Había una vez un hombre que no tenía nombre, ni cuerpo completo, ni siquiera una línea bien definida. Era, básicamente, una silueta. Y no una de esas elegantes que se ven en las sombras de la luna, sino una colección de rayas torcidas y trazos furiosos que parecían haber salido de una discusión entre un lápiz y una goma de borrar.
Vivía en una hoja de papel vieja y amarillenta, en un rincón olvidado del taller de un artista famoso por su falta de talento (pero no de ego). El artista, cuyo nombre no mencionaremos para evitar demandas, era conocido por crear obras tan confusas que la mayoría de sus cuadros terminaban siendo comprados por galerías que buscaban ahorrar en luz eléctrica: nadie los miraba lo suficiente como para necesitar iluminar el lugar.
La Silueta Rota había nacido de un ataque de frustración del artista, una mezcla accidental de trazos destinados a ser otra cosa (una lámpara, un perrito, o quizá una taza rota). Nadie lo sabía, ni siquiera él mismo. Cuando el artista lo dibujó, suspiró, lo miró con disgusto y murmuró:
—Esto no vale ni para subastar en una feria de caridad.
Así que la Silueta Rota fue arrojada al fondo de un cajón lleno de otros fracasos similares: círculos mal cerrados, formas que parecían intentar escapar de la hoja, y lo que claramente era un conejo que alguien había olvidado terminar.
Pasaron años. La Silueta Rota escuchaba las conversaciones de los otros bocetos en el cajón. Había historias de gloria frustrada (“¡Casi fui una portada de revista!”), de romances imposibles (“La curva del círculo perfecto siempre me miró raro…”), e incluso rumores de que algunas obras lograban escapar y convertirse en grafitis callejeros.
Pero la Silueta Rota tenía un problema: no era lo suficientemente completa para intentar nada. Le faltaba algo. Quizá una pierna, o un hombro, o, según un garabato de sombrero que lo miraba de reojo, "un poco de dignidad".
Una noche, en medio de un temblor causado por el artista buscando desesperadamente una hoja para escribir su lista de compras, el cajón cayó al suelo y se abrió de par en par. Los garabatos rodaron, huyendo hacia la libertad. Pero la Silueta Rota quedó atrapada entre las esquinas de dos hojas.
—Perfecto —suspiró—. No solo soy incompleto, sino también un desastre logístico.
Fue entonces cuando apareció un visitante inesperado: una rata. Pero no una rata normal. Esta llevaba un lápiz clavado en la cola, probablemente una especie de medalla ganada en sus incursiones nocturnas. La rata observó a la Silueta Rota con un ojo curioso (el otro parecía estar enfocado en un universo paralelo).
—¿Qué eres tú? —preguntó la rata.
—Un error con patas. Bueno, sin patas, en realidad. —La Silueta intentó sonar sarcástica, pero lo único que logró fue parecer aún más patética.
—Interesante —dijo la rata, afilando el lápiz contra una esquina del cajón—. Yo puedo arreglarte.
La Silueta Rota se quedó en silencio. ¿Arreglarlo? ¿Eso era posible? Claro, la idea de que una rata artista con un lápiz en la cola lo hiciera parecía… poco ortodoxa, pero, ¿qué podía perder?
Así que la rata comenzó a dibujar. No era precisamente Miguel Ángel, pero tampoco era el artista del taller, lo cual ya era un avance. Añadió una pierna aquí, un brazo allá, e incluso un sombrero absurdo porque, según dijo, “todos los personajes importantes tienen uno”. Cuando terminó, la Silueta Rota se levantó, tambaleándose un poco.
—No está tan mal —admitió.
—No agradezcas todavía —dijo la rata, con una sonrisa maliciosa—. Mi arte tiene un precio.
La Silueta Rota no tuvo tiempo de preguntar a qué se refería, porque en ese momento escucharon pasos. Era el artista, volviendo al taller con la lista de compras en la mano. Al ver la hoja con la Silueta “arreglada”, frunció el ceño. Luego, sonrió de una forma que hacía que incluso la rata se sintiera incómoda.
—¡Pero si esto es arte contemporáneo! —gritó—. ¡Qué profundidad, qué caos! ¡Es como si un dibujo intentara escapar de su propia existencia!
Esa misma semana, la Silueta Rota fue enmarcada y vendida por una fortuna obscena. Fue expuesta en una galería llena de críticos que aplaudían y decían cosas como “una reflexión sobre la identidad fracturada” y “un testimonio del absurdo existencial”.
Y la Silueta Rota, ahora completa y famosa, solo podía pensar en una cosa mientras colgaba de la pared:
—Debería haberle preguntado a la rata cuál era el precio.
Esa noche, en la oscuridad de la galería, escuchó un leve susurro. Era la rata, escondida entre las sombras.
—Espero que te guste ser famoso —murmuró—. Porque ahora, nunca podrás salir de ese marco.
Y así, la Silueta Rota descubrió que, a veces, alcanzar la perfección es solo el comienzo de un nuevo tipo de prisión.