Había una vez, muy lejos del planeta Tierra y de cualquier sitio que pudieras señalar en un mapa, una diminuta ciudad llamada Mielburgo. Esta ciudad era única por una razón muy especial: flotaba en el interior de una gigantesca gota de miel suspendida en el vacío del espacio. ¿Cómo había llegado ahí? Nadie lo sabía con certeza, ni siquiera el más sabio de los sabios, el Doctor Ron-Ron, un delfín filántropo con bigotes blancos que habitaba en lo alto de una torre de cubitos de azúcar.
Mielburgo estaba habitada por criaturas muy curiosas: había abejorros poetas que recitaban versos con sabor a limón, salamandras violetas que tejían bufandas de caramelo, y caracoles con sombreros de copa que bailaban jazz por las noches. Todos vivían en paz, disfrutando de la dulzura y la suavidad de aquella gota de miel cósmica. Pero había alguien particularmente notable, un pequeño caracol llamado Zimóforo.
Zimóforo no era un caracol cualquiera. Tenía un caparazón con finos grabados en espiral y le encantaba arrastrarse por las calles brillantes de Mielburgo, preguntando, curioseando y maravillándose con todo lo que veía. Era un caracol tan curioso que a veces asomaba la cabeza fuera de la gota de miel, estirando sus ojos saltones, solo para ver la negrura infinita del espacio y las estrellas lejanas guiñándole un ojo.
Un día, mientras Zimóforo practicaba su danza de la tarde (un lento contoneo acompañado de un “tra-la-lí, tra-la-lá” casi inaudible), ocurrió algo insólito. Un objeto extraño atravesó la delicada película de la gota de miel y flotó dentro de Mielburgo. Era una pluma brillante, con reflejos verdes y azulados, un objeto que nunca antes había sido visto en aquel diminuto mundo meloso.
La pluma se quedó suspendida a unos metros de Zimóforo, girando lentamente, como si estuviese evaluando el lugar. El caracol se acercó con precaución. Sus ojos se abrieron tanto que parecían dos lunas. ¿Cómo había entrado esa pluma? ¿De dónde venía?
—Hola —se atrevió a decir Zimóforo, su vocecita cargada de curiosidad—. ¿Eres real?
La pluma vibró, emitiendo un suave zumbido que, de alguna forma, sonaba a una risa discreta.
—Soy la Pluma del Caos Creativo —dijo con una vocecilla tintineante—. Vengo de algún rincón imposible del universo. He llegado aquí porque sentí que este lugar necesitaba un soplo de algo diferente.
Zimóforo inclinó su cabeza. Mielburgo ya le parecía muy diferente de por sí, pero la pluma insistió:
—Esta gota de miel es agradable, sí, muy dulce y tranquila, pero… ¿no te gustaría probar algo nuevo? ¿Algo que mueva las cosas de un modo sorprendente?
El caracol pensó un momento. Le encantaba su hogar, pero admitió que a veces todo era demasiado predecible. Los abejorros poetas decían siempre “¡Zumbá-limón!” al finalizar sus versos, las salamandras tejían las bufandas de caramelo del mismo color, y los delfines filántropos se limitaban a repasar su bigote blanco sin atreverse a un cambio de look. Quizá un poquito de sorpresa no estaría mal.
—¿Qué sabes hacer? —preguntó Zimóforo con curiosidad.
—Tengo el poder de transformar lo que imagines en realidades sorprendentes —respondió la pluma—. Eso sí, estas realidades no siempre serán tranquilas. Pueden ser maravillosas, extrañas o incluso alocadas. Depende de lo que imagines.
Zimóforo sonrió. Era caracol, sí, pero un caracol atrevido. Alargó una de sus antenitas y tocó la pluma. Sintió una ligera descarga, como una cosquilla eléctrica, y de pronto supo que podía crear con la mente.
—A ver —dijo, emocionado—, imaginemos que en Mielburgo aparece una nube de mermelada de fresa que canta ópera.
Apenas pensó esas palabras, una enorme nube rosada irrumpió en la plaza principal. Cantaba con voz de soprano, y su melodía era tan dulce que los abejorros poetas rompieron a llorar de la emoción, mojando sus antenitas con lagrimitas de miel. Las salamandras violetas dejaron de tejer y se pusieron a hacer coros. ¡Qué maravilla!
Zimóforo estaba encantado. La pluma brillaba satisfecha. ¿Qué más podía crear?
—Imaginemos —dijo el caracol, retorciendo sus bigotes— unas escaleras de chicle que conduzcan a pequeños planetas flotantes dentro de la gota. Allí habitarán pingüinos con corbata que sirven helado de vainilla.
¡Zas! Aparecieron escaleras suaves y elásticas, hechas de chicle, subiendo por la curva interior de la gota. Los habitantes subieron con curiosidad y encontraron pequeños planetitas girando, cada uno con un pingüino elegante ofreciendo una cucharada de helado gratis. Era un festín inusitado, las carcajadas resonaban, los delfines sabios aplaudían con sus aletas, la vida era una fiesta disparatada.
La felicidad se extendía, pero pronto Zimóforo sintió una ligera incomodidad. Todo se había vuelto tan, tan sorprendente que empezaba a no entender nada. Las criaturas ya no sabían qué era arriba y qué abajo. La nube de mermelada cantaba tan fuerte que las paredes de miel temblaban. Algunos abejorros, aturdidos, empezaron a recitar poesías al revés. Las salamandras mezclaron su lana de caramelo sin poder desenredarla. Y los pingüinos estaban tan ocupados sirviendo helado que dejaron de sonreír: la gente comía sin fin, ¡era un caos azucarado!
—Pluma, esto es demasiado —gimió Zimóforo—. La sorpresa está bien, pero ahora Mielburgo parece un circo que no se detiene. Nadie sabe qué hacer, todo cambia tan rápido que ya no podemos disfrutar con calma. ¡Necesitamos equilibrio!
La pluma se acercó al caracol, flotando con serenidad.
—La imaginación no se trata solo de crear locuras —dijo con su vocecita—, sino de saber cuándo parar, ordenar, y encontrar armonía. Puedes inventar maravillas, pero también debes darles una forma que todos puedan apreciar. La belleza de la creación es como la música: a veces alegre y rápida, a veces suave y tranquila.
Zimóforo entendió la lección. Había sido muy divertido revolucionar Mielburgo, pero necesitaba un poco de paz. Respiró hondo (lo más hondo que puede respirar un caracol en una gota de miel) y comenzó a imaginar con cuidado:
—Que las criaturas encuentren su ritmo —pensó—. Que la nube de mermelada baje el tono y cante una suave canción de cuna. Que las escaleras de chicle sean menos empinadas y se conviertan en pasitos elásticos, fáciles de subir y bajar. Que las salamandras sepan tejer bufandas de distintos colores, una al día, para no enredarse. Y que los pingüinos con corbata puedan servir helado a un ritmo tranquilo, disfrutando del sol de miel y conversando con los visitantes, sin prisa.
La pluma vibró, iluminándose en un tono verdiazul más suave. Poco a poco, Mielburgo se reorganizó. La nube de mermelada cantó un arrullo tan dulce que algunos habitantes se echaron una siestecita placentera. Las escaleras de chicle se convirtieron en rampas suaves y blanditas. Los pingüinos sonrieron de nuevo, compartiendo un helado con cada visitante mientras charlaban sobre el color de las estrellas lejanas. Las salamandras tejieron bufandas arcoíris, una por día, y los abejorros poetas se inspiraron en la calma para escribir versos más profundos y sensatos.
Zimóforo suspiró satisfecho. Ahora comprendía algo importante: la creatividad es un don maravilloso, pero hay que usarla con mesura. No todo tiene que ser un remolino de ideas locas. A veces, una sola idea bien colocada vale más que mil disparates al azar.
La pluma se elevó un poco y habló por última vez:
—Recuerda, pequeño caracol: la verdadera magia está en encontrar el equilibrio entre la sorpresa y la serenidad. Has aprendido la lección, y con ella, tu imaginación será más poderosa y amable.
Zimóforo asintió. Sintió que su caparazón brillaba más limpio que nunca. Observó a los habitantes de Mielburgo: los delfines filántropos con bigotes revisaban felices sus libros, las salamandras charlaban sobre nuevas ideas de bufandas, los abejorros recitaban poesía con calma, y los pingüinos, satisfechos, degustaban su propio helado en compañía de todos.
El caracol comprendió que la gota de miel seguía siendo su hogar, pero ahora era un hogar lleno de historias nuevas, colores distintos y sensaciones equilibradas. La pluma, en un susurro, se fue deslizando hacia la pared de miel, y con un suave destello, desapareció en el vacío del espacio, tal vez rumbo a otra aventura.
Zimóforo siguió su camino por las calles de Mielburgo, pensando que la creatividad no tenía límites, pero que, a partir de ahora, él sabría por dónde caminar, cuándo cantar a gritos y cuándo murmurar un verso suave…