En el pintoresco pueblo de Relojmedio, conocido por sus campos de girasoles y su cielo siempre azul, había un gran misterio que todos los habitantes conocían pero nadie había logrado resolver. En la plaza central, se alzaba un enorme reloj de torre que era tan antiguo como el mismo pueblo. Lo curioso de este reloj, que tenía intrincadas tallas de soles y lunas en su marco dorado, era que sus manecillas jamás marcaban la medianoche. Siempre que se acercaban las 11:59, las manecillas se detenían, titubeaban por un instante, y luego avanzaban directo a la 1:00. Por esta razón, los habitantes del pueblo nunca celebraban la llegada de un nuevo día a medianoche como en otros lugares.
Una noche de verano, un niño llamado Lucas, quien tenía más curiosidad que un gato con siete vidas, decidió que él sería quien descubriría el secreto detrás del reloj de la plaza. Lucas era conocido en el pueblo por su imaginación fértil y su destreza para resolver acertijos y misterios, desde descubrir dónde se escondía el gato perdido hasta encontrar el lugar secreto donde su abuela escondía las galletas.
Lucas se acercó a su mejor amigo, Mateo, un niño de cabello rizado y ojos brillantes, tan intrépido como Lucas. Juntos, planearon pasar la noche en la plaza para observar el reloj de cerca. "Tal vez es mágico," sugirió Mateo con una mirada llena de emoción. "O tal vez hay algún mecanismo secreto que detiene las manecillas," respondió Lucas, siempre lógico.
Con linternas, cuadernos y una enorme manta, se acomodaron bajo el reloj esa noche. Las horas pasaban lentamente, y los sonidos de la noche llenaban el aire. Grillos cantando, hojas susurrando con la brisa, y el distante ulular de un búho formaban la banda sonora de su aventura.
Cuando el reloj marcó las 11:58, Lucas y Mateo sostuvieron la respiración. Observaron fijamente las manecillas, esperando descubrir el misterio. Justo cuando el reloj iba a marcar la medianoche, una pequeña puerta en la base del reloj se abrió con un leve chirrido. De ella, emergió un personaje que ninguno de los niños había visto jamás.
Era una anciana diminuta, no más alta que un libro apilado, vestida con un manto azul estrellado y un sombrero puntiagudo. En su mano llevaba una varita que brillaba con una luz azulada. "¡Buenas noches, jóvenes aventureros!" dijo con una voz que sonaba como campanitas al viento.
Lucas y Mateo se miraron sorprendidos. "¿Quién eres?" preguntó Lucas, su voz llena de asombro.
"Soy Minerva, la guardiana del tiempo de Relojmedio," respondió ella con una sonrisa misteriosa. "Este reloj es un portal entre dos mundos y mi trabajo es asegurarme de que solo se abra cuando sea absolutamente necesario."
"¿Un portal?" exclamó Mateo, sus ojos tan grandes como lunas llenas.
"Sí, pero solo se activa cuando las manecillas marcan exactamente la medianoche. Hace muchos años, decidimos que era demasiado peligroso permitir que el portal estuviera abierto. Alguien podría accidentalmente cruzar a un mundo donde el tiempo no fluye como aquí. Así que, con magia, alteré el reloj para que nunca marque la medianoche," explicó Minerva.
Lucas, siempre curioso, preguntó, "¿Pero qué pasaría si alguien realmente necesitara usar el portal?"
Minerva sonrió astutamente. "Para eso necesitarías la llave del tiempo, y solo yo sé dónde está escondida. Pero eso, queridos niños, es una historia para otro día."
Con esas palabras, Minerva desapareció tan rápidamente como había aparecido, y la puerta del reloj se cerró con suavidad. Lucas y Mateo, maravillados y con más preguntas que antes, sabían que su aventura apenas comenzaba. Decidieron que cada noche, intentarían descubrir más sobre el misterioso reloj, sus secretos y quizás, algún día, encontrar la llave del tiempo.
Mientras caminaban de regreso a casa bajo las estrellas titilantes, sabían que Relojmedio siempre tendría una nueva aventura esperándolos, justo a tiempo.