Había una vez, en un lugar muy lejano, un planeta donde siempre hacía un frío supermegahelado. ¡Pero no era un frío cualquiera! Este frío era tan frío, que hasta los pingüinos tenían que usar bufanda y guantes. El planeta se llamaba Supermegafriópolis, y estaba habitado por unas criaturas muy curiosas llamadas Chillichurros.
Los Chillichurros eran pequeños, redondeados y esponjosos, como un malvavisco con patas de patito. Su color variaba según su humor: si estaban felices, se volvían color arcoíris, pero si tenían hambre, se ponían verde fosforescente como una ranita traviesa.
Un día, el rey de los Chillichurros, llamado Don Chillón, decidió que ya estaba cansado de tanto frío. "¡Estoy hasta las orejitas de hielo de vivir en este frío!", exclamó mientras sorbía una sopa de cubitos de hielo. Así que convocó a los más sabios Chillichurros para encontrar una solución.
Los sabios llegaron con sus gorros de lana y narices congeladas, y tras muchas horas de discusión (y unas cuantas guerras de bolas de nieve), llegaron a la conclusión de que solo había una manera de calentarse un poco: ¡debían construir el Supermegabraseador!
El Supermegabraseador era un invento tan ingenioso como absurdo. Tenía una mezcla de cosas muy extrañas: desde calcetines gigantes, hasta un volcán de lava de juguete. Y, por supuesto, no podía faltar el ingrediente secreto: ¡¡mostaza con sabor a arcoíris!!
Así que los Chillichurros, muy emocionados, comenzaron a construir el Supermegabraseador en el centro de Supermegafriópolis. Cantaban y reían, haciendo ruiditos extraños como “brrrrrrr-tzzzzz!” mientras clavaban tornillos y untaban mostaza.
Cuando el Supermegabraseador estuvo listo, Don Chillón subió a la cima con un megáfono y gritó: “¡Que comience el caloooor!” Presionó un botón gigante y, de repente, el Supermegabraseador empezó a funcionar. Primero salió un humito, luego un pitido, y finalmente... ¡BOOOOOM!
¡El calor fue tan inesperado que todos los Chillichurros se volvieron arcoíris de la sorpresa! Pero no te preocupes, no pasó nada malo. Simplemente, el calor era tan suave y reconfortante, que los Chillichurros empezaron a bailar una cumbia congelada mientras se derretían en risas.
Desde aquel día, Supermegafriópolis no fue nunca más el mismo. No es que el frío se hubiera ido, ¡para nada! Pero ahora, cada vez que el frío era demasiado supermegahelado, los Chillichurros encendían el Supermegabraseador y todo se volvía una fiesta de colores y risas.
Y así, en lugar de temer al frío, los Chillichurros aprendieron a disfrutarlo con mucho humor, mucha creatividad y, por supuesto, con toneladas de mostaza arcoíris.
¡Y colorín colorado, este cuento Supermegafrío se ha calentado!