Cuentan los ancianos, aquellos cuyas voces parecen arrastrar siglos de susurros olvidados, que más allá de las colinas y de los campos helados, se extiende un bosque oscuro y retorcido como una pesadilla hecha de ramas y sombras. Ese bosque tiene un nombre prohibido, un nombre que nadie se atreve a pronunciar en voz alta: El Espino Negro. Allí, dicen, la bruja Baba Yaga habita en una choza que se mueve sobre patas de gallina, oculta entre árboles tan viejos que parecen haber nacido junto con la misma tierra.
Anya había crecido escuchando esas historias, envuelta en las mantas gruesas de su abuela durante las largas noches de invierno. Las llamas del fuego danzaban en la chimenea, proyectando sombras inquietantes en las paredes mientras la voz temblorosa de la anciana advertía: “Nunca te acerques al Espino Negro. Nunca, Anya, por más que te llame. Baba Yaga no conoce misericordia”. Y aunque esas palabras se clavaban en su pecho como garras frías, algo en lo profundo de su ser despertaba una fascinación extraña, un deseo prohibido de saber qué había más allá de lo que todos temían.
Un día, tras la marcha de su abuela, la necesidad de enfrentarse a lo desconocido se tornó irresistible. La tristeza había plantado una semilla en su corazón, y el viento que soplaba desde el Espino Negro parecía murmurarle, llamándola por su nombre en la quietud de las noches. Aquel día, con las últimas luces del crepúsculo extinguiéndose en el horizonte, Anya se adentró en el bosque, desoyendo las advertencias, siguiendo el camino sinuoso hacia las entrañas del misterio.
El aire cambió tan pronto cruzó los primeros árboles. El viento, que en el pueblo siempre traía el aroma de la hierba seca, aquí era pesado, denso como un susurro que se arrastraba entre las ramas. El suelo bajo sus pies se volvía blando, fangoso, y las raíces de los árboles parecían alzarse del suelo como dedos retorcidos que buscaban aferrarse a cualquier cosa viva que se atreviera a pasar. A cada paso que daba, el mundo se cerraba más sobre ella. Los árboles se alzaban como gigantes deformes, sus copas entrelazadas bloqueando la luz, sumiendo todo en una penumbra fría, irreal.
Anya sentía que el bosque la observaba, que cada crujido en las ramas y cada hoja arrastrada por el viento era un eco de algo vivo, algo que la seguía de cerca, aguardando en las sombras. El corazón le latía en los oídos, como un tambor sordo que no podía controlar. Pero seguía avanzando, guiada por un impulso oscuro que la empujaba hacia lo profundo, hacia el centro del Espino Negro.
De repente, un crujido distinto resonó a su izquierda. Era un sonido lento, pesado, como si algo gigantesco se estuviera moviendo en el silencio. Anya se detuvo, conteniendo la respiración. Los árboles ya no eran solo árboles; en las sombras, sus troncos se deformaban, adoptando formas humanas, alargadas y grotescas. No podía ver qué se acercaba, pero lo sentía. Un frío antiguo, inhumano, le recorrió la columna vertebral.
Y entonces la vio.
A través de una cortina de ramas caídas y espinas enredadas, surgió la choza. Era exactamente como la describían las leyendas: una estructura tambaleante, construida de madera ennegrecida y podrida, sostenida por patas de gallina gigantescas que se alzaban y caían lentamente, como si estuviera viva. Las ventanas de la choza, vacías y oscuras, parecían dos ojos vacíos, observándola sin parpadear. La puerta, apenas entreabierta, crujía suavemente al mecerse con el viento, como si estuviera invitando a Anya a cruzar el umbral.
La joven sintió cómo el miedo la aprisionaba, sus pies anclados al suelo, incapaces de moverse. El aire a su alrededor se había vuelto más denso, como si el propio bosque contuviera la respiración. Un hedor a humedad, a carne vieja y tierra removida, inundó sus sentidos, haciéndola sentir pequeña, insignificante, como una presa atrapada en las fauces de un depredador invisible.
De entre las sombras de la choza, algo emergió. Al principio, solo era una figura encorvada, un bulto que se arrastraba con movimientos torpes y retorcidos. Pero pronto, las luces fantasmales que titilaban en el cielo del bosque revelaron a la bruja. Su cuerpo, delgado como una rama quebrada, parecía estar hecho de huesos y piel marchita. Sus brazos, largos y nudosos, se extendían demasiado para ser humanos, y en sus manos, los dedos terminaban en garras amarillentas y afiladas. Sus ojos, hundidos y oscuros como pozos sin fondo, brillaban con una inteligencia cruel y retorcida.
—"Has venido..." —su voz era un susurro entre dientes, como el crujido de hojas secas bajo los pies—. "Te he estado esperando."
Anya quiso retroceder, pero sus piernas no respondían. Sentía el peso de la mirada de Baba Yaga sobre ella, una mirada que no solo la observaba, sino que parecía escudriñar cada rincón de su ser, desenterrando todos sus miedos y secretos.
—"Eres igual que ella..." —continuó la bruja, acercándose con pasos lentos, sus garras rozando el suelo con un chirrido insoportable—. "Ella también vino aquí... buscando algo... Pero tú... tú has venido por otra razón, ¿verdad?"
Anya no podía hablar. El terror le había robado la voz, pero en lo profundo de su mente, algo resonaba. Un eco de las palabras de su abuela: "Nunca te acerques a Baba Yaga. Ella no concede deseos... solo toma lo que quiere."
Baba Yaga extendió una mano hacia Anya, y la joven sintió cómo su piel se enfriaba bajo la sombra de esas garras.
—"Te has perdido en el bosque... pero todo tiene un precio. Si quieres salir... debes darme algo a cambio" —la sonrisa de la bruja se alargó, retorciéndose de forma antinatural—. "Elige, niña. Elige bien."
Anya, temblando, comprendió que no había escapatoria. Estaba atrapada en el corazón del Espino Negro, en las fauces de la oscuridad. Pero justo cuando Baba Yaga iba a acercarse más, algo en el aire cambió. Un sonido, apenas audible al principio, comenzó a crecer desde lo más profundo del bosque. Era una melodía antigua, como una canción olvidada que los árboles susurraban...
La melodía antigua llenó el aire, envolviendo a Anya en su abrazo reconfortante. La música parecía hablarle, invitándola a mirar más allá del miedo. Baba Yaga, desconcertada por la belleza inesperada, se detuvo, sus ojos de sombra vacilando.
—“¿Qué ofreces?” —susurró la bruja, su voz temblando.
Anya, con el corazón latiendo al ritmo de la melodía, respondió con firmeza:
—“La esperanza.”
Un suspiro de luz brotó de la choza. La bruja se desvaneció en un remolino de sombras, y el bosque comenzó a transformarse. Los árboles se alzaron, sus ramas entrelazándose en un esplendoroso tapiz de luz dorada.
El Espino Negro dejó atrás su oscuridad. Anya, guiada por la claridad renovada, regresó a casa con el alma ligera y se llevó la esperanza con ella