En un rincón apartado de la vasta campiña, rodeada de montañas cubiertas de verdes bosques y arrozales que se mecen al ritmo del viento, se encontraba una pequeña aldea. Sus casas, de techos curvados y paredes de madera oscura, parecían susurrar historias antiguas cuando caía la noche. Los habitantes eran sencillos, dedicados a la agricultura y a la pesca en el río que serpenteaba por la ladera.
La aldea era conocida por su festival de las luces, que se celebraba cada año en la primera luna llena del verano. Durante esa noche, las familias adornaban sus casas con faroles de papel que iluminaban las calles como estrellas en el cielo. Pero detrás de esa alegría, una leyenda oscura acechaba, una historia que los ancianos contaban a los niños para mantenerlos cerca del hogar cuando caía la noche.
Se decía que, al caer la oscuridad, algunos de los aldeanos se transformaban en seres extraños conocidos como los Rokurokubi. Estas criaturas, con cuerpos humanos durante el día, poseían un secreto aterrador: al llegar la noche, sus cuellos podían estirarse sin límites, convirtiéndose en sombras que se deslizaban entre los árboles y las casas. Se decía que los Rokurokubi merodeaban en busca de almas desprevenidas, llevando a quienes atrapaban a un mundo donde el tiempo se detiene y la realidad se vuelve confusa.
Una noche, mientras las luces del festival brillaban en toda la aldea, un niño llamado Hiro, curioso y aventurero, decidió explorar más allá de los límites conocidos. Tenía una sonrisa que iluminaba su rostro y una risa contagiosa, siempre listo para descubrir los misterios del mundo. Aquella noche, la luna llena iluminaba el cielo, y la atmósfera estaba cargada de emoción.
Hiro se adentró en el bosque, dejando atrás el bullicio del festival. Los árboles, altos y oscuros, se alzaban como guardianes del misterio, sus hojas susurrando al viento. A medida que avanzaba, el aire se volvió más fresco, y la luz de la luna apenas lograba penetrar entre las ramas. En su corazón, sentía un cosquilleo de emoción y un ligero temor. Sabía de las historias sobre los Rokurokubi, pero su curiosidad era más fuerte que su miedo.
Mientras exploraba, Hiro se encontró con una pequeña cabaña, oculta entre la maleza. La puerta de madera estaba entreabierta, y una tenue luz titilaba en su interior. Sin pensarlo, se acercó y empujó la puerta. El chirrido resonó en la oscuridad, y Hiro sintió un escalofrío recorrer su espalda.
Dentro, la cabaña estaba decorada con extrañas pinturas y objetos que parecían contar historias de tiempos antiguos. Un anciano de cabello canoso y ojos penetrantes estaba sentado en una mesa, rodeado de velas que proyectaban sombras danzantes en las paredes. Hiro, intrigado, se acercó al anciano, quien lo miró con una sonrisa sabia.
—Bienvenido, joven aventurero —dijo el anciano, su voz resonando como el eco de un río antiguo—. Has llegado a un lugar donde los secretos de la noche cobran vida.
Hiro, con valentía, preguntó sobre los Rokurokubi. El anciano se inclinó hacia adelante, como si compartiera un secreto solo con él.
—Los Rokurokubi son seres atrapados entre dos mundos —explicó—. Durante el día, viven entre nosotros, pero cuando la luna llena brilla, su verdadera forma despierta. No son solo monstruos; en sus corazones, llevan la tristeza de la soledad.
El niño sintió una mezcla de miedo y compasión. El anciano continuó, relatando la historia de una Rokurokubi que, años atrás, había sido una hermosa joven de la aldea. Su nombre era Yuki, y había sido amada por todos. Pero una noche, un hechizo la condenó a convertirse en lo que era ahora, un ser que solo podía encontrar compañía en la oscuridad.
—Ella vaga por el bosque, buscando su reflejo en el agua —dijo el anciano—. Su historia es un eco de las almas que, por miedo, se apartan de los demás.
Intrigado y con el deseo de ayudar, Hiro decidió buscar a Yuki. El anciano, sorprendido por su valentía, le ofreció un talismán, un pequeño amuleto que brillaba con la luz de las estrellas.
—Este talismán te protegerá —dijo—. Pero recuerda, debes enfrentar tus miedos para ayudarla a encontrar la paz.
Con el talismán en su bolsillo, Hiro se adentró más en el bosque. La luna brillaba intensamente, proyectando sombras largas y misteriosas. Cada crujido de las ramas lo hacía sentir nervioso, pero su determinación lo mantenía en movimiento. Finalmente, llegó a un claro donde el río reflejaba la luna como un espejo brillante.
Allí, se encontró con una figura espectral. Era Yuki, su figura etérea rodeada de luz plateada. Su cuello se alargaba y se retorcía, y sus ojos brillaban con una tristeza infinita. Hiro, sin dudar, se acercó y levantó el talismán.
—Yuki —dijo con firmeza—. No estás sola. He venido a ayudarte.
La Rokurokubi se detuvo, y sus ojos se encontraron con los de Hiro. En lugar de temor, vio comprensión en el rostro del niño. Su transformación comenzó a desvanecerse, y su cuello se encogió, permitiéndole acercarse a él.
—¿Por qué no te alejas? —preguntó Yuki, su voz como un susurro en la brisa nocturna—. Todos huyen de mí.
—Porque sé que eres más que una leyenda —respondió Hiro—. Quiero ayudarte a encontrar la luz que has perdido.
Con esas palabras, algo cambió en el aire. Yuki sintió que su corazón, que había estado encerrado en la oscuridad, comenzaba a latir de nuevo. A su alrededor, las sombras parecían danzar, y el bosque resonaba con susurros de esperanza.
Juntos, comenzaron a caminar a lo largo del río, donde las luces de las luciérnagas parpadeaban como estrellas caídas. Hiro le habló sobre su vida en la aldea, de la alegría del festival de las luces y de cómo todos la recordaban. Yuki escuchaba, absorbiendo cada palabra, su alma liberándose poco a poco del peso de su transformación.
Sin embargo, el miedo no desapareció por completo. Al llegar a un puente de madera, el ambiente se tornó tenso. Un murmullo se hizo más fuerte, y las sombras comenzaron a alargarse. Hiro sintió un escalofrío y comprendió que los otros Rokurokubi estaban cerca, atraídos por la luz que emanaba de su encuentro.
—Debemos ser rápidos —dijo Hiro, tomando la mano de Yuki—. No dejes que el miedo te consuma.
A medida que avanzaban, las sombras se acercaban, y los rostros de otros Rokurokubi comenzaron a asomarse entre los árboles, mirándolos con ojos vacíos y melancólicos. Pero Hiro, aferrándose al talismán, alzó la mano.
—¡No están solos! —gritó—. ¡Ustedes pueden encontrar la paz también!
Las criaturas titubearon, y las sombras se detuvieron. Hiro, con valentía, continuó hablando sobre la alegría de ser aceptados, de no temer a la luz que puede brillar incluso en la oscuridad. Poco a poco, las sombras comenzaron a disiparse, y los Rokurokubi se transformaron, sus formas alargadas regresando a la apariencia de los aldeanos que alguna vez fueron.
La atmósfera se llenó de una luz cálida, y Yuki sonrió por primera vez en siglos. Juntos, los Rokurokubi y Hiro se dirigieron de regreso a la aldea. El festival de las luces aún brillaba en el horizonte, y al llegar, las familias los recibieron con abrazos y risas. La alegría inundó el aire, y los Rokurokubi, una vez temidos, se unieron a la celebración, llevando consigo la historia de su liberación.