En el pequeño y peculiar pueblito de Zum Zum, donde los gallos cantaban en clave de sol y las vacas practicaban el yoga a la salida del sol, había un panteón que nadie en su sano juicio visitaba después del anochecer. Esto no era por miedo a los fantasmas, sino porque todos sabían que los jueves por la noche, Don Eusebio, el esqueleto bailarín, se levantaba de su tumba para sacudir sus huesos al ritmo de una música que sólo él podía oír.
Don Eusebio había sido en vida el bailarín más elegante que Zum Zum había conocido. Su sombrero de copa y su bastón eran tan famosos como su habilidad para la salsa, el merengue y, por supuesto, el breakdance. Una noche, mientras hacía una pirueta especialmente complicada, Don Eusebio simplemente se cayó muerto de risa y desde entonces, ni la muerte pudo detener su pasión por el baile.
Un jueves cualquiera, Pepito, un chico con más curiosidad que sentido común, decidió que era hora de ver por sí mismo si la leyenda era cierta. Armado con una linterna, un viejo radio portátil y un paquete de galletas de chocolate, se adentró en el panteón justo cuando el reloj de la iglesia daba las doce campanadas.
El panteón estaba más silencioso que una biblioteca en día festivo. Pepito caminó entre las lápidas, susurrando disculpas a cada una por si acaso. Llegó a la tumba de Don Eusebio, una lápida adornada con inscripciones que prometían entretenimiento eterno, y esperó. Justo cuando pensaba que todo era una broma, el suelo empezó a temblar.
Con un crujido y un chirrido, la tierra se abrió y de ella emergió Don Eusebio, tan esquelético y elegante como siempre, con su sombrero de copa bien ajustado y su bastón reluciente. Sin siquiera mirarlo, Don Eusebio comenzó a moverse al compás de una música invisible, sus huesos resonando con un ritmo imposible de ignorar.
Pepito, boquiabierto, decidió que no podía dejar pasar la oportunidad. Encendió su radio y, tras un momento de búsqueda estática, encontró una estación que transmitía música de cumbia. Don Eusebio se detuvo, miró a Pepito con sus cuencas vacías y, tras un breve instante, sonrió (al menos eso parecía) y comenzó a bailar al ritmo de la cumbia.
Los movimientos del esqueleto eran tan fluidos y precisos que Pepito no pudo hacer más que intentar seguirle el paso. Al cabo de unos minutos, ya no sabía si estaba bailando con Don Eusebio o con el propio espíritu de la música. De pronto, la cumbia se detuvo y una voz de locutor anunció: “¡Y ahora, un poco de reguetón!”
Sin perder un segundo, Don Eusebio cambió de estilo, moviéndose con tal soltura que Pepito tuvo que admitir que jamás había visto a nadie bailar reguetón con tanto estilo, menos aún un esqueleto. Pero lo más extraño no era el baile en sí, sino cómo las flores del panteón empezaron a brillar y los cuervos aplaudían con sus alas.
A medida que la noche avanzaba, Pepito y Don Eusebio bailaron una variedad de estilos, desde tango hasta rock and roll. Cada cambio de canción traía consigo una nueva sorpresa: estatuas que giraban como trompos, árboles que chasqueaban los dedos al ritmo de la música, y un gato negro que hacía piruetas como si fuera un acróbata de circo.
Finalmente, cuando la primera luz del amanecer comenzó a teñir el cielo, Don Eusebio hizo una reverencia final, su sombrero de copa inclinándose con una elegancia que desafiaba toda lógica. Con un último crujido, el esqueleto se deslizó de nuevo a su tumba, dejando a Pepito solo en el panteón, agotado pero lleno de una alegría inexplicable.
Pepito volvió a casa, donde su madre lo regañó por haber estado fuera toda la noche, pero ni siquiera eso pudo borrar la sonrisa de su cara. Desde entonces, cada jueves, Pepito regresaba al panteón para ver a su amigo esqueleto y compartir un baile. La gente de Zum Zum empezó a notar un cambio en el pueblito: las vacas practicaban tango, los gallos cantaban ópera y hasta los perros meneaban la cola al ritmo de la música.
Y así, la leyenda del esqueleto bailarín de Zum Zum se convirtió en un secreto a voces, un recordatorio de que, a veces, la vida (y la muerte) pueden ser más absurdas y maravillosas de lo que jamás imaginamos.