Había una vez, en un bosque donde los árboles crecían más altos que cualquier rascacielos que hayas visto, algo muy extraño sucedía. Era un lugar donde la niebla parecía estar siempre perdida y daba vueltas como un perro persiguiendo su propia cola. Los pájaros no volaban en línea recta, sino en zigzag, como si tuvieran prisa por llegar a algún sitio pero no supieran muy bien cuál. Y lo más curioso de todo era que, si te parabas lo suficiente para escuchar, podías oír una risa. Pero no una risa alegre y contagiosa, de esas que te hacen sonreír. No, esta risa era aguda, y se desvanecía como una burbuja de jabón antes de que pudieras encontrar de dónde venía. Era el tipo de risa que te hace mirar por encima del hombro, con la piel de gallina.
Por supuesto, no era un bosque normal. Este era el Bosque de los Sustos Torcidos, famoso por convertir el miedo en algo tan absurdo que a veces te partías de risa... literalmente.
Los niños del pueblo cercano, siempre en busca de historias emocionantes, no dejaban de hablar del bosque. No había día que no surgiera un nuevo rumor: que si el musgo era capaz de hablar (pero solo en poemas rimados), que si los lobos aullaban canciones de cuna desafinadas, o que si había un viejo tronco con cara que hacía chistes malos cada vez que te acercabas. Pero el rumor que más asustaba a todos, el que hacía que hasta el más valiente sintiera un cosquilleo incómodo en el estómago, era sobre una criatura llamada El Espantalegrías.
El Espantalegrías era una leyenda antigua. Nadie sabía cómo había empezado, pero todos conocían su historia. Decían que vivía en el corazón del bosque, donde la niebla era más espesa y las sombras parecían no tener dueño. No era un monstruo feroz, con dientes afilados o garras temibles. No, eso hubiera sido demasiado normal. En cambio, el Espantalegrías era, según contaban, algo mucho peor: una criatura que te asustaba tanto, tanto, que te partías de risa. Literalmente. Tus costillas comenzaban a temblar de la risa incontrolable, y antes de darte cuenta, te desmoronabas como una torre de bloques mal apilada. Algunos decían que se reían hasta quedarse en un charquito de carcajadas.
A pesar de las advertencias, siempre había alguien dispuesto a enfrentarse a lo desconocido, porque ¿qué es la curiosidad si no un pequeño empujoncito hacia lo que da miedo? Y en esta historia, ese alguien era Pablito.
Pablito no era un niño común. Para empezar, tenía la manía de caminar hacia atrás cuando estaba pensando mucho, como si su cerebro y sus pies no se llevaran bien. Además, coleccionaba calcetines desparejados, convencido de que cada uno tenía una historia secreta que solo él podía descifrar. Pero lo más raro de todo era que Pablito no le temía a nada. O eso creía él.
Un día, mientras el sol se escondía detrás de las colinas y las sombras del bosque empezaban a alargarse como chicle viejo, Pablito decidió que había llegado la hora de enfrentarse al Espantalegrías. Se ajustó los cordones de sus zapatillas atados en un nudo tan complicado que parecía haber sido hecho por un pulpo nervioso, y se adentró en el Bosque de los Sustos Torcidos.
Al principio, todo parecía bastante normal. Los árboles estaban más torcidos que de costumbre, sí, pero eso ya era de esperar. El suelo crujía bajo sus pies como si estuviera masticando cereales, y cada vez que Pablito daba un paso, el eco hacía que pareciera que alguien más caminaba justo detrás de él. Pero Pablito, siendo Pablito, siguió avanzando, decidido.
Después de un rato, empezó a notar que el bosque se volvía... raro. No el tipo de raro que uno espera en un bosque encantado, sino un raro diferente, como si el bosque se estuviera divirtiendo a su costa. Una roca que parecía perfectamente normal de repente soltó un "¡Achú!" tan fuerte que hizo que Pablito saltara un metro en el aire. "Salud", dijo, un poco desconcertado, y siguió caminando. Luego, un arbusto empezó a temblar y, antes de que Pablito pudiera acercarse, estornudó también. "¡Salud a ti también!", murmuró, cada vez más confundido.
Más adelante, se topó con un charco. Pero este no era un charco cualquiera. El agua en él no era transparente ni marrón. Era... ¿amarilla fosforescente? "Bueno, eso es nuevo", pensó Pablito, y cuando se inclinó para mirar, el charco lo saludó alegremente con un "¡Hola, vecino!". Sorprendido pero decidido a no dejarse intimidar, Pablito levantó una mano y saludó de vuelta. "¡Hola, charco!", respondió, y siguió su camino, cada vez más convencido de que el bosque estaba lleno de bromistas.
Entonces, lo sintió. Una presencia. Algo, o alguien, lo observaba desde detrás de los árboles. Pablito se detuvo en seco. El aire alrededor se había vuelto más frío, y el silencio ahora era tan pesado que hasta sus pensamientos hacían ruido. Sin atreverse a moverse, escuchó un sonido extraño. Era como un susurro, pero más... chirriante. Como si un montón de grillos hubieran decidido hacer una ópera en miniatura. El sonido se acercaba. Y, de repente, ahí estaba.
No era como Pablito había imaginado al Espantalegrías. Para empezar, era mucho más pequeño. Casi diminuto. Parecía una mezcla entre una nube de algodón y un erizo que había sido exprimido en una licuadora. Tenía una sonrisa, pero no una sonrisa de las de "te voy a comer". Era más bien la sonrisa de alguien que está a punto de hacerte la peor broma de tu vida.
Y entonces, sucedió lo inesperado.
El Espantalegrías se inclinó hacia adelante y... ¡hizo un ruido tan ridículamente agudo que sonó como un pato siendo apretado por un acordeón! Pablito se quedó de piedra. No era el rugido feroz que esperaba, ni un grito aterrador. No, era un ¡Cuaaaac! seguido de una serie de ruidos que sonaban como pedos mal disimulados.
Y ahí fue cuando sucedió. Pablito intentó contenerse, pero fue inútil. Primero, una pequeña risa. Luego, otra más. Y antes de que pudiera detenerse, se estaba riendo tan fuerte que las lágrimas le corrían por la cara. ¡Era ridículo! ¡Absurdo! ¡El Espantalegrías no era espantoso en absoluto! Era la cosa más absurda que jamás había visto.
La risa de Pablito se volvió tan fuerte que pronto todo el bosque la acompañó. Los árboles crujieron de risa, el suelo temblaba de tanto reírse, y hasta las piedras parecían soltar carcajadas entre sus grietas. El Espantalegrías, encantado de haber cumplido su misión, siguió haciendo más ruidos absurdos hasta que Pablito no pudo más y cayó al suelo, agotado de tanto reír.
Cuando finalmente logró recuperar el aliento, Pablito se levantó, limpiándose las lágrimas de la cara. El Espantalegrías lo miró con satisfacción, como diciendo: "Misión cumplida". Y entonces, con un último ¡Cuaaaac!, desapareció entre la niebla, dejando a Pablito solo en el bosque.
Caminando de vuelta al pueblo, Pablito no podía dejar de sonreír. Había encontrado al temido Espantalegrías, y en lugar de asustarse, había descubierto que el miedo era solo una broma esperando a ser entendida.