Me llamo Malkidian, el más grande hechicero que haya surcado alguna vez las páginas de un libro de hechizos. Mis ropajes son negros como el olvido, y mi sombrero tiene plumas tan oscuras que ni la noche más cerrada puede comparárseles. Mi varita es una pluma afilada, y no es una pluma cualquiera, ¡no, no! Es la Pluma Absorbe-Palabras, capaz de chupar la magia de cualquier historia, de volver las páginas en blanco y convertir las narraciones más coloridas en un insípido desierto sin letras.
¿Por qué hago esto?, te preguntarás. Yo también fui joven —en la oscuridad del libro, claro— y sentía curiosidad por las historias. Pero las historias son como semillas de flores indomables: crecen en todas direcciones, sin pedir permiso ni rendir tributo. Son un caos de imaginación, risas, personajes y moralejas inútiles. ¿Y qué es la imaginación sin orden? Un revoltijo de voces que no me obedecen. Una molestia. No, no, no. A mí me gustan las cosas claras: quiero que las historias se arrodillen ante mí, que cada palabra responda a mi llamado. Quiero ser el dueño de la tinta misma.
Así que un día, entré al Infierno de las Palabras, un mundo escondido entre las tapas crujientes de un libro de hechizos antiguo. Allí todo es posible: los ríos son de tinta, las montañas de encuadernaciones polvorientas, y hay criaturas que nacen de adjetivos y verbos. Y también está él, Azaroth, un demonio de ojos color ciruela y cola felpuda, que cree que las historias son sagradas, que deben compartirse sin malicia. ¡Puaj! Qué ingenuidad.
Había oído sobre ese tal Azaroth y su insólita relación con una cucharita mágica. Una tontería pasada, sin duda. Pero lo importante es que Azaroth protegía la pureza de las historias. Qué molestia.
Aquella mañana, mientras las páginas crujían, emprendí mi misión. Primero, debía atravesar el Abecedario Flotante, una nube de letras danzarinas que tejen y destejen las palabras. Con mi Pluma Absorbe-Palabras, bastó un movimiento para atrapar a unas cuantas vocales y reducirlas a un siseo hueco. El viento de la “X” intentó azotarme, pero la destrocé con una carcajada seca. Lindo lugar, perfecto para comenzar mi conquista.
Después llegué a un puente formado por puntos suspensivos. Tic, tac, tic, tac… ¡Qué forma más irritante de sostener la expectación! Las historias aman el suspenso, el misterio, las sorpresas. A mí me gustan las certezas: el poder y el control en mis manos. Así que taché un par de adjetivos curiosos que saltaban por el camino. ¡Ñam! Los saboreé como caramelos de tinta amarga. Delicioso.
Entonces oí una vocecilla:
—¿Malkidian? ¿Vuelves a tus andadas?
Era Azaroth, flotando entre las páginas, con ese gesto que mezcla asombro y valentía. Un demonio con vocación de héroe. ¡El colmo! Yo, sin perder la compostura, le dediqué una sonrisa torcida.
—Oh, Azaroth, mi estimado… —me mofé—. He venido a rediseñar esta historia a mi gusto. ¿Qué te parece si la vaciamos un poco? Un cuento sin risas, sin metáforas, sin colores… ¡Un cuento hueco! ¿No es acaso perfecto?
Azaroth sacudió su cola y me miró con desaprobación.
—Las historias no te pertenecen, Malkidian —dijo—. Son de todos los que las leen.
—¡Ja! De todos… menos de mí. Lo que yo quiero es que estas historias me obedezcan. Ser el único autor, el amo de las palabras.
Seguimos avanzando. Azaroth me seguía el rastro, intentando salvar las frases que yo borraba. Recuerdo la cara de horror de una metáfora de flores danzarinas cuando la reduje a una frase seca: “Flores hay”. ¡Ja! Sin danza, sin música, sin magia. Sólo un puñado de palabras sin chispa. La metáfora gimió y se deshizo en polvillo gris. Azaroth, horrorizado, intentó rescatar otro fragmento poético: un cielo de papel de seda. “¿Cielo de papel de seda? ¡Bah!” Lo reduje a “cielo” y punto. La poesía no sirve si no se pone a mi servicio.
Pero Azaroth no se rendía. Me sigue doliendo el recuerdo de lo que sucedió al final. Llegamos a la Torre de las Portadas, el lugar donde late el corazón de la historia. Allí están las páginas más importantes, las que dan inicio y fin, las que contienen las llaves del cuento. Si yo las vaciaba, toda la narración se volvería una página en blanco, una nada perfecta donde sólo mi voz resonaría.
Sin embargo, Azaroth intentó detenerme con… ¡historias! Vaya insulto. Se puso a contar ante mi rostro malhumorado la aventura de la cucharita perdida. ¡Una cucharita! ¡Qué objeto tan ridículo! Me hablaba de la unión entre criaturas extrañas en torno a una pequeña pieza de metal, de cómo la risa compartida hacía que las palabras crecieran. Intenté tachar su relato, absorberlo con mi pluma. Pero las palabras de Azaroth no estaban escritas en la página, estaban en el aire, salían de su boca como si fueran melodías. Cada sílaba que pronunciaba brillaba y revivía las frases que yo había secado.
—¡Cállate! —grité—. ¡Cállate, maldito demonio!
Mas no pude hacer que sus historias dejaran de brotar. Una tras otra, imágenes, rimas, aventuras, chistes y susurros poéticos llenaron el ambiente. Las palabras cantaban, reían, ¡hasta bailaban! Mi pluma resbaló inútilmente sobre ellas, incapaz de capturar lo que ya no estaba atrapado en una página, sino en la imaginación.
Sentí el terror del vacío. Yo quería un universo a mi merced, pero las historias se multiplicaban al ser contadas, se hacían más fuertes cuanto más intentaba someterlas. Mis piernas temblaron. Un adjetivo revoltoso me hizo tropezar, un verbo travieso me empujó hacia el borde de la Torre. Era como pelear contra el viento: invisible, pero invencible si no lo entiendes.
Al final, tuve que huir. Salté por una ventana y me perdí entre nubes de papel rasgado. Por unos instantes, sentí el peso de mi derrota. Había intentado borrar la imaginación, vaciar la fantasía, y resultó que la fantasía se defiende sola cuando alguien se atreve a contarla en voz alta. No basta con absorber palabras escritas; las historias viven también en los corazones de quienes las recuerdan, quienes las escuchan, quienes las inventan.
Claro que volveré a intentarlo. Soy Malkidian, el más brillante hechicero oscuro de todos los tiempos. Aunque ahora lo sé: si quiero vencer a las historias, debo encontrar la forma de silenciar no las páginas, sino las voces que las comparten. Debo volverlas innecesarias. Debo persuadir a las criaturas para que no las narren más, para que las consideren insignificantes. Esa será mi próxima estrategia. Porque soy malo, malo. Y volveré.
Mientras tanto, ahí queda Azaroth, con su inocente fe en la imaginación, y las historias, sonriendo con sus letras relucientes. El mundo sigue girando entre páginas llenas de aventuras. Yo partí sin haberlo logrado esta vez. Pero la risa de Azaroth se quedó flotando en el aire, como un recordatorio de mi derrota, y aquella cucharita… Bah, ¡tarde o temprano también encontraré la forma de borrarla!
De momento, el Infierno de las Palabras se salvó. Pero que no canten victoria. Me siguen odiando, y eso es bueno, porque el odio también es una forma de recordar. Y las historias nacen del recuerdo, ¿no? Algún día torceré ese recuerdo a mi favor.
Algún día… la tinta se secará a mi manera.