En un reino muy, muy lejano, donde las ovejas pastaban en campos de algodón de azúcar y los caballeros montaban unicornios que roncaban melodías de jazz, vivía un dragón llamado Federico. Pero Federico no era un dragón cualquiera; él era un poeta. Sus escamas, cambiantes como el humor de un gato, reflejaban todos los colores del arcoíris, y sus alas de cristal brillaban con una luz que solo podía describirse como “¡Oh, qué bonito!”
Luminaria era un lugar donde lo improbable se daba la mano con lo imposible y bailaban el vals. Las casas estaban hechas de queso (del tipo que no huele mal, por supuesto) y los ríos eran de chocolate con malvaviscos flotando. En el centro del reino, se alzaba el Gran Castillo de Estrellas, cuya torre más alta tocaba las nubes, o al menos, eso decía el cartel en la entrada. Allí vivía la princesa Estela, una joven con el cabello del color de la miel y ojos tan azules como el cielo en un día de picnic perfecto. Estela tenía un espíritu aventurero y una curiosidad insaciable, que solo se podía igualar con su habilidad para meterse en líos.
Federico, el dragón poeta, era conocido por sus rimas absurdas y mágicas. Cuando decía cosas como “la rana montana tocaba la campana”, una rana gigante aparecía en la montaña más cercana y comenzaba a tocar una campana invisible. Las gentes de Luminaria amaban a Federico por su capacidad de hacer que los días aburridos fueran increíblemente extraños.
Pero un día, las cosas se salieron de control. Estela, en su interminable búsqueda de aventuras, encontró a Federico en su cueva, rodeado de montañas de pergaminos y tinta dorada. “¡Hola, Federico!” saludó Estela. “¿Qué poema estás escribiendo hoy?”
Federico, con una sonrisa que podría derretir el corazón de un gnomo, respondió: “Estoy trabajando en una oda a los peluches guerreros. Escucha esto: ‘Los osos de felpa, con armadura de crema, marchan al ritmo de un tambor de frambuesa’”.
Antes de que Estela pudiera reaccionar, el suelo comenzó a temblar y, de repente, de todos los rincones del reino, peluches de todos los tamaños y formas comenzaron a cobrar vida. Osos, conejos, unicornios y hasta un tiburón de peluche, todos equipados con pequeñas armaduras y armas de juguete, marchaban hacia el Gran Castillo de Estrellas.
La situación era absurda, incluso para los estándares de Luminaria. Los peluches guerreros avanzaban, sus ojitos brillando con determinación mientras los habitantes del reino, sin saber si reír o correr, intentaban entender qué estaba pasando. Los unicornios, que hasta entonces roncaban melodías de jazz, ahora tocaban una fanfarria épica para los peluches.
“¡Federico, detén esto!” exclamó Estela, tratando de no reír al ver a un conejo de felpa tratando de blandir una espada de caramelo.
Federico, al darse cuenta del lío en que había metido a todos, frunció el ceño y comenzó a pensar rápidamente. “Necesito un poema que deshaga este caos,” murmuró.
Con su pluma mágica, Federico empezó a escribir frenéticamente: “Los peluches valientes, ahora van a descansar, en sus camas de algodón, a sus sueños regresar”.
Mientras Federico recitaba las líneas, los peluches guerreros comenzaron a bostezar (si es que los peluches pueden bostezar) y, uno a uno, se desplomaron suavemente en el suelo, volviendo a ser simples juguetes de felpa.
Estela suspiró aliviada y se acercó a Federico. “Eso fue... interesante,” dijo con una sonrisa. “Tal vez podrías probar con algo menos... animado la próxima vez.”
Federico asintió, visiblemente aliviado también. “Sí, creo que tal vez una oda a las flores que no se mueven sería una mejor idea.”
Pero justo antes de empezar, Federico no pudo resistir la tentación de hacer una última rima absurda: “El zapato gigante baila en un instante, mientras los gatos tocan el acordeón brillante.”
En ese mismo momento, un zapato gigante apareció en el centro del reino y comenzó a bailar una jig animada, mientras un grupo de gatos con sombreros diminutos sacaron acordeones y empezaron a tocar una melodía pegajosa. Los habitantes de Luminaria, acostumbrados a lo improbable, simplemente se unieron al baile.
Estela, riendo a carcajadas, dijo: “Bueno, al menos es un final feliz.”
Federico se encogió de hombros y sonrió. “Quizás no todo lo absurdo sea tan malo después de todo.”
Y así, en el reino de Luminaria, la vida continuó siendo un poco más absurda, pero siempre llena de magia y risas.