En un tranquilo pueblo cuyas casas parecían dormitar bajo la tenue luz de las farolas, los secretos parecían más densos y oscuros que la misma noche. Y aunque todos los aldeanos estaban ya acostumbrados a la rutina y el silencio, esa noche, algo era diferente: una luna roja, grande y misteriosa, se cernía sobre ellos, bañando el pueblo con un resplandor carmesí.
En una pequeña casucha a las afueras del pueblo vivía Tino, un gato atigrado que, por una extraña mutación o quizás por pura curiosidad, había aprendido a caminar sobre dos patas. Tino no era valiente, ni mucho menos un aventurero. Sus días consistían en pequeñas rutinas: comer, dormir y observar a los aldeanos desde la ventana. Pero esa noche, la luna roja lo inquietaba profundamente.
Algo en el aire había cambiado. El viento llevaba consigo un suave murmullo, casi un susurro, que parecía llamar a Tino desde la oscuridad. Con un miedo que le erizaba el pelaje, el gato se asomó con cautela por la ventana, sus ojos amarillos escudriñando la noche. La luna roja lo miraba de vuelta, imperturbable y silente.
Los árboles se mecían como si conversaran en susurros y, de repente, Tino vio algo que le heló el alma: una sombra se deslizaba entre los árboles. Era más oscura que la noche y se movía con una gracia fluida que no parecía terrenal. Tino, con el corazón palpitante de terror, se preguntaba si debería esconderse o huir.
Pero la curiosidad, ese rasgo tan felino, lo empujó a salir. Abrió cautelosamente la puerta de su casa, que chirrió en protesta, y se aventuró fuera. La luna roja lo bañaba todo en tonos de sangre y sombra, y cada hoja y cada piedra parecían contener un secreto oscuro.
Caminando sobre sus patas traseras, Tino se sintió expuesto y vulnerable bajo la inmensa bóveda celeste. La sombra se movía siempre al borde de su visión, escurridiza, incitante. Seguía sin saber si lo que veía era real o un truco de la luz lunar.
El camino lo llevó hasta el viejo molino, un lugar que los aldeanos evitaban de noche. Decían que los viejos engranajes, carcomidos por el tiempo, aún giraban solos cuando la luna llena iluminaba el cielo. Tino, respirando con dificultad por el miedo, se acercó a la puerta entreabierta del molino.
Una vez dentro, la sombra se desvaneció como si se hubiera absorbido en las paredes. Tino, con el corazón latiendo en sus oídos, exploró el lugar. Había un silencio sepulcral, roto solo por el crujir de la madera antigua y el ocasional goteo de agua.
De repente, el misterio se reveló. Delante de él, iluminado por la luz de la luna roja que se filtraba por una rendija, había un espejo grande, polvoriento pero intacto. Tino se acercó y lo que vio lo dejó paralizado. La sombra era su propio reflejo distorsionado por el vidrio viejo y ondulado del espejo. Lo que había seguido no era más que su propia figura amplificada y deformada por el juego de luces y sombras de la noche.
Aliviado pero aún temblando, Tino rió para sus adentros. Su aventura había terminado y el misterio no era tal. Solo era él, un simple gato, en medio de un juego de luces y sombras bajo la mirada de una luna roja.
Con el corazón más ligero, regresó a su hogar. La noche seguía siendo un manto de misterios, pero ahora sabía que, a veces, los miedos más grandes residen en las sombras de nuestra propia imaginación. Tino se acurrucó en su camita, observando cómo la luna roja se desvanecía en el amanecer y con ella, la oscuridad de la noche.