Había una vez, en un mundo que estaba al revés (literalmente, porque era más fácil encontrar las cosas así), un pequeño pueblo llamado Olvidonia. Lo peculiar de este lugar no era su nombre, sino sus habitantes: los Olvidosos. Los Olvidosos eran personas muy especiales. No porque podían volar ni porque tenían superpoderes, sino porque olvidaban absolutamente todo. No te imaginas lo útil que es olvidar todo. ¡De verdad! Bueno, tal vez no tanto si olvidan dónde guardaron las llaves de la casa o cómo atarse los zapatos… pero para todo lo demás, era muy práctico.
Lo olvidaban todo, todo el tiempo. Si te olvidabas de que ayer te caíste de cara en el lodo, o de que dijiste algo muy tonto frente a tu clase, el día se volvía mucho más brillante. ¡Los Olvidosos vivían en un eterno presente! Era como estar en una fiesta continua, donde no recordabas si ya habías comido o no, pero ¡oh! ¡Ahí estaba el pastel otra vez!
El caso es que, para los Olvidosos, el olvido era una bendición. En Olvidonia, no existía el rencor porque nadie recordaba las ofensas, y tampoco había tristeza prolongada porque al día siguiente ya nadie sabía por qué estaba triste. Las discusiones se desvanecían en el aire como una ráfaga pasajera, y la gente volvía a reírse a carcajadas sin saber si el chiste había sido gracioso o no. Vivían despreocupados, felices y completamente desorganizados, lo cual funcionaba a la perfección, porque para que algo sea un desastre, primero hay que acordarse de cómo era antes.
Pero como en todas las historias, siempre hay una excepción. Y en esta, la excepción era Nilo. Nilo era un Olvidoso como todos los demás, al menos lo intentaba, pero había algo en él que no encajaba del todo. Tenía la extraña habilidad, o maldición, de recordar algunas cosas. Pequeñas, al principio, como cuántas veces había tropezado con el mismo escalón frente a su casa, o quién le había contado el mismo chiste tres veces seguidas (y no había sido gracioso ninguna de las tres).
Nilo no podía evitarlo. Mientras los demás olvidaban con la ligereza de una pluma arrastrada por el viento, él sentía que había una piedra en su bolsillo que lo mantenía atado a esos pequeños recuerdos. Al principio no le daba mucha importancia, pero con el tiempo, esos recuerdos se fueron acumulando. No era como si pudiera recordarlo todo, claro, pero los detalles más insignificantes se quedaban pegados en su mente como si fueran chicles en la suela de su zapato. Y eso lo hacía sentir raro.
Para los Olvidosos, recordar era casi un sacrilegio. Se contaban historias espeluznantes (que olvidaban poco después, por supuesto) sobre los Recordantes, criaturas míticas que vivían fuera del pueblo, llenas de memorias que las hacían caminar encorvadas bajo el peso de los años y los eventos pasados. Los Recordantes eran temidos, no porque fueran malvados, sino porque su existencia misma era una advertencia: recordar te arrastraba fuera de Olvidonia, fuera de la despreocupada felicidad del olvido.
Nilo lo sabía. Había escuchado esas historias tantas veces que casi podía recitarlas de memoria, lo cual, para un Olvidoso, era tan incómodo como un zapato lleno de piedras. Pero aun así, no podía ignorar la sensación de que algo en él era diferente. A veces se preguntaba si era el único en Olvidonia que sufría de este extraño mal. ¿Acaso los demás alguna vez habían sentido una punzada de recuerdo, una chispa fugaz que los atara al pasado? ¿O solo él estaba condenado a caminar con los fantasmas de las cosas que habían sucedido?
Un día, mientras caminaba por las calles retorcidas del pueblo (donde las casas también olvidaban cómo mantenerse rectas), Nilo empezó a notar algo más alarmante: no solo estaba recordando pequeños detalles, sino que los recuerdos parecían multiplicarse. Recordaba no solo lo que había hecho esa mañana, sino también lo que había hecho la mañana anterior, y la de antes de esa. Era como si su mente, hasta entonces ligera y suelta, hubiera empezado a llenarse de objetos pesados. Y cuanto más trataba de olvidarlo, más se quedaban con él.
Aquello lo inquietó profundamente. Olvidonia no estaba diseñada para personas como él. Todo el sistema del pueblo dependía de la amnesia colectiva. La gente se olvidaba de pagar las deudas, de cumplir promesas, de los cumpleaños, y todos vivían perfectamente bien con eso. Pero Nilo empezaba a notar patrones. Sabía cuántas veces su vecino, el señor Tosco, había perdido su sombrero en la misma semana. Sabía que la carnicera siempre olvidaba cortarse las uñas y que el pastelero siempre horneaba un pastel de chocolate los jueves, aunque nadie recordara haberlo pedido. El pueblo funcionaba porque todos olvidaban que no funcionaba. Y Nilo era una pieza rota en ese engranaje.
Los días pasaban, y Nilo comenzó a sentirse más y más apartado de los demás. Podía predecir cosas que ningún otro Olvidoso podía. Sabía que, cada tercer día, la señora Garbo perdería el hilo de su conversación justo antes de decir algo importante, porque lo había visto suceder tantas veces que su mente lo había registrado. Sabía que el reloj de la plaza principal llevaba años detenido a las tres en punto, y que nadie lo había arreglado porque, para cuando alguien se daba cuenta, ya lo había olvidado de nuevo.
La sensación de estar atrapado entre dos mundos —el del olvido alegre y el del recuerdo silencioso— lo consumía. Y entonces, una mañana, ocurrió lo impensable: Nilo despertó y recordó todo lo que había hecho el día anterior. Y el día antes de ese. Recordaba cada conversación, cada gesto, cada paso que había dado. No era solo una acumulación de recuerdos inútiles; era como si un velo invisible se hubiera levantado de su mente.
Sintió pánico. Sabía que nadie en Olvidonia podría entender lo que le estaba sucediendo. Era un paria en un lugar donde todos se regocijaban en el olvido. Si alguien más descubría lo que estaba pasando, lo considerarían un Recordante en formación. Y todos sabían lo que eso significaba: ser desterrado de Olvidonia. O, peor aún, ser olvidado por completo, como si nunca hubiera existido.
Aterrorizado por la idea de convertirse en un Recordante, Nilo decidió que tenía que hacer algo. No podía seguir viviendo en el pueblo como si nada estuviera ocurriendo, y tampoco podía soportar la carga de los recuerdos. Había escuchado vagos rumores sobre una solución. Algunos decían que, en lo más profundo del bosque que rodeaba el pueblo, había un lugar donde los Recordantes habían ido alguna vez para deshacerse de sus memorias, un lugar donde el olvido podía ser permanente.
Nilo sabía que debía encontrar ese lugar. No había otra opción. Si quería seguir siendo un Olvidoso, si quería continuar viviendo sin el peso de los recuerdos, debía aventurarse fuera de los límites seguros de Olvidonia y buscar la fuente del olvido. Porque si había algo que un Olvidoso no podía soportar, era recordar.
Nilo decidió partir al amanecer, o al menos eso creía, porque en Olvidonia nadie sabía con certeza cuándo comenzaba o terminaba el día. El sol, como todo lo demás, también tenía la mala costumbre de olvidarse de salir o ponerse. A veces, el cielo quedaba en un estado de crepúsculo indefinido durante semanas. Pero a Nilo no le importaba, no ahora que su cabeza estaba cargada de recuerdos que lo atormentaban, como si cada paso lo anclara más y más al pasado. Si no hacía algo pronto, se convertiría en lo que más temía: un Recordante.
El bosque que rodeaba Olvidonia siempre había estado allí, al borde de la vista, pero ninguno de los Olvidosos se adentraba demasiado. No por miedo, claro, sino porque se olvidaban de que existía. Los caminos que llevaban hacia el bosque se perdían en la maleza, cubiertos por las hojas de los árboles que, como todo en este mundo, también olvidaban cómo sostener sus ramas correctamente. El lugar tenía una extraña atmósfera de abandono, pero Nilo sabía que tenía que seguir adelante.
Mientras caminaba, el silencio del bosque se hizo cada vez más espeso. No era un silencio vacío, sino uno cargado de ecos. Como si cada paso que daba levantara las voces de memorias olvidadas que resonaban entre los troncos retorcidos. Era casi como si el bosque mismo recordara cosas que los Olvidosos habían perdido para siempre. Pero eso no detuvo a Nilo. Sentía que estaba más cerca de lo que buscaba, aunque no sabía bien qué era.
Después de lo que le pareció una eternidad (porque, al no tener noción del tiempo, cualquier cosa en el bosque podía durar un segundo o un siglo), Nilo llegó a un claro. En el centro había una roca enorme, cubierta de musgo, y a su alrededor, el aire vibraba de manera extraña, como si las hojas mismas estuvieran susurrando cosas que no lograban recordar del todo. Se dio cuenta de que este debía ser el lugar del que había oído hablar en los rumores. Este era el corazón del olvido.
Pero no estaba solo.
Alrededor de la roca, se encontraban figuras espectrales. No eran monstruos, ni siquiera personas del todo, sino sombras de lo que alguna vez habían sido. Eran los Recordantes, y sus cuerpos estaban envueltos en capas de recuerdos. Parecían pesados, lentos, como si cada memoria que llevaban los obligara a arrastrarse un poco más cerca del suelo. Las sombras de sus antiguos yoes eran apenas reconocibles, pero lo que más inquietaba a Nilo no era su aspecto, sino el hecho de que, aunque estaban completamente inmersos en sus recuerdos, no se movían ni decían nada. Simplemente existían.
Nilo sintió un escalofrío recorriéndole la espalda. No se había imaginado que los Recordantes fueran así. Las historias de su pueblo los describían como seres lúgubres, atormentados por un pasado que no podían soltar. Pero en realidad, parecían resignados. Vivían inmersos en sus recuerdos como si estuvieran enredados en una tela de araña de la que ya no intentaban escapar. Y al verlos allí, quietos, envueltos en sus propias vidas pasadas, Nilo sintió una punzada de comprensión.
Aquellos Recordantes no habían sido siempre así. No era su decisión recordar todo. Habían empezado como él, Olvidosos que, por alguna razón, no habían podido deshacerse de los recuerdos. Pero en algún momento, habían cruzado una línea. Se habían convertido en los guardianes de lo olvidado, en contenedores de todas esas cosas que los demás habían dejado atrás. Porque aunque los Olvidosos olvidaran, los recuerdos no desaparecían; simplemente se trasladaban a estos seres que ahora estaban encadenados por el peso de lo que no podían dejar ir.
Nilo avanzó lentamente, sintiendo el tirón invisible de los recuerdos en el aire. Sabía que estaba jugando con fuego. Cada paso que daba hacia ese lugar del olvido definitivo lo acercaba más a convertirse en uno de ellos. Pero, ¿qué otra opción tenía? Si no encontraba la manera de olvidar lo que había acumulado en su mente, terminaría atrapado en esa misma red, perdiendo para siempre la ligereza que había caracterizado su vida como Olvidoso.
Al acercarse a la gran roca cubierta de musgo, Nilo sintió una presencia antigua, casi como si la misma piedra tuviera una consciencia. La roca era el centro del olvido, el lugar donde los Recordantes venían a entregar sus memorias, a desprenderse de ellas, y a su vez, a ser olvidados por completo. Para un Recordante, ese era el destino final. No había regreso. Desprenderse de sus recuerdos los volvía tan ligeros que desaparecían en el aire, como un suspiro en la brisa.
Nilo, sin embargo, no estaba listo para ese destino. No quería desaparecer. Solo quería ser libre del peso que había comenzado a acumular en su mente. Pero, ¿cómo podría hacer eso sin perderse a sí mismo en el proceso?
Entonces, algo curioso sucedió. Nilo, con toda su carga de recuerdos, sintió una resistencia en su interior. Era como si una parte de él no quisiera olvidar. Por primera vez, pensó en lo que significaba realmente olvidar. Hasta ahora, los recuerdos habían sido un tormento, algo que lo alejaba de la vida ligera y sin preocupaciones de los Olvidosos. Pero ¿acaso no había algo valioso en recordar? Tal vez no todo debía ser olvidado. Tal vez los recuerdos, aunque pesados, tenían su propósito.
Y fue entonces cuando lo comprendió: los Recordantes no eran monstruos ni criaturas tristes por accidente. Ellos habían elegido recordar, sabiendo que alguien debía hacerlo. Sabían que, aunque vivir en el olvido era fácil, alguien tenía que mantener la historia del mundo. Porque si todos olvidaban, ¿qué quedaría?
Nilo se dio cuenta de que tenía una elección. Podía quedarse en el claro, entregarse al olvido completo y desaparecer, o podía regresar a Olvidonia con el peso de sus recuerdos, pero con la capacidad de darles sentido. No sería fácil, claro. Ser el único que recordaba en un pueblo de olvidadizos era una carga. Pero tal vez, solo tal vez, había algo importante en ser el guardián de esas pequeñas historias, en asegurarse de que el pasado no se desvaneciera por completo.
Así que, con una profunda exhalación, Nilo dio media vuelta y dejó atrás el claro, la roca, y a los Recordantes. No estaba listo para unirse a ellos, no todavía. Sabía que llevaría consigo el peso de los recuerdos, pero también sabía que había algo valioso en eso. Alguien en Olvidonia necesitaba recordar. Y aunque los demás nunca lo sabrían, él estaría allí para asegurarse de que su historia, la historia de todos, no se desvaneciera por completo.
Mientras regresaba por el bosque, sintió que cada paso que daba lo acercaba de nuevo a su hogar. Olvidonia lo recibiría como siempre, con la misma sonrisa distraída, con los mismos pasteles olvidados y chistes repetidos. Nadie notaría la diferencia. Nadie sabría lo que había vivido. Pero Nilo lo sabría, y eso, pensó, era suficiente.
El olvido era una bendición, sí, pero también había algo poderoso en recordar, en ser el guardián de las pequeñas cosas que hacen que un día no sea igual a otro. Y, por primera vez en mucho tiempo, Nilo no sintió el peso de sus recuerdos como una maldición.
Y era fue la historia de Nilo, ¿Seguirá entre nosotros? No lo sabemos, no recordamos su aspecto, pero antes de que te vayas, quiero contarte una historia, pasó hace mucho tiempo y todo empieza con un título, un título que define a mi pueblo…