En un reino lejano, escondido entre montañas que parecían suspirar en lugar de rugir, vivía un domador de dragones llamado Torfin Tragaluz. Torfin era famoso, aunque no por decisión propia. Todo el mundo pensaba que su trabajo era la definición misma de aventura: convivir con criaturas titánicas, entrenarlas para volar en picado, hacerlas escupir fuego en el aire, y todo eso que las leyendas y cuentos de taberna aseguraban que los domadores de dragones hacían. Pero la realidad, para Torfin, era mucho menos emocionante.
Cada día empezaba igual. En el amanecer, mientras las primeras luces del sol acariciaban las escamas de las montañas, Torfin caminaba hacia el granero donde dormían sus dragones. Allí se encontraban las criaturas más imponentes del reino: Sarlak, un dragón verde como un prado tras la lluvia, con ojos de ámbar; Broggan, de color pizarra y con un aliento que olía curiosamente a galletas recién horneadas; y Kivra, de escamas azules, cuyos rugidos resonaban como si las montañas mismas bostezaran. Pero lo que las historias no contaban era que los dragones, esos seres poderosos, eran profundamente... perezosos.
Torfin pasaba la mayoría de su tiempo limpiando las escamas de Sarlak, que tendía a rascarse la barriga contra las rocas, desenterrando montones de polvo y pequeños insectos de colores brillantes. Domar un dragón, resultaba, no era una actividad llena de explosiones y vuelos intrépidos. En cambio, consistía en una interminable rutina de alimentación, limpieza, y hacer todo lo posible para que las criaturas gigantes no se aburriesen lo suficiente como para intentar freír alguna ciudad solo por diversión.
La realidad del trabajo no se parecía en nada a las canciones heroicas que la gente cantaba en los mercados. Sarlak, a pesar de su reputación como el terror de los cielos, prefería pasar la mayor parte del día durmiendo bajo el sol, enrollado como una serpiente enorme, mientras sus grandes ojos semicerrados parecían desvanecerse en una tranquilidad absoluta. Los aldeanos lo veían desde la distancia y quedaban maravillados con su tamaño, su majestuosidad. Lo que no sabían era que, para cuando llegaban las tardes, Sarlak rara vez mostraba interés en volar. Lo más emocionante que hacía era dejar escapar un pequeño resoplido de humo cuando, ocasionalmente, tenía algún malestar estomacal.
Torfin, mientras tanto, se enfrentaba cada día al tedioso ciclo de alimentar a los dragones con las cantidades exactas de carne asada y ocasionalmente, pescado—porque, aparentemente, Broggan era un dragón con gustos muy delicados—, cepillarles las escamas para mantener su brillo reluciente, y limpiar los enormes charcos de baba dragontina que dejaban mientras dormían. Cualquiera que lo viera de lejos pensaría que vivía la vida que otros sólo podían soñar: rodeado de criaturas legendarias, poderosas y llenas de misterio. Sin embargo, el misterio más grande para Torfin era cómo lograr que Sarlak alzara el vuelo más de tres veces a la semana.
En las raras ocasiones en que conseguía que uno de los dragones volara, las acrobacias eran más bien accidentales. Los aterrizajes, si es que se les podía llamar así, solían terminar en un revoltijo de polvo y colas enredadas. Sarlak, el más veterano de todos, tenía la graciosa costumbre de aterrizar en la parte trasera, como si sus alas, por más impresionantes que fueran, no estuvieran diseñadas para esa clase de maniobras.
Los otros dragones no eran mucho mejores. Kivra, por ejemplo, prefería pasarse las tardes al borde del acantilado, contemplando el horizonte con aire solemne, como si estuviera meditando sobre los grandes misterios del universo. Pero Torfin sospechaba que lo único que pasaba por su mente era la idea de cuándo sería la próxima comida. Y Broggan, bueno, él tenía un amor inexplicable por las piedras lisas. Las coleccionaba como si fueran pequeños tesoros, y pasaba horas organizándolas por tamaño. Nadie le había explicado a Broggan que los dragones no eran conocidos por su sentido de la organización.
Con el paso del tiempo, Torfin empezó a notar un patrón: cuanto más trataba de imponer su voluntad sobre los dragones, más testarudos se volvían. Los intentos de enseñarles coreografías de vuelo acababan con los dragones bostezando de manera descomunal, expulsando pequeñas nubes de humo por las fosas nasales. Las órdenes de escupir fuego terminaban en meros estornudos. Torfin, aunque frustrado, no podía evitar una especie de admiración por la indiferencia de las criaturas hacia todo lo que no les resultara de interés inmediato.
Y aun así, a pesar de todo, el reino seguía pensando que su trabajo era el más increíble del mundo. Los niños lo observaban con ojos llenos de asombro cada vez que paseaba a sus dragones cerca de los pueblos, ignorando por completo que los paseos eran más lentos que los de una carreta vieja tirada por bueyes. Las historias sobre Torfin y su horda de dragones se contaban por doquier, adornadas con detalles exagerados sobre batallas inexistentes contra otras bestias míticas o vuelos épicos sobre las tierras más lejanas.
Sin embargo, mientras todos soñaban con su vida de aventuras, Torfin se encontraba atrapado en una rutina diaria de intentar despertar el más mínimo entusiasmo en sus compañeros alados. Cada noche, se sentaba a la orilla del acantilado, mirando las estrellas y preguntándose si alguna vez los dragones volverían a ser como aquellos de las leyendas: criaturas intrépidas y fieras, que escupían fuego a la orden y volaban como el viento. Pero la única respuesta que recibía era el suave ronquido de Sarlak, que ya había encontrado la mejor roca para su siesta nocturna.
El tiempo pasó, y aunque la frustración persistía, Torfin empezó a comprender algo importante. Los dragones no eran criaturas para ser domadas ni controladas; eran, simplemente, ellos mismos. Su grandeza no residía en lo que podían hacer, sino en lo que eran: gigantes perezosos con un profundo sentido de la tranquilidad y una admirable capacidad para ignorar lo que no les interesaba. Eran criaturas que vivían el presente de una manera que él jamás podría entender del todo. Para ellos, volar o escupir fuego no era importante. Lo importante, realmente, era disfrutar del calor del sol en las escamas, la comodidad de una roca bien elegida, y el ocasional placer de una buena comida.
Y así, Torfin encontró un extraño tipo de paz en su aburrida rutina. Ya no intentaba forzar a los dragones a hacer cosas que no querían. En su lugar, se sentaba junto a ellos en las tardes, mirando el horizonte como Kivra, o buscando piedras lisas para Broggan. En esos momentos, aprendió a ver el mundo a través de los ojos de los dragones: un lugar donde las grandes aventuras podían esperar, porque lo más importante ya estaba sucediendo.