Había una vez, en un rincón olvidado de la cocina de la familia Martínez, un reloj de pared bastante peculiar llamado Tic. Tic no era un reloj cualquiera; estaba adornado con números bailarines y manecillas juguetonas que, en lugar de avanzar con el tedioso tic-tac habitual, preferían saltar y bailar al ritmo de un vals olvidado. Pero lo más sorprendente de Tic era un pequeño secreto: ¡podía viajar en el tiempo!
Una mañana de sábado, mientras la familia Martínez desayunaba despreocupadamente, una mermelada de mora se derramó sobre la mesa y salpicó el muro donde Tic colgaba. Algo en esa mermelada, tal vez su dulzura o su color intenso, activó el mecanismo secreto dentro de Tic.
Con un brillo en su esfera y un sonido que no era ni tic ni tac, sino algo así como un ¡zum!, Tic se encontró de repente en la era de los dinosaurios. La cocina había desaparecido, y en su lugar, vastas praderas verdes se extendían hasta donde alcanzaba la vista, con gigantescos brontosaurios pastando tranquilamente.
"Ay, ¡qué calor hace aquí!" se quejó Tic, quien no estaba acostumbrado a temperaturas tan altas. Pero antes de que pudiera ajustar su mecanismo interno para el clima, un pequeño pterodáctilo, atraído por el brillo de Tic, lo tomó en su pico y lo llevó volando sobre los antiguos paisajes.
"¡Basta, necesito volver!" gritó Tic, y en un intento desesperado por regresar, agitó sus manecillas al revés. Con un nuevo ¡zum!, el pterodáctilo y las praderas se desvanecieron, y Tic se encontró en la corte del rey Arturo.
Allí, en un majestuoso castillo, Tic fue confundido con un amuleto mágico y colocado en una mesa de roble, frente al propio rey. "Este objeto nos guiará hacia grandes victorias", declaró el mago de la corte, examinando a Tic con curiosidad.
Sin embargo, Tic solo quería volver a su cálido rincón en la cocina de los Martínez, así que, una vez más, movió sus manecillas al revés. ¡Zum! En un abrir y cerrar de ojos, estaba en el antiguo Egipto, colgado en una pared de una pirámide, donde los jeroglíficos cobraban vida al anochecer.
"¡Oh, no, aquí no! ¡Esto es demasiado arenoso para mi gusto!" se lamentó Tic, sintiendo cómo la arena del desierto se metía en sus engranajes. Con un poco de esfuerzo y mucha esperanza, agitó de nuevo sus manecillas.
¡Zum! De repente, estaba en un futuro distante, en una ciudad flotante donde robots amables lo usaban para programar sus horarios. "¿Aquí otra vez?" suspiró Tic, recordando haber visto ese futuro en un sueño lejano. Aunque fascinado, Tic sabía que necesitaba volver a casa.
Moviendo sus manecillas una vez más, con la precisión y el cuidado de quien ha aprendido la lección, Tic se concentró en la imagen de su rincón en la cocina Martínez. Con un último ¡zum! suave y melódico, finalmente regresó a su lugar en la pared, justo a tiempo para ver cómo la señora Martínez limpiaba la última gota de mermelada de mora.
Desde ese día, Tic ya no viajó más en el tiempo, pero cada vez que los Martínez veían su esfera sonriente y escuchaban su alegre melodía, no podían evitar preguntarse si Tic extrañaría sus aventuras. Y Tic, siempre puntual y ahora un poco más sabio, continuaba contando el tiempo, feliz de estar en casa... pero siempre listo para un nuevo ¡zum! si la aventura lo requería.