Había una vez, en un recóndito pueblo discreto, un niño muy peculiar llamado Abraham. Peculiar no porque tuviera tres ojos o una cola de ardilla (aunque la idea le divertía), sino porque tenía un superpoder muy particular: podía escuchar los pensamientos de los demás. Sí, cada murmurito en la mente de sus compañeros de escuela, de sus profesores e incluso de la panadera, resonaba en su mente como una melodía… pero, siendo sinceros, una melodía un tanto desafinada.
A Abraham, este don le había caído como la nieve en el desierto, sin aviso y sin manual de instrucciones. La primera vez que lo notó fue cuando el profesor de matemática, pensó: “Si estos niños supieran que me como los borradores cuando nadie me ve…”. Abraham estuvo a punto de preguntar qué sabor tenían, pero en lugar de eso decidió quedarse calladito. No quería asustar a nadie con sus habilidades.
El verdadero problema llegó cuando empezó a escuchar lo que sus compañeros pensaban de él. Algunos decían cosas horribles, ¡cosas que harían llorar al helado más valiente del congelador! Por ejemplo, Juanito, un niño bastante distraído, pensaba: “Abraham siempre está tan callado… debe ser un poco raro. Seguro es un espía alienígena o algo así”. Clara Cabeza-En-El-Cielo, que nunca miraba a los ojos cuando hablaba, pensaba: “Abraham nunca juega con nosotros… qué aburrido”.
Y así iban las cosas; cada día escuchaba alguna “palabrita callada” de algún niño o niña, y aunque a veces sus palabras dolían como golpetazo en el dedo pequeño del pie, Abraham no se enfadaba. No era que fuera un santo o algo así, simplemente sabía que, muchas veces, cuando alguien decía cosas feas sobre otra persona, en realidad estaba hablando de sus propios miedos y tristezas. ¡Claro, no se lo diría a nadie! Además, ¿Quién iba a creerle?
Pero Abraham era más listo que una caja de gatos (y más astuto, porque no se enredaba en hilos de lana), así que comenzó a hacer algo muy peculiar: en vez de reclamarles o ignorarlos, decidió ayudarles. Un día, Clara Cabeza-En-El-Cielo estaba sentada sola en el recreo, mirando las nubes como si escondieran algún secreto interesante. Abraham, acercándose como quien no quiere la cosa, le dio un golpecito en el hombro y le dijo:
—¿Sabes? A veces me gusta imaginar que las nubes son barcos de piratas, o dragones jugando al escondite. ¿Qué te imaginas tú?
Clara parpadeó sorprendida, pero luego sonrió, y juntos se pusieron a inventar historias de las nubes. Desde ese día, Clara dejó de pensar que Abraham era aburrido.
Otro día, Juanito estaba perdido en sus pensamientos, como siempre, cuando Abraham se acercó y le dijo:
—Oye, ¿sabías que no tienes que tener razón siempre para ser genial?
Juanito lo miró, con los ojos grandes como platos de sopa.
—¿Ah, no? —preguntó Juanito, rascándose la cabeza como si tuviera un periquito escondido en el cabello.
—Claro que no. De hecho, a veces es mucho más divertido no saberlo todo y descubrir cosas nuevas. ¿No sería aburrido si todos fuéramos igual de listos?
Y así, Juanito dejó de preocuparse tanto por tener siempre la razón, y empezó a preguntar y escuchar un poquito más.
Poco a poco, Abraham fue escuchando las palabras calladas de otros niños y respondiéndoles, no con reclamos, sino con palabras de amistad, consejos y mucha, mucha paciencia. Sin decirles que podía escuchar sus pensamientos, les ayudaba a descubrir sus propias respuestas. De esta manera, los niños y niñas del pueblo comenzaron a ver en Abraham a un amigo especial, alguien con quien siempre podían contar.
Una tarde de otoño, cuando las hojas caían al suelo haciendo “crunch-crunch” bajo sus zapatos, todos los niños se reunieron para una especie de ceremonia no planeada. Nadie sabía cómo había comenzado, pero Clara se levantó y, mirándolo fijamente, dijo:
—Abraham, eres como… un mago, ¿sabes? Nos ayudas siempre en el momento justo, aunque no te lo pidamos. ¿Cómo lo haces?
Abraham se encogió de hombros y, con una sonrisita misteriosa, dijo:
—Magia… o quizás soy un alienígena espía, ¿quién sabe?
Todos rieron, y Juanito aplaudió, como siempre, sin saber muy bien por qué.
Al final, Abraham había hecho algo que parecía imposible: había transformado las palabras calladas en palabras amigas. Y así, con el corazón lleno de las historias de cada uno de sus compañeros, siguió escuchando los pensamientos de los demás, no como un secreto doloroso, sino como un don que lo unía a todos, de manera única y especial.