Lancelot había escuchado rumores por todas partes, en tabernas, en castillos, e incluso en las esquinas de los mercados donde los mercaderes discutían sobre el precio justo de un repollo. Todos coincidían en lo mismo: el Dragón del Infinito Miedo había llegado al reino y no había repollo, zanahoria o caballero que pudiera detenerlo. De hecho, una vez alguien intentó ahuyentarlo con un saco lleno de cebollas, pero solo logró que el dragón se echara a llorar lágrimas de fuego, destruyendo la mitad de la aldea en el proceso.
"Un dragón que llora es peligroso", pensó Lancelot, afilando su espada con una piedra que compró a un vendedor ambulante que juraba que era una piedra mágica, aunque Lancelot sospechaba que era simplemente una piedra común y corriente pintada de azul.
Refunfuñón, su fiel corcel, lo miraba con una mezcla de desdén y resignación. Este caballo no era precisamente un entusiasta de las aventuras heroicas. Prefería pasar sus días comiendo pasto y filosofando sobre la vida, algo que hacía regularmente, aunque nadie más lo entendía, ya que la filosofía equina es compleja y llena de palabras como "hinnnnsmo" y "brfffología".
Lancelot, sin embargo, estaba determinado. Había nacido para ser un héroe, aunque no estaba completamente seguro de que los héroes tuviesen que luchar contra dragones que lloraban fuego. Pero como su madre siempre decía: "Lancelot, los héroes no se hacen preguntas, solo se lanzan de cabeza hacia el peligro, preferiblemente con una armadura limpia y reluciente". Y así lo hacía él, siempre siguiendo los sabios consejos de su madre.
El viaje hacia la guarida del dragón no era fácil. En primer lugar, Lancelot tuvo que atravesar el Bosque del Murmullo Eterno, un lugar donde los árboles hablaban sin parar. Al principio, pensó que sería interesante escuchar los chismes del bosque, pero después de dos horas de "¿Sabías que el Roble de la Colina está perdiendo hojas más rápido que un abedul en otoño?", Lancelot empezó a preguntarse si cortar leña podría ser una buena idea después de todo.
"¿Sabías que un día alguien confundió a un abeto con un pino? ¡Qué ofensa!" murmuraba un árbol particularmente quejumbroso.
"¿Y tú sabías que algunos caballeros no tienen tiempo para conversaciones de árboles parlantes?", respondió Lancelot, aunque inmediatamente se sintió un poco culpable. No era culpa de los árboles ser tan parlanchines, pero aún así, tenía un dragón que cazar.
Después del Bosque del Murmullo Eterno, llegó a la Montaña de las Sorpresas Constantes. Un lugar donde nunca sabías qué te iba a pasar. Podías pisar una piedra y de repente estarías volando por los aires o podrías encontrarte con una cabra que hablaba en verso. De hecho, Lancelot tuvo un largo intercambio poético con una cabra llamada Bertoldo, que insistía en recitarle odas sobre las bondades del queso.
"El queso suave y blanco como la nieve, que en mi boca suavemente se deshace y se mueve..." declamaba Bertoldo mientras saltaba entre las rocas.
Finalmente, Lancelot llegó a la cima de la montaña, donde esperaba encontrar algo épico, como una señal dorada indicando el camino hacia la guarida del dragón. En su lugar, encontró una oveja con un sombrero de copa que simplemente lo miró y dijo: "Baaa. ¿Buscas al dragón? Está justo por allí. Pero cuidado, es más complicado de lo que parece".
Lancelot no estaba seguro de qué era más complicado, si entender cómo una oveja tenía un sombrero de copa o qué le había querido decir con eso de que el dragón era complicado. Aún así, agradeció a la oveja y siguió su camino.
La guarida del Dragón del Infinito Miedo estaba situada en una cueva oscura y tenebrosa, como una cueva debería ser. Las paredes estaban cubiertas de inscripciones antiguas y dibujos rudimentarios que parecían representar figuras humanas huyendo en todas direcciones. Una señal no muy alentadora.
Lancelot, con su espada en alto y su armadura resonando con cada paso, avanzó hacia la oscuridad. Refunfuñón se quedó atrás, haciendo una especie de gesto que en lenguaje de caballo significaba algo como "tú ve adelante, yo cuidaré la retaguardia... desde aquí... muy lejos...".
Dentro de la cueva, Lancelot escuchó un suave susurro. Al principio, pensó que era el viento, pero luego se dio cuenta de que eran palabras, palabras que formaban frases y frases que formaban miedos. "No puedes vencerme... eres débil... no estás preparado...". Lancelot sintió un escalofrío recorrer su espalda, pero siguió adelante. Había algo extraño en esa voz, como si proviniera de dentro de su propia cabeza.
Y entonces lo vio.
El Dragón del Infinito Miedo no era como cualquier otro dragón que Lancelot hubiera visto en los tapices o escuchado en las canciones. Este dragón no era de escamas brillantes y ojos de fuego. No, era una criatura nebulosa, hecha de sombras y brumas, siempre cambiante, como si no tuviera una forma fija. Sus ojos no eran llamas ardientes, sino pozos oscuros que parecían mirar directamente a través del alma.
"Ah, Lancelot", dijo el dragón con una voz que sonaba como el eco de todos los temores que alguna vez había sentido. "Has venido a desafiarme, pero soy el Dragón del Infinito Miedo. No se me puede vencer con espadas ni con coraje. Yo soy el miedo en sí mismo, y siempre estaré aquí, acechando en la oscuridad, susurrando en la noche. ¿Qué harás ahora, caballero?"
Lancelot sintió que sus manos temblaban. Las historias no mencionaban dragones como este. Nadie le había hablado de una criatura que no se podía golpear ni con la más afilada espada. Se preguntó si tal vez debería haber tomado en serio el consejo de la oveja del sombrero de copa.
Pero entonces, algo extraño sucedió. Recordó las palabras de su madre: "Los héroes no se hacen preguntas, solo se lanzan de cabeza hacia el peligro". Y aunque eso parecía un consejo cuestionable en este momento, también recordó algo más: "Los miedos solo son grandes si les dejas serlo".
Lancelot miró al dragón, a sus ojos oscuros y profundos, y dio un paso adelante. "Es cierto, no puedo vencerte con una espada. Pero no necesito vencerte. Porque aunque estés aquí, acechando en la oscuridad, yo sigo siendo yo. Y no importa cuánto miedo intentes darme, no te dejaré controlarme".
El dragón retrocedió ligeramente, como si esas palabras hubieran tenido un efecto. "Pero... yo soy el miedo. No puedes simplemente ignorarme", susurró, aunque su voz ya no era tan segura.
"No te estoy ignorando", dijo Lancelot. "Solo te estoy poniendo en tu lugar. Eres parte de mí, pero no eres todo lo que soy".
Y con esas palabras, el Dragón del Infinito Miedo se desvaneció lentamente, convirtiéndose en un simple susurro en la brisa. La cueva oscura pareció iluminarse, y Lancelot sintió una paz que no había experimentado antes. Había vencido, no al dragón, sino al miedo que este representaba.
De repente, el mundo cambió. Las montañas, los árboles parlantes, la cueva oscura... todo desapareció como una nube de polvo barrida por el viento. Lancelot sintió un tirón, como si algo lo estuviera atrayéndolo.
Y entonces abrió los ojos.
Ya no estaba en una cueva ni en una armadura. Estaba en una cama, una cama muy familiar. Las paredes de su habitación estaban decoradas con pósteres de caballeros y dragones, y en una esquina, su espada de juguete descansaba contra la pared.
Lance, el niño, se incorporó en su cama, frotándose los ojos. El sol de la mañana entraba a raudales por la ventana, bañando la habitación en luz dorada. Había sido un sueño. Todo había sido un sueño. Pero de alguna manera, se sentía más real que cualquier otro sueño que hubiera tenido.
"¿Un dragón que era el miedo?", pensó Lance mientras se levantaba y se estiraba. "Eso es... eso es raro, raro, raro…". Porque Lance había estado lidiando con muchos miedos últimamente: miedos sobre la escuela, sobre hacer nuevos amigos, sobre... bueno, sobre tantas cosas.
Pero ahora, al recordar cómo Lancelot había enfrentado al Dragón del Infinito Miedo, algo dentro de él se sentía diferente. Más fuerte.
Lance sonrió. Quizás no necesitaba ser un caballero con una espada brillante para enfrentar sus propios dragones. Quizás, todo lo que necesitaba era recordar que el miedo, por grande que fuera, nunca podría ser más grande que él.
Y con esa idea en mente, Lance bajó las escaleras, listo para enfrentar un nuevo día. Y empezó disfrutar del desayuno. Porque al final, había algo de verdad en las palabras de su madre, y tal vez también un poco en la sabiduría absurda de los árboles parlantes: los héroes no se hacen preguntas, solo enfrentan el miedo y siguen adelante, preferiblemente con una sonrisa.