Cada día, cuando el sol comenzaba a bajar despacio por el horizonte, Tiago se sentaba en su colina favorita, una pequeña subida de hierba y flores que olía a miel y fresas frescas. Desde ahí, podía ver cómo el cielo cambiaba de colores como si el mismo sol estuviera pintando un cuadro: primero de naranja suave, luego de un rosa intenso, hasta tornarse en un púrpura que parecía hecho para los sueños. A Tiago le gustaba imaginare que, justo antes de esconderse, el sol susurraba secretos, secretos que dejaba en los campos, en el río, o escondidos entre las ramas de los árboles.
Esa tarde, al bajar el sol como siempre, Tiago sintió un cosquilleo extraño en la punta de los dedos. Era como si el aire tuviera algo nuevo que decirle. Decidido a entenderlo, se levantó de un salto, bajó la colina corriendo, y se adentró en el bosque cercano. Cada paso crujía en las hojas secas y entre las sombras parpadeaban reflejos dorados. ¡Ah! ¡Eso debía ser un secreto del sol!
Avanzó más y más profundo hasta encontrar, colgando de una rama baja, una cuerda dorada que apenas se mecía con la brisa. Parecía casi un hilo de oro, tan fino y delicado que brillaba incluso en la penumbra del bosque. Sin pensarlo dos veces, Tiago tomó el hilo entre sus dedos, suave como el sueño de un gato, y tiró de él.
Conforme lo jalaba, sintió una extraña corriente de aire, y todo a su alrededor comenzó a girar. Los árboles ya no parecían tan altos ni las sombras tan espesas. Sentía como si el bosque lo abrazara en una vuelta lenta y dulce. Hasta que, de repente, todo se detuvo.
Cuando abrió los ojos, Tiago estaba de nuevo en la colina, ¡pero esta vez el cielo estaba oscuro y lleno de estrellas! No había rastro del sol, ni de sus colores, pero algo brillaba en la hierba a sus pies: una serie de pequeñas piedritas doradas, formando un camino que se extendía más allá de lo que Tiago podía ver.
Con el corazón latiéndole fuerte de emoción, comenzó a seguir aquel sendero dorado, cada piedrita guiándolo en un camino secreto que parecía susurrarle: "Sigue, sigue… pero no olvides de dónde vienes". Y Tiago, intrigado, decidió seguir el consejo. Se giró cada tanto para mirar atrás y notar cómo el rastro formaba un dibujo en el suelo, una especie de mapa de todas las veces que había visto el atardecer en aquella colina.
Finalmente, después de caminar por lo que le parecieron horas (aunque el tiempo, de alguna manera, se sentía distinto aquí), el sendero lo llevó hasta un enorme árbol. Este no era un árbol cualquiera; tenía hojas de colores dorados que titilaban como llamas, y en el centro de su tronco, había una puerta pequeña, apenas del tamaño suficiente para que Tiago pudiera pasar.
Al empujarla, entró en un espacio extraño y maravilloso. Era una sala llena de relojes, cada uno marcando una hora distinta, y de espejos que parecían guardar recuerdos. Uno de ellos le llamó la atención: reflejaba a un Tiago más pequeño, jugando en la misma colina, años antes de entender los misterios del sol.
De pronto, una voz suave y antigua como la primera brisa de la mañana habló desde las sombras del cuarto: "A veces, para avanzar, hay que recordar, Tiago". Era el eco del mismo sol, que había dejado aquel mensaje para él. Porque, aunque a veces los secretos miraban hacia adelante, otros apuntaban al pasado.
Tiago sonrió, entendiendo por fin. Miró una última vez el reflejo de aquel pequeño que era antes, le dio un guiño amistoso y, agradecido, regresó por el mismo camino. Con cada paso, las piedras doradas fueron desapareciendo, como si ya no fueran necesarias para encontrar su rumbo.
Cuando llegó de nuevo a la colina, el primer rayo del sol estaba asomando en el horizonte, tan dorado y brillante como los secretos que había dejado la noche anterior.