Había una vez, en tiempos antiguos y remotos, un pequeño pueblo perdido en los pliegues del bosque profundo, rodeado por colinas donde el viento siempre parecía arrastrar secretos. Ese lugar era Aldeabruma, un rincón olvidado del reino, donde el aire era espeso y las noches, especialmente aquellas en que la luna se ocultaba, traían consigo una atmósfera de misterio.
Los habitantes de Aldeabruma vivían sus días en una extraña calma, sabiendo que cada ocaso escondía algo más allá de lo que sus ojos podían ver. La bruma que envolvía al pueblo desde el crepúsculo hasta el amanecer nunca era igual. Tenía una cualidad pesada, casi como si quisiera impedir que algo escapara. Pero lo más inquietante no era esa densa niebla, sino lo que ocurría durante las noches más oscuras, cuando la luna se negaba a brillar y todo parecía detenido en una extraña quietud: era en esos momentos cuando los caballos fantasma rompían a galopar.
Decían los más ancianos del lugar que estos caballos no eran comunes. Eran figuras espectrales, formadas por sombras y viento, con crines que parecían estar hechas de la misma neblina que se filtraba entre los árboles. No tenían un cuerpo sólido, pero sus formas se dibujaban claras bajo la luz titilante de las estrellas. No había jinete que los dirigiera, pero galopaban como si obedecieran una llamada, como si buscaran algo perdido hace mucho tiempo.
Cuentan que los caballos eran vistos sólo por aquellos que no sabían lo que era el miedo, por las almas que aún no entendían el peso de lo desconocido. Los niños del pueblo escuchaban la leyenda en las voces temblorosas de sus abuelos, siempre con la sensación de que había algo en esa historia que nunca se contaba del todo.
Para los más escépticos tenéis que saber que había quienes decían haberlos visto. Los campesinos que trabajaban en los campos más alejados del bosque aseguraban haber percibido sus vagas formas al borde de su visión, justo antes de que las sombras los envolvieran. Y aunque nunca dejaban su impronta en el suelo, el viento traía el eco de sus cascos galopando en la distancia, un sonido suave y constante que erizaba la piel de quienes lo escuchaban.
Muchos aseguraban que estos caballos eran los guardianes de un antiguo secreto, un misterio que había quedado enterrado en las colinas hace generaciones. Decían que en tiempos de guerra, cuando el reino estaba dividido, un ejército de caballeros cabalgó hacia una batalla que nunca debió ser librada. Montaban los caballos más majestuosos que los reinos habían visto, criaturas poderosas que rugían con cada zancada. Sin embargo, la guerra era oscura, y aquellos caballeros fueron traicionados.
En lo profundo de las colinas, en una noche sin luna, los caballeros fueron emboscados. Fueron derrotados no por la fuerza de sus enemigos, sino por la traición de quienes creían sus aliados. Sus caballos, desesperados, huyeron al bosque, pero nunca regresaron. Se dice que en lugar de encontrar descanso, quedaron atrapados entre este mundo y el siguiente, condenados a galopar eternamente, buscando a sus amos caídos o tal vez una forma de extirpar su destino maldito.
Pero el verdadero temor no era solo ver a los caballos, lo peor era cruzarse en su camino. Se contaba que si alguien los encontraba directamente, algo extraño ocurría. A los pocos días, esa persona comenzaba a desvanecerse. Primero, su reflejo en el agua ya no respondía a sus movimientos. Luego, su sombra parecía volverse más pequeña, hasta que un día, simplemente desaparecían. Y aquellos que se esfumaban en el aire no dejaban rastro, salvo una leve impresión en la hierba, como si un caballo hubiera pasado por allí recientemente.
Aldeabruma sabía bien lo que significaba vivir bajo esa sombra, pues en las colinas cercanas al pueblo, más de uno había desaparecido. Primero fueron cazadores que se aventuraron demasiado lejos tras su presa, también algún valiente viajero que ignoraba las advertencias de los lugareños. Y aunque aquellas gentes nunca aparecieron, los aldeanos hablaban en susurros, diciendo que los caballos se los habían llevado, galopando con ellos hacia el reino de las sombras.
La bruja del pueblo, una anciana llamada Galina, era la única que parecía conocer la historia completa. Nadie recordaba desde cuándo vivía en Aldeabruma; para los más jóvenes, ella siempre había estado allí. Galina, con su cabello blanco como la nieve y ojos que brillaban como brasas apagadas, caminaba encorvada por el pueblo, hablando poco y observando mucho. A veces se la veía en los límites del bosque, mirando fijamente hacia las colinas, como si esperara algo o a alguien.
Galina conocía las leyendas mejor que nadie, y sabía que no eran solo historias para asustar a los niños. Decía que, en sus días de juventud, había oído hablar de una maldición mucho más antigua que el pueblo mismo, una maldición que envolvía a aquellos caballos. Decía que, si uno escuchaba el galopar en la noche y miraba hacia las colinas, podía distinguir sus siluetas, pero nunca debía intentar seguirlos. Eran guardianes de un reino que no era para los vivos.
Contaba, en noches frías junto al fuego, que los caballos fantasma no eran como los espíritus comunes. No se podían espantar con amuletos o con rezos. Eran criaturas que se alimentaban del miedo, pero también de la curiosidad de aquellos que querían desafiarlos. Si alguien los seguía, su alma se perdería para siempre en la espesura del bosque, atrapada entre el mundo de los vivos y el de los muertos, como los propios caballos.
Pero había algo más que nunca contaba en sus historias, algo que solo susurros en la oscuridad conocían: Galina, en su juventud, había visto a los caballos. Había sentido el viento frío a su alrededor, había visto las sombras de sus crines ondulando bajo las estrellas y había oído el eco de sus cascos en la lejanía. Ella había sobrevivido, sí, pero con un precio. Desde entonces, sus sueños siempre estaban poblados por galopes distantes y sombras que la vigilaban desde la penumbra. Sabía que no la habían olvidado…