La llamada llegó temprano, cuando Sombra Larga aún estaba cubierta por esa bruma gris que lo envolvía todo. Era una ciudad antigua, llena de callejones estrechos y parques en sombras, el tipo de lugar donde las cosas podían desaparecer sin dejar rastro. Y en este caso, lo que había desaparecido era Diego, un gato blanco con más vidas que las que se decía que tenían los gatos.
Me vestí rápido y salí de mi apartamento. El SDG no era una organización que pudiera permitirse el lujo de esperar, y cuando un gato como Diego se escabullía, sabías que las cosas podían complicarse. Las calles empedradas estaban húmedas bajo mis pies, y el aire olía a tierra mojada, mezclado con el aroma distante del café de algún café nocturno que aún seguía abierto.
El Mercado de las Sombras, el lugar donde lo habían visto por última vez, era una maraña de puestos coloridos y personajes aún más vibrantes. Un caos ordenado que parecía tener vida propia. El rumor del caso de Diego ya había llegado a los vendedores, que se miraban unos a otros con una mezcla de diversión y curiosidad.
Me acerqué a un puesto de frutas, regentado por un hombre de piel curtida y manos manchadas de jugo de naranjas. No le pregunté nada; simplemente me detuve a su lado, observando.
"¿Buscas a Diego, verdad?" murmuró el hombre mientras pelaba una manzana con una navaja corta. "El gato travieso... Lo vi hace unas horas. Se metió en la tienda de telas al final del mercado, tirando todo a su paso."
Sabía que no iba a ser fácil. Diego no solo era rápido, sino que parecía tener un don para desaparecer justo cuando creías estar cerca. Caminé hacia la tienda de telas, y efectivamente, las huellas de su caos eran evidentes: telas desparramadas por el suelo, algún que otro rasguño en las cortinas.
Seguí el rastro hasta una pequeña plaza detrás del mercado. El lugar estaba casi desierto a esa hora, salvo por un grupo de niños que jugaban cerca de una fuente, sin prestar atención a nada más. Pero había algo más: en una esquina de la plaza, alguien se movía con sigilo. Me acerqué despacio, con la sensación de que no era una coincidencia.
Diego, en efecto, no estaba solo. Un hombre se inclinaba sobre una caja, intentando atrapar al gato. La escena tenía algo raro, algo que no encajaba. Cuando el hombre notó mi presencia, se giró bruscamente, dejando caer la caja.
"¿Problemas?" pregunté, observando su postura tensa.
"Solo... intentando ayudar. Este gato parece estar perdido."
"¿Ayudar? ¿Así le llamas ahora?" No me convencía. Demasiada prisa en la retirada, demasiados gestos nerviosos.
El hombre desapareció en un parpadeo, como si las sombras mismas lo tragaran. Un tipo raro. Podría haberlo seguido, pero algo me decía que volvería a cruzarse en mi camino tarde o temprano. Me agaché y miré a Diego, quien se había sentado con la mayor tranquilidad del mundo, relamiéndose una pata. No parecía afectado por el encuentro, como si no le importara en absoluto lo que acababa de suceder.
Me levanté, suspirando. Pero Diego, siempre un paso por delante, ya había decidido que la caza no había terminado. Saltó al suelo y salió corriendo por un estrecho callejón. No tuve otra opción que seguirlo.
Diego se movía ágilmente, corriendo entre cajas, derribando cubos de basura, y saltando sobre las cercas como si todo Sombra Larga fuera su parque de juegos. Yo, por otro lado, apenas lograba seguirle el ritmo. Después de lo que parecieron horas de persecución, el gato se detuvo de golpe en una esquina oscura, justo frente a una puerta de hierro entreabierta.
Dentro, vi una tenue luz que se filtraba por las rendijas de la puerta. Diego entró, con esa seguridad suya de que todo le pertenecía, y lo seguí de cerca.
El interior era un almacén abandonado. Las paredes estaban llenas de estanterías viejas, cubiertas de polvo. En una mesa al fondo, reconocí algo familiar: una caja de madera, la misma que el hombre misterioso había intentado ocultar antes. Esta vez, estaba abierta. Y frente a ella, el mismo hombre, observando su contenido con frustración.
“¿Otra vez tú?” murmuró el hombre al verme entrar, pero antes de que pudiera decir más, Diego saltó directo a la mesa. De un manotazo, lanzó una especie de pergamino enrollado al suelo, y antes de que el hombre pudiera reaccionar, Diego ya estaba mordisqueando uno de los bordes.
“¡No! ¡Déjalo!” gritó el hombre, desesperado, mientras intentaba alcanzar al gato. Pero era inútil. Diego, con su destreza natural, esquivaba todos sus intentos de atraparlo.
Aproveché el caos para acercarme más a la caja. Dentro había varios frascos como el que había visto antes, todos con un extraño brillo en su interior, y más pergaminos enrollados. No tenía ni idea de qué significaba todo aquello, pero no parecía algo legal.
El hombre, agotado y frustrado, se rindió finalmente. “Ese gato… ¡Lo arruina todo!” dijo, lanzando una mirada furiosa a Diego, que ahora jugaba con el pergamino como si fuera un ratón de juguete.
“¿Qué es esto?” pregunté, levantando uno de los frascos de la caja. “¿Qué estás haciendo con todo esto?”
El hombre me miró con frialdad. “No es asunto tuyo. Pero gracias a ese maldito gato, lo he perdido todo.”
“¿Perder qué?” insistí.
El hombre no respondió. En su lugar, dio un paso atrás y, con una velocidad inesperada, corrió hacia la puerta. Pero Diego, con su traviesa sincronía, saltó justo en su camino, haciéndolo tropezar y caer de bruces contra el suelo. Aproveché el momento para tomar el frasco y el pergamino que Diego había soltado.
El hombre huyó, dejando la caja desparramada en el suelo. Diego, inmune al caos que había causado, seguía jugando con un pergamino mientras yo recogía los objetos dispersos y los guardaba en una bolsa.
De vuelta en la Oficina Central, se descubrió que los frascos contenían líquidos para borrar huellas y los pergaminos eran listas detalladas de objetos robados. El almacén había sido un escondite para ocultar evidencia. El desorden que Diego provocó reveló todo lo que estaba oculto.
La operación encubierta fue desmantelada gracias a la intervención fortuita de Diego. Sombra Larga había evitado que los robos quedaran impunes, y el gato travieso, satisfecho, se acomodó en una esquina mientras el caso se resolvía.