Había una vez, en un pequeño pueblo llamado Sombrerillo de las Cumbres, un lugar que se encontraba justo en el borde de un bosque tan espeso que hasta la luz del sol necesitaba un mapa para encontrar su camino. Este pueblo era famoso por una leyenda que se contaba entre sus habitantes desde tiempos inmemoriales: la leyenda del Jinete Sin Cabeza.
"¡Cuidado con el Jinete Sin Cabeza!" decían las abuelas a los niños traviesos que corrían por las calles empedradas. "¡Si te quedas despierto hasta tarde, él vendrá por ti montado en su caballo negro como la noche!"
Los niños se reían, pensando que las abuelas simplemente querían que se fueran a dormir temprano. Pero en el fondo, cuando la luna desaparecía detrás de las nubes y los grillos dejaban de cantar, todos sentían un pequeño escalofrío recorrerles la espalda. Porque, en verdad, nadie sabía quién era ese jinete, de dónde venía, ni qué quería.
Un buen día, o mejor dicho, una buena noche (porque las cosas espeluznantes casi siempre ocurren de noche), el cielo se cubrió con un manto de nubes negras que parecían hechas de tinta derramada. No había luna, no había estrellas, y el viento susurraba secretos que nadie quería escuchar.
En el bosque, algo extraño estaba ocurriendo. Los árboles, que normalmente solo se dedicaban a ser árboles, comenzaron a crujir y susurrar, como si discutieran entre ellos. Los animales del bosque se escondieron en sus madrigueras, y los búhos, siempre tan sabios, decidieron que esa era una buena noche para mantener el pico cerrado.
Y entonces, se oyó un ruido. Un ruido que nadie, ni en Sombrerillo de las Cumbres ni en los pueblos vecinos, había escuchado antes. Era un sonido metálico, como el de una espada arrastrándose por el suelo, mezclado con el galope de un caballo. Pero lo más extraño de todo, lo que hizo que el corazón de todo aquel que escuchaba se acelerara, era el sonido de algo rodando por el suelo, como una calabaza que alguien hubiera dejado caer.
Los valientes que osaron asomarse por la ventana juraron que vieron una sombra pasar galopando a toda velocidad por las calles, una sombra sin cabeza.
Ahora, debo decirte algo sobre el Jinete Sin Cabeza que no se menciona en la mayoría de las historias. Resulta que, en realidad, el Jinete no era tan aterrador como todos pensaban. Claro, era un poco espeluznante, y sí, le faltaba la cabeza, lo cual era una gran desventaja en el juego de las adivinanzas. Pero lo que casi nadie sabía era que el Jinete Sin Cabeza tenía un pequeño gran problema: ¡había perdido su sombrero!
El Jinete, cuyo nombre verdadero era Roderico (aunque nadie lo llamaba así desde que perdió la cabeza), había sido en vida un apuesto caballero, famoso por su elegante sombrero de ala ancha. A donde quiera que fuera, su sombrero lo acompañaba, y aunque ahora no tenía cabeza, seguía obsesionado con recuperarlo.
Esa noche sin luna, el Jinete galopaba sin rumbo fijo por el pueblo, buscando su sombrero. Había perdido la cabeza (literalmente) en una de esas tantas batallas absurdas que los caballeros libraban en tiempos antiguos. La cabeza, de alguna manera, había terminado rodando por una colina, y en el proceso, el sombrero había volado por los aires, perdiéndose en el bosque.
Desde entonces, el pobre Roderico no podía descansar en paz. Sin cabeza, no podía ver ni oír, pero de alguna manera sabía que su sombrero estaba cerca, y no podía dejar de buscarlo. Así que cada noche, cuando la luna se escondía, él salía en su caballo negro, confiando en su instinto (o lo que sea que le quedara de él) para encontrarlo.
Pero lo que no sabía el Jinete era que su sombrero no era un sombrero común y corriente. Oh, no. Este sombrero tenía vida propia. Había adquirido conciencia en el momento en que se separó de su dueño, y desde entonces, se había dedicado a vivir sus propias aventuras por el bosque. A veces, se dejaba llevar por el viento, viajando por los cielos como un sombrero volador, y otras veces, se posaba sobre la cabeza de algún animal despistado, dándole un aspecto elegante por un rato.
Así fue como, una tarde de otoño, el sombrero se posó sobre la cabeza de un pequeño mapache llamado Rodrigo (sí, se llamaba igual que el Jinete, pero con una letra diferente, lo cual causaría confusión más adelante). Rodrigo el mapache era un tipo muy astuto, y cuando el sombrero aterrizó sobre su cabeza, se sintió de repente muy importante. "¡Qué elegante soy!" pensó mientras se miraba en el reflejo de un charco.
El sombrero, contento de tener un nuevo compañero, decidió quedarse un rato con Rodrigo. El mapache, por su parte, empezó a comportarse como si fuera la criatura más distinguida del bosque. Caminaba erguido, con un aire de superioridad, y pronto se convirtió en el líder no oficial de los animales del lugar.
Lo que Rodrigo no sabía era que el sombrero estaba, en cierto modo, buscando a su verdadero dueño. Aunque disfrutaba de sus aventuras con el mapache, algo en su forro interior le decía que su lugar no era en la cabeza de un pequeño peludo, sino sobre un caballero sin cabeza.
Mientras tanto, en el pueblo, los rumores sobre el Jinete Sin Cabeza crecían. Algunos decían que buscaba venganza, otros que quería recuperar algo valioso. Pero solo los más viejos, los que recordaban historias de tiempos remotos, sospechaban la verdad: el Jinete buscaba su sombrero.
Pero Roderico, el Jinete Sin Cabeza, no era el único que lo estaba buscando. En el bosque, había otra figura misteriosa: un extraño hombrecillo llamado Cornelius, que llevaba años obsesionado con los objetos mágicos. Cornelius era un coleccionista, pero no de estampillas o monedas, sino de cosas raras y encantadas. Y cuando escuchó la leyenda del Jinete y su sombrero, decidió que lo quería para su colección.
Cornelius era un hombrecillo peculiar, con una barba que parecía hecha de musgo y unos ojos tan pequeños que casi necesitabas una lupa para verlos. Se decía que había pasado la mayor parte de su vida buscando artefactos mágicos en los rincones más oscuros del mundo. Había encontrado una flauta que hacía bailar a las piedras, un espejo que solo reflejaba lo que soñabas ser, y un paraguas que siempre sabía cuándo iba a llover. Pero un sombrero con vida propia, ¡eso sería la joya de su colección!
Así que Cornelius empezó a seguir al Jinete Sin Cabeza, esperando que lo llevara hasta el sombrero. Por supuesto, no iba a ser tan fácil como él pensaba.
Una noche especialmente oscura, mientras el Jinete galopaba por el bosque, sintió una presencia extraña. Bueno, "sentir" no es exactamente la palabra, porque sin cabeza era complicado sentir algo en la forma habitual. Pero había algo en el aire, una especie de hormigueo que le decía que no estaba solo.
Cornelius, escondido tras un árbol, observaba con detenimiento. Sabía que el sombrero estaba cerca, lo sentía en sus huesos. Y efectivamente, en ese mismo instante, el sombrero, que descansaba sobre la cabeza de Rodrigo el mapache, sintió la presencia de su antiguo dueño. Se levantó suavemente y, antes de que Rodrigo pudiera decir "¡Espera, mi accesorio favorito!", el sombrero salió volando hacia el Jinete.
El sombrero flotó en el aire, girando como una hoja en el viento, y aterrizó suavemente sobre los hombros del Jinete Sin Cabeza. Pero, por supuesto, sin cabeza, el sombrero simplemente se quedó ahí, como una olla puesta al revés.
Rodrigo, que había corrido tras su sombrero volador, llegó justo a tiempo para ver el momento. El pobre mapache se sintió traicionado, y sin pensarlo dos veces, saltó sobre el caballo del Jinete, agarrando el sombrero con sus pequeñas patas.
Cornelius, al ver que el mapache intentaba escapar con el sombrero, se lanzó a la acción. Pero antes de que pudiera atrapar a Rodrigo, el sombrero, que no estaba dispuesto a quedarse quieto, se sacudió y ambos, sombrero y mapache, salieron volando de nuevo.
El Jinete, ahora completamente desconcertado (lo que es decir mucho para alguien sin cabeza), intentó seguirlos. Pero sin ver a dónde iba, terminó galopando en círculos, mientras Cornelius corría detrás de él, sin saber si reír o llorar.
Finalmente, después de un buen rato de correr, volar, y dar vueltas, los protagonistas de nuestra historia se encontraron en un claro del bosque. El sombrero, agotado de tanto ir y venir, decidió que era hora de descansar. Así que, en un giro inesperado, se posó sobre la cabeza de Cornelius.
Cornelius, sorprendido, se quedó quieto. De repente, una serie de imágenes empezaron a pasar por su mente: el Jinete en sus días de gloria, el sombrero siendo confeccionado por un habilidoso sombrerero, y finalmente, la gran batalla en la que todo había comenzado.
Al entender la verdadera historia del sombrero, Cornelius se dio cuenta de que no podía simplemente quedárselo. Era un sombrero con un propósito, con una historia, y pertenecía a su dueño legítimo, aunque éste ya no tuviera cabeza.
Con una mezcla de tristeza y resignación, Cornelius devolvió el sombrero al Jinete Sin Cabeza. Y entonces ocurrió algo mágico. El sombrero, al sentir el toque de su dueño, comenzó a brillar con una luz suave, y en un abrir y cerrar de ojos, la cabeza de Roderico apareció de nuevo sobre sus hombros.
"¡Mi cabeza!" exclamó el Jinete, o mejor dicho, Roderico, mientras tocaba su rostro, asegurándose de que estaba completo. Y entonces, una amplia sonrisa apareció en su rostro. "¡Y mi sombrero!"
Los animales del bosque, que habían estado observando todo desde la seguridad de los arbustos, salieron de sus escondites y comenzaron a aplaudir con entusiasmo. Rodrigo, el mapache, aunque un poco decepcionado por haber perdido su accesorio favorito, también aplaudió, reconociendo que el sombrero estaba en su lugar legítimo.
Cornelius, por su parte, sonrió satisfecho. No había conseguido el sombrero para su colección, pero había vivido una aventura extraordinaria, y eso valía más que cualquier objeto mágico.
Y así, el Jinete Sin Cabeza, ahora con cabeza y sombrero, decidió que era hora de dejar de asustar a la gente del pueblo. Volvió a su descanso eterno, pero esta vez, con la paz de saber que estaba completo.
Sombrerillo de las Cumbres volvió a ser un pueblo tranquilo, aunque la historia del Jinete y su sombrero se siguió contando por generaciones. Los niños, como siempre, seguían corriendo por las calles, y las abuelas seguían advirtiendo: "¡Cuidado con el Jinete Sin Cabeza! Pero no te preocupes, mientras no le quites el sombrero, estarás a salvo".
Os prometí que revelaría la importancia del parecido del nombre, pero al final, parece que fui yo quien perdió la cabeza