En un lugar muy, muy lejano —o quizás no tan lejos, si tienes una imaginación lo suficientemente grande— vivía un unicornio llamado Ulises. Ulises no era un unicornio cualquiera, al menos no según los estándares normales de los unicornios. Claro, tenía su cuerno resplandeciente y su melena de arcoíris chisporroteante, pero había algo en él que lo hacía... diferente. A Ulises no le gustaba ser especial.
Desde que nació, sus padres, tíos, amigos, vecinos e incluso algunos peces le repetían lo mismo: “Ulises, ¡eres increíble! Puedes hacer magia solo con pensar en ello. ¿Por qué no haces aparecer una montaña de helado de fresa con chispas de chocolate? ¡Sería tan divertido!”. Y Ulises lo hacía. Al principio, disfrutaba las sonrisas que traía consigo un simple movimiento de su cuerno. Pero con el tiempo, comenzó a preguntarse si esas sonrisas eran por él o por lo que podía hacer.
Había días en los que solo quería ser normal, tan normal como... bueno, como un sándwich de jamón. Nadie miraba dos veces a un sándwich de jamón. No hacían fiestas en su honor ni le pedían que hiciera trucos de magia cada vez que llegaba a la mesa. Un sándwich de jamón simplemente era.
“Estoy cansado de ser especial,” pensó Ulises un soleado día mientras flotaba un poco a unos centímetros del suelo, como hacían todos los unicornios cuando estaban aburridos. “¡Quiero ser un unicornio normal! Sin magia, sin brillo, sin tanta atención.”
Y así fue como Ulises decidió que, a partir de ese día, sería el unicornio más normal del mundo. Pero había un problema.
Ser un unicornio “normal” era más difícil de lo que parecía.
El primer paso en su transformación fue deshacerse de la magia. "Nada de chispas, nada de arcoíris inesperados, y, sobre todo, ¡nada de levitar!" dijo en voz alta mientras caminaba por el prado. Se detuvo en un pequeño charco de agua, miró su reflejo y dijo con firmeza: “Cuerno, deja de brillar.”
Su cuerno, que era conocido por su testarudez, parpadeó una vez y luego volvió a brillar aún más fuerte.
“¡Oh, por el amor de las galletas voladoras!”, refunfuñó Ulises, pero no se rindió. Si quería ser normal, tendría que encontrar una solución.
Decidió visitar a su amiga Florinda, una vaca que, para su suerte, era la criatura más normal que conocía. Florinda pasaba sus días pastando, durmiendo bajo la sombra de los árboles y ocasionalmente diciendo “mu”. Su nivel de emoción diaria era más o menos equivalente a ver crecer la hierba, y a Ulises eso le parecía absolutamente fantástico.
“Florinda, ¿qué puedo hacer para ser normal?” preguntó Ulises, masticando una flor que accidentalmente había hecho crecer con un suspiro.
Florinda lo miró con ojos llenos de vacía sabiduría. “Ser normal no es difícil,” dijo la vaca mientras rumiaba. “Solo... no hagas nada.”
Ulises frunció el ceño. “¿Nada? ¿Cómo se hace eso?”
“Así,” respondió Florinda, y se quedó completamente inmóvil.
Ulises la observó durante cinco largos minutos, pero pronto empezó a notar que pequeños pájaros habían comenzado a usar su crin como un parque de diversiones. Uno estaba columpiándose en su cola, y otro había comenzado una pequeña partida de cartas en la cima de su cuerno.
“No parece que esté funcionando,” comentó Ulises, mientras intentaba, sin éxito, que su cuerno no brillara tanto.
Florinda, sin inmutarse, dijo: “Intenta no pensar en nada especial.”
Y aquí es donde todo salió mal.
Cuando alguien te dice que no pienses en algo especial, lo primero que ocurre es que tu mente se llena de cosas extrañas. Como un elefante en patines de hielo, o un pastel de chocolate con gafas de sol tocando el saxofón.
Ulises lo intentó con todas sus fuerzas, pero cuanto más trataba de no pensar en cosas mágicas, más absurdas eran las imágenes que aparecían en su cabeza. En menos de un minuto, accidentalmente había hecho aparecer un grupo de ovejas con tutús danzando sobre una nube.
“¡Esto es un desastre!” gritó Ulises, mientras las ovejas bailaban alegremente una versión algo desafinada del “Lago de los Cisnes”. “Ser normal es mucho más complicado de lo que pensaba.”
Las ovejas, que ya estaban en la segunda vuelta de su coreografía, lo miraron con expresión divertida y una de ellas incluso hizo una pirueta.
Ulises suspiró y, con un destello de su cuerno, devolvió a las ovejas a donde pertenecían, probablemente a algún campo lejano donde nadie las molestaría con ideas de ballet. “¿Cómo lo haces?” preguntó a Florinda, que seguía rumiando tranquilamente.
“Es todo cuestión de actitud,” dijo la vaca. “No intentes ser normal. Solo sé.”
Pero Ulises no podía simplemente ser. Siempre había sido algo más. Y eso era lo que lo frustraba.
Desesperado, Ulises decidió buscar a alguien que pudiera ayudarle de verdad. Recordó que, en un valle lejano, vivía un mago llamado Hermenegildo. Aunque lo llamaban “mago”, en realidad era más bien un tipo que sabía mucho sobre cosas normales. Nadie sabía por qué le decían mago, probablemente porque tenía una barba larga y usaba sombreros puntiagudos, lo que en el mundo de la fantasía automáticamente te da un título de mago, por supuesto.
Ulises emprendió el viaje, volando un poco más bajo de lo habitual para parecer menos... bueno, menos volador. Llegó al valle y encontró a Hermenegildo en su taller, que no tenía ni un solo libro de hechizos a la vista. En su lugar, había montones de cosas completamente ordinarias: utensilios de cocina, relojes de cuco y una colección de jarras de leche.
“¿Qué te trae por aquí?” preguntó Hermenegildo, sin levantar la vista de una tostadora que estaba desarmando por alguna razón misteriosa.
“Quiero ser normal,” dijo Ulises con determinación.
“¿Normal, eh? ¿Y por qué querrías algo tan aburrido?” preguntó el mago mientras trataba de volver a armar la tostadora, aunque ya era evidente que no tenía idea de cómo hacerlo.
“Porque estoy cansado de que todos me pidan que haga magia. Quiero que me vean como alguien común y corriente, no solo como un unicornio mágico que puede hacer aparecer fuentes de chocolate de la nada.”
“Ah, el viejo dilema del ser versus el parecer,” dijo Hermenegildo, que claramente acababa de inventar esa frase. “Verás, ser normal no significa que no tengas nada especial. Significa que te permites ser tú mismo, sin importar lo que otros piensen.”
“Pero yo no quiero ser especial,” replicó Ulises, cruzando los cascos.
“Ah, pero ahí está el truco, joven unicornio,” respondió Hermenegildo, dejando la tostadora en paz y levantando un dedo como si fuera a decir algo increíblemente sabio. “A veces, lo más normal es simplemente aceptar quién eres, incluso si eso incluye hacer aparecer un arcoíris de vez en cuando.”
Ulises suspiró, sintiendo que todo el esfuerzo había sido en vano. ¿Tal vez estaba destinado a ser especial para siempre?
Después de su conversación con Hermenegildo, Ulises regresó al prado. Caminó lentamente, pensando en todo lo que había aprendido. Ser normal no era tan fácil como él creía. Pero tampoco era imposible. Quizás lo que hacía a alguien normal no era dejar de ser especial, sino simplemente ser auténtico.
Un día, mientras paseaba por el bosque, vio a un pequeño conejo llorando. El conejito se había caído de un árbol (nunca preguntes cómo los conejos suben a los árboles; es un misterio de la naturaleza). Ulises, sin pensarlo dos veces, usó su magia para hacer aparecer una nube de algodón que recogió al conejo suavemente y lo devolvió al suelo. El conejito lo miró con los ojos brillantes y, entre sollozos, dijo: “Gracias, señor unicornio.”
“De nada,” respondió Ulises, y sonrió.
Y fue entonces cuando lo entendió. Ser especial no significaba que tuviera que impresionar a todo el mundo todo el tiempo. Podía usar su magia cuando lo necesitara, y también podía disfrutar de los momentos más simples, como un paseo por el bosque o una siesta bajo el sol.
A partir de ese día, Ulises decidió que ser normal no era su objetivo. Ser él mismo, con todo lo que eso implicaba, era lo que realmente importaba. Algunos días hacía aparecer globos para los niños del pueblo, y otros simplemente pastaba en el campo con Florinda. Y, sorprendentemente, aprendió que ser uno mismo era, en realidad, lo más normal y extraordinario de todo.