En una era donde el cielo permanecía eternamente velado por un manto de nubes, la luz brillaba con el valor del oro puro. En esta época de sombras, existía una tribu singular conocida como los Recolectores de Brillos. Eran seres envueltos en oscuridad, salvo por sus enigmáticas máscaras blancas, que vagaban por el mundo en busca de destellos de luz para recolectar, tan preciados para ellos como las más raras gemas. Este relato narra la extraordinaria travesía de Lumis, uno de estos seres, en su más valiente expedición.
Lumis habitaba en Crepúsculo, un enclave oculto en las profundidades del Bosque Tenebroso, donde los rayos solares rara vez besaban la tierra. Los Recolectores de Brillos, como él, eran custodios de cualquier vestigio de luz. Su labor consistía en encontrar y acumular cualquier chispa de luz y resplandor, atesorándolos como los más exquisitos diamantes. Cada recolector portaba un saco encantado, un reservorio para su preciada colección luminosa. Estos destellos no solo significaban riqueza, sino que también alimentaban la luz de su aldea y disipaban la sombra eterna que la acechaba.
La determinación de Lumis lo llevó a emprender una búsqueda por la cueva de la Leyenda del Fulgor Eterno, un resplandor tan potente que se decía podría iluminar Crepúsculo por eones. Consciente de los peligros y de las bestias temibles que resguardaban la cueva, Lumis se sintió aún más compelido a partir en su búsqueda. Ajustándose su máscara blanca y con su saco listo para ser llenado de luz, se despidió de sus seres queridos, prometiendo retornar con el Fulgor Eterno.
La travesía de Lumis lo llevó a atravesar senderos nunca antes cartografiados, a cruzar ríos cuyas aguas destellaban con luz propia, escalar montañas que rasgaban las eternas nubes y aventurarse por valles envueltos en una niebla que parecía devorar toda esperanza. En su camino, Lumis se topó con destellos de luz desconocidos para él, cada uno más hermoso que el anterior, pero ninguno comparable a su codiciado objetivo. Su resolución lo mantuvo firme, incluso cuando el desaliento comenzaba a hacer mella en su espíritu.
Los días se convirtieron en semanas, y cada jornada que terminaba sin hallar la cueva, Lumis sentía cómo el peso de su misión crecía. No obstante, su esperanza, lejos de extinguirse, se avivaba con cada nuevo amanecer, impulsándolo a continuar su búsqueda a pesar del cansancio y las dudas que lo asaltaban.
Finalmente, tras semanas de búsqueda infructuosa, Lumis encontró la cueva. Era un abismo de oscuridad, un lugar donde la luz parecía extinguirse por completo. Dentro, los ecos de sus pasos resonaban como tambores de guerra, un recordatorio constante de los peligros que acechaban en la penumbra. Pero Lumis, armado con las pequeñas luces que había recolectado en su odisea, avanzó, desafiando la oscuridad con cada paso.
En lo más profundo de la cueva, Lumis se enfrentó a la Guardiana de la Luz, una entidad forjada en sombras, con ojos que destellaban promesas y peligros. La Guardiana le propuso desafíos y enigmas, cada uno más complejo y arduo. Lumis, con su ingenio y la pureza de su corazón, superó cada prueba, demostrando su valor y su profundo respeto por la luz.
Tras superar el último desafío, la Guardiana reveló a Lumis el verdadero Fulgor Eterno. No era un objeto ni una gema, sino un pequeño ser luminoso, cuya existencia era en sí misma una fuente de luz inagotable. La Guardiana explicó que el Fulgor Eterno debía ser libre, no confinado. Lumis, comprendiendo la lección, juró ser su protector y compartir su luz con Crepúsculo y más allá.
Con el Fulgor Eterno a su lado, Lumis regresó a su hogar. Su viaje no solo había traído luz a su aldea, sino que también enseñó a todos los Recolectores de Brillos el verdadero significado de su misión. La luz, entendieron, no era solo para ser recolectada; era para ser cultivada, compartida y protegida.
Y así, Crepúsculo se convirtió en un faro de esperanza, un lugar donde la luz y la sombra coexistían en perfecta armonía, gracias a Lumis y su odisea entre los Recolectores de Brillos.