcida que mostraba unos dientes amarillos y afilados. Sus ojos brillaban con una malicia juguetona, como si acabara de contar el chiste más divertido del mundo.
"¡Tú debes ser el Goblin!" balbuceó Valiente, tratando de que su voz no sonara tan temblorosa como se sentía por dentro.
"¡El mismísimo!" respondió el goblin, haciendo una pequeña reverencia burlona. "Y tú, mi querido Valiente, eres justo lo que estaba buscando".
Valiente tragó saliva. "¿Qué es lo que quieres de mí?"
El goblin sonrió aún más ampliamente, si eso era posible. "Quiero jugar un jueguito contigo. Uno muy especial."
"¿Un juego?" Valiente se sintió un poco aliviado. Quizás no era tan malo después de todo.
"Sí, un juego. Pero no cualquier juego. Este es... un juego de miedos. Porque, ya sabes, los goblins como yo nos alimentamos del miedo. Y, querido Valiente, tú tienes miedo a muchas cosas, ¿verdad?"
Valiente asintió lentamente. No tenía sentido negarlo.
"Perfecto. Esto será muy divertido para mí... y terriblemente espantoso para ti, por supuesto. Pero, si logras ganar, te dejaré ir. Si no, bueno, digamos que serás el aperitivo de esta noche", dijo el goblin con una risita diabólica.
"¿Y... y si gano?" Valiente se atrevió a preguntar.
"Ah, si ganas, entonces yo me iré. Para siempre. Aburrilandia volverá a ser... bueno, aburrida, pero sin goblins ni cosas aterradoras." El goblin chasqueó los dedos, como si fuera un trato justo.
No había mucho que perder, pensó Valiente. No podía volver atrás, no con el goblin frente a él y las sombras que empezaban a moverse inquietas a su alrededor. Así que asintió con la cabeza, aceptando el desafío.
"¡Excelente!" exclamó el goblin, frotándose las manos con entusiasmo. "¡Que empiece el juego!"
De repente, Valiente se encontró en una extraña habitación que no había visto antes. Las paredes eran de piedra, y había una pequeña puerta justo en el centro de la habitación. En el suelo había tres objetos: una vela apagada, un espejo roto y un viejo libro de cuentos.
El goblin apareció flotando sobre la habitación, mirando desde las alturas como si fuera un árbitro de un partido muy retorcido.
"La primera prueba, querido Valiente", anunció el goblin, "es una prueba de percepción. En esta habitación, uno de estos objetos contiene la llave para salir. Pero cuidado, si eliges mal, despertarás algo... muy, muy hambriento".
Valiente sintió un nudo en el estómago. Observó los tres objetos, tratando de pensar con claridad, aunque su corazón latía tan fuerte que apenas podía concentrarse. Sabía que el goblin estaba esperando que cometiera un error, que hiciera una elección apresurada. Pero también sabía que si tomaba demasiado tiempo, algo peor podría suceder.
Primero, miró la vela. Era vieja y gastada, como si hubiera estado en esa habitación durante siglos. Luego, el espejo. Aunque roto, Valiente podía ver su reflejo distorsionado, lo que le causó un escalofrío. Finalmente, el libro de cuentos. Parecía tan inocente, pero ¿podría ser una trampa?
"Elige sabiamente", canturreó el goblin, balanceándose en el aire con una sonrisa maliciosa.
Valiente respiró hondo y decidió confiar en su intuición. Se agachó y recogió el libro de cuentos. Lo abrió lentamente, temiendo lo que podría suceder. Pero para su sorpresa, en la primera página, había una pequeña llave dorada pegada.
"¡Lo logré!" gritó Valiente, sintiendo una oleada de alivio.
El goblin chasqueó la lengua, decepcionado. "Bah, la primera fue fácil. Pero no te emociones tanto, pequeño Valiente. Aún falta mucho por ver".
Con la llave en la mano, Valiente caminó hacia la puerta con una mezcla de alivio y ansiedad. Pensó que quizás, solo quizás, estaba acercándose al final de este extraño y terrorífico juego. Pero claro, no conocía realmente al goblin.
Cuando giró la llave y la puerta se abrió con un crujido desagradable, no encontró lo que esperaba. En lugar de una nueva habitación o un pasillo misterioso, había una escalinata que descendía hacia la oscuridad más absoluta. Parecía que alguien había abierto una boca hacia el inframundo.
"¡Adelante, adelante!" canturreó el goblin con su voz nasal desde lo alto. "El juego apenas comienza, mi querido cobardica. ¡Hahaha! Aún no has visto lo peor."
Valiente respiró hondo, tratando de contener el temblor en sus piernas, y comenzó a descender por las escaleras, que parecían no tener fin. Cada peldaño rechinaba bajo sus pies como si la propia piedra se quejara de su peso. A medida que bajaba, las sombras parecían acercarse más, como si intentaran abrazarlo.
Después de lo que parecieron horas, llegó al fondo. Allí, frente a él, había un salón inmenso iluminado por candelabros que colgaban torpemente del techo. Pero algo estaba terriblemente mal: las velas no eran de cera… eran de huesos. Huesos pequeños, como los de un niño. Valiente sintió un escalofrío subir por su espalda, pero no dijo nada.
En el centro de la sala, sobre un trono hecho de lo que parecía ser chatarra oxidada, estaba sentado el goblin, esperando con una sonrisa torcida. "Bienvenido a la sala final, pequeño cobardica."
Valiente frunció el ceño. "¿Este es el final? ¿Si gano aquí, me dejarás ir?"
El goblin estalló en carcajadas, tanto que casi se cayó de su trono. "¡Oh, niño ingenuo! ¿Ganar? Aquí no hay ganadores. Solo los que sobreviven... y los que no. ¿Y aquí sólo estoy yo no? Hahaha"
Valiente tragó saliva. "¿Qué tengo que hacer esta vez?"
El goblin chasqueó los dedos, y el sonido resonó como un trueno en la sala. Frente a Valiente apareció una mesa larga, cubierta con una variedad de objetos. Había cosas comunes: una cuerda, un cuchillo oxidado, un reloj de bolsillo roto y, en el centro de la mesa, un gran botón rojo.
"Este es un juego de decisiones", dijo el goblin con una mueca maliciosa. "Vas a presionar ese botón rojo, pero antes de hacerlo... debes elegir dos de estos objetos. Lo que elijas tendrá consecuencias, por supuesto. ¡Todo en la vida las tiene!" Su sonrisa se ensanchó aún más, si es que eso era posible.
Valiente se acercó a la mesa, observando cada objeto con detenimiento. Sabía que cualquier cosa que eligiera probablemente estuviera diseñada para torturarlo, y que el goblin disfrutaría verlo sufrir.
"Vamos, vamos, no tenemos todo el día", se burló el goblin, balanceándose sobre su trono. "Elige, o yo elijo por ti. Y créeme, no te conviene eso…"
Valiente decidió no pensar demasiado. Si lo hacía, se paralizaría de miedo, y sabía que al goblin le encantaría eso. Rápidamente tomó la cuerda y el reloj de bolsillo roto.
El goblin lo observó con una ceja levantada. "Interesante elección... aunque terriblemente estúpida, claro. Pero bueno, no esperaba menos de ti. Ahora, querido, presiona el botón."
Valiente extendió la mano y, con un leve temblor, pulsó el botón rojo.
Al principio, no pasó nada. Pero de repente, la sala comenzó a oscurecerse, las velas de huesos apagándose una por una. El aire se volvió pesado, como si estuviera lleno de una niebla que apestaba a cosas que no podía identificar. Entonces, desde las sombras, comenzaron a surgir unas figuras… familiares. Muy familiares.
Era él mismo. O, mejor dicho, muchas versiones de él. Eran réplicas de Valiente, cada una con una expresión de terror en sus rostros. Algunas parecían más jóvenes, otras más viejas, pero todas compartían algo: el miedo. Miedo puro y absoluto.
"¡Oh, esto es simplemente maravilloso!", exclamó el goblin, aplaudiendo con sus pequeñas manos de dedos largos y torcidos. "¡Te presento a todas tus versiones! Cada uno de estos 'tú' representa un miedo que has albergado en tu patética vida. ¿Reconoces alguno, cobardica?"
Valiente miró a su alrededor, horrorizado. Recordaba esos miedos, todos ellos. Ahí estaba la versión de él que tenía cinco años, llorando por miedo a la oscuridad. Otro que no podía dejar de temblar por miedo a quedarse solo en casa. Uno más que estaba paralizado al imaginar lo que podría haber bajo su cama. Estaban todos ahí, mirándolo, como si fueran a devorarlo.
"Ahora, pequeño Valiente", dijo el goblin con un tono que goteaba maldad, "para salir de aquí, debes hacer algo muy simple. Escoge cuál de estas versiones de ti debe desaparecer para siempre. Despídete de un miedo, pero recuerda... si lo eliges mal, bueno, puede que te arrepientas. Y, oh, olvide mencionar que el que elijas, en realidad no desaparecerá… Se quedará aquí... conmigo, para siempre."
Valiente sintió que se le secaba la garganta. "¿Tengo que elegir entre mis propios miedos?"
El goblin lo miró con fingida compasión. "Oh, claro que sí. Nadie dijo que enfrentarse a los miedos era fácil, pero oye, al menos te doy la opción. No muchos goblins son tan generosos como yo, ¿sabes?"
Valiente miró a las réplicas de sí mismo. Cada una de ellas era un recordatorio de todas las veces que había sentido pánico, de cada momento en el que había deseado poder ser más valiente. Podía sentir la presión del goblin, su diversión retorcida por la situación. Esto no era solo un juego para él, era un espectáculo. Y Valiente era el bufón.
Finalmente, Valiente señaló a la versión más pequeña de sí mismo, la que temía la oscuridad. "Quiero que se vaya él", dijo en un susurro. Si tenía que dejar un miedo, prefería que fuera uno que lo había atormentado cuando era más joven.
El goblin aplaudió con una sonrisa diabólica. "¡Excelente elección! Pero ya sabes, la oscuridad siempre vuelve. Nunca desaparece del todo."
De repente, Valiente se sintió mareado y el suelo bajo sus pies se desvaneció. Cuando abrió los ojos, se encontró en su propia cama, en su habitación, con el suave resplandor de la luna filtrándose a través de la ventana. La cueva había desaparecido. Su cuarto estaba oscuro, pero algo había cambiado.
Valiente sonrió al darse cuenta de que ya no sentía miedo. Se levantó, encendió la luz sin vacilar, y miró a su alrededor con una nueva sensación de calma. "Tal vez la oscuridad no desaparezca," pensó, "pero yo sí puedo enfrentarla." Y así, con una sonrisa tranquila, apagó la luz por primera vez en su vida, se metió de nuevo en la cama y se durmió