En un rincón muy peculiar del mundo, existía un pueblo llamado Villa Medialuna. No era un pueblo ordinario: tenía casas con techos puntiagudos que parecían sombreros de mago, farolas con bigotes dibujados, y callejuelas que cantaban óperas a media noche si la luna estaba llena. Allí vivían niños de ojos curiosos y abuelos con barbas en forma de espiral. Pero lo que nadie sabía es que, en el silencio de las noches más oscuras, una figura misteriosa recorría las calles con pasos suaves como el aleteo de una mariposa y una sonrisa burlona escondida tras una máscara negra. Esa figura era una mujer, conocida tan sólo por un apodo que susurraban los gatos y gritaban las buhardillas vacías: La Polilla Negra.
La Polilla Negra no era ni buena ni mala, o tal vez era las dos cosas a la vez. Tenía un sentido del humor raro, un poco retorcido para el gusto de algunos, pero a otros les provocaba carcajadas silenciosas que los hacían temblar de risa bajo las sábanas. Lo cierto es que, cuando los niños se enfrentaban a problemas que no podían resolver, cuando las cosas se ponían realmente raras y ningún adulto quería creerles, la Polilla Negra hacía acto de presencia. Nunca pedía nada a cambio, ni esperaba un “gracias”. Su apariencia era enigmática: vestía un abrigo de terciopelo negro con lunares del tamaño de una abeja regordeta; llevaba un sombrero alto, de copa, con una pluma inclinada que parecía a punto de decir “¡hola!”. Sus ojos, siempre ocultos tras gafas oscuras, reflejaban la luz de la luna con un brillo travieso. Y lo más notable: tenía alas, no muy grandes, pero sí suficientemente amplias para planear desde un tejado hasta la rama de un árbol sin ser vista.
Se decía por ahí que la Polilla Negra nació de un viejo libro de cuentos quemado, o que era la reencarnación de una bisabuela traviesa que adoraba robar caramelos a los fantasmas. Nadie lo sabía con certeza, porque ella nunca hablaba mucho. Sin embargo, su fama se había extendido entre los niños de Villa Medialuna. Cuando un chico era molestado por un grupo de matones que olían a queso rancio, cuando una niña se sentía tan triste que sus lágrimas formaban charquitos donde se ahogaban las hormigas despistadas, o cuando un perro ladrón se robaba las meriendas del recreo y las enterraba junto a los rosales, la Polilla Negra aparecía. Tal vez no resolvía el problema de la manera más corriente, pero lo solucionaba a su modo. Y vaya que su modo podía resultar extraño.
Había una niña llamada Belinda, por ejemplo, que tenía el problema de no poder dormir a causa de una pesadilla que repetía cada noche: soñaba con un payaso gigantesco que fabricaba helados con sabor a calcetín mojado. Esa imagen la aterrorizaba. Una noche, mientras Belinda lloraba en silencio para no despertar a sus padres, la Polilla Negra se deslizó por la ventana. “Shhh”, dijo muy quedamente, “no temas”. Sin hacer ruido, sacó de su bolsillo un frasco diminuto, lo agitó, y de la boquilla salió un hilillo de luz morada. La luz atravesó la cabeza de Belinda sin hacerle daño, como si se tratara de una pompa de jabón. De pronto, el payaso del sueño se vio perseguido por mariposas carnívoras con dientes de mazapán (sí, suena horroroso, pero las mariposas sólo se reían y mordisqueaban su enorme zapato). El payaso gritó, se dio media vuelta, y salió corriendo del sueño de Belinda para no volver jamás. A la mañana siguiente, la niña despertó sintiéndose mucho más valiente y un poquito confundida. No habló con nadie de la Polilla Negra, pensando que tal vez había sido un sueño… pero notó una pequeña pluma negra en su almohada, señal inequívoca de aquella visita nocturna.
En otra ocasión, un niño llamado Tomás se aburría tanto en clase que dibujaba sapos con sombreros de copa en el margen de su cuaderno. Era un niño tímido, y los otros se burlaban llamándole “Cara de Borrador” porque siempre perdía sus lápices y tenía que borrar y volver a escribir mil veces. Una tarde, Tomás estaba tan triste que se quedó dormido en su pupitre. Al caer la noche, cuando todos dormían, la Polilla Negra entró en la escuela a hurtadillas. La encontraron los fantasmas de tiza que vivían en la pizarra, pero ella les hizo una mueca tan graciosa que los dejó a todos bizcos. Entre risas ahogadas, la Polilla Negra mezcló polvos de tiza mágica con pétalos de flor de nochebuena (ningún adulto sabe de esto, pero las flor de nochebuena en Villa Medialuna tienen propiedades muy raras: hacen crecer las ideas dormidas en las mentes de los niños). Al día siguiente, cuando Tomás fue a la escuela, descubrió que sus dibujos de sapos con sombrero habían cobrado vida. ¡Saltaban sobre la pizarra, croaban bromas, y le tiraban besitos a la maestra! Los otros niños, divertidos y asombrados, dejaron de burlarse de Tomás. Por un momento, pensaron que él tenía poderes especiales. Tomás sonrió al ver que ya no lo llamaban “Cara de Borrador” sino “El Gran Dibujante de Sapos Elegantes”. Nunca supo que detrás de aquello estaba la mano —o mejor dicho, el ala— de la Polilla Negra.
Pero la Polilla Negra no sólo ayudaba a niños tristes o con pesadillas. También tenía sus propios juegos traviesos, algunos con un humor tan extraño que más de uno se tapaba la boca para no reír con un poco de culpa. Una vez, sin más, decidió darle una lección a los pasteleros del pueblo, que habían subido el precio de los pastelitos de crema a cambio de ponerles dentro… ¡guisantes en lugar de crema! Que nadie se engañe, ese cambio era una crueldad pastelera sin perdón. Así que la Polilla Negra esperó a que cayera la noche, entró a la pastelería volando bajo el techo, y con un pincel de caramelo mágico pintó bigotes en las paredes, cambió la crema avinagrada por espuma de nubes, y convirtió a las cucarachas (sí, había algunas cucarachas con monóculo, muy elegantes) en minúsculas bailarinas de ballet. A la mañana siguiente, el pueblo encontró pastelitos deliciosos y un extraño ballet de cucarachas danzando al son de una música imaginaria. Los pasteleros aprendieron la lección y volvieron a poner crema dulce en los pastelitos, tal y como debe ser.
El humor de la Polilla Negra podía ser un poco oscuro: una noche, un grupo de niños malcriados intentó atraparla. Creían que si la cazaban podrían hacerse famosos y venderla a un circo. Eran niños con corazones endurecidos y risas malvadas. La Polilla Negra, al notarlos, se hizo la dormida en un tejado. Cuando ellos se acercaron sigilosamente con una red hecha de medias viejas, la Polilla Negra abrió los ojos de golpe y les dedicó una risa ronca, casi terrorífica: “¡Jijijijí!”. De sus bolsillos salió un polvo negro que los envolvió en una nube. Cuando se disipó, los niños descubrieron que, durante toda una semana, ¡hablarían al revés! Así fue: iban por las calles gritando “adrevla álH” en lugar de “¡Hola al revés!”, y nadie entendía una palabra. Con esa pequeña broma, la Polilla Negra les enseñó que no siempre pueden salirse con la suya, y que actuar con malas intenciones trae consecuencias. Cuando la semana pasó, los niños aprendieron a pensar antes de actuar. Por lo menos, un poco.
En el fondo, la Polilla Negra era una defensora de la risa sana y de la imaginación. Sí, su humor podía resultar raro: mariposas carnívoras asustando payasos, cucarachas bailarinas, niños hablando al revés. Pero sus acciones estaban guiadas por la idea de equilibrar un mundo demasiado serio, de dar a los pequeños un espacio para sorprenderse, para creer en lo imposible. Jamás se había visto a la Polilla Negra a plena luz del día; era como si el sol la convirtiera en humo. Pero los niños sabían que existía: la sentían en la brisa nocturna, en las pequeñas plumas negras encontradas en sus ventanas, en el sabor inesperadamente dulce de un pastel, en el brillo extraño de una estrella fugaz.
Con el tiempo, su leyenda creció. Algunos decían que era una artista ambulante que había perdido la memoria y encontrado refugio en la noche. Otros aseguraban que era la encarnación del espíritu travieso de las polillas que devoran suéteres aburridos en los armarios. Lo cierto es que su verdadera identidad permanecía en secreto. ¿Habría sido alguna vez una niña solitaria que no podía dormir? ¿Quizás una anciana con alma de niña que decidió vestirse de lunares y volar en las sombras? Nadie podía decirlo. Pero tal vez eso era lo de menos.
A fin de cuentas, la Polilla Negra era un recordatorio: el mundo no es sólo luz o sombra, no es únicamente seriedad o diversión; el mundo contiene risas oscuras que nos hacen temblar y aprender, y gestos de bondad extraña que nos invitan a imaginar. Y aunque a veces parezca que lo que ella hacía no tenía sentido, para los niños significaba que no estaban solos, que había alguien cuidando sus sueños y sus travesuras, incluso desde lo más oculto de la noche.
Así, en Villa Medialuna, mientras las farolas con bigote volvieron a dormitar y las casas con sombreros de mago se inclinaron para reposar bajo la bóveda estrellada, la Polilla Negra siguió haciendo lo que mejor sabía: sorprender, asustar un poquito (sólo un poquito), enseñar lecciones dulces con un ligero sabor extraño, y dejar plumas negras como prueba de su paso. Y cada vez que un niño se dormía con una sonrisa en los labios, en algún lugar, entre las tejas y la luna, se oía un suave y críptico “jijijijí”.