En el corazón del vasto y misterioso valle de Miralunas, donde las sombras se entrelazan con la luz de la luna y crean un tapiz de penumbras eternas, vivía un joven de singular presencia llamado Zely. Este lugar, custodiado por montañas que rasgaban los cielos y bosques tan espesos que la luz del día se perdía entre sus troncos, era famoso por su celestial repertorio de estrellas, cada una brillando con una fuerza sobrenatural. Zely, con su cabello más oscuro que la noche sin luna y ojos que reflejaban las constelaciones, era el Guardián de Estrellas, un rol ancestral en su familia.
Desde su más tierna infancia, Zely había sido instruido en el arte de cuidar las estrellas. Cada crepúsculo, él ascendía a la cima más alta del valle, un lugar donde el silencio era tan profundo que se podía escuchar el susurro de la luz astral. Allí, con un telescopio antiguo que había pertenecido a generaciones de guardianes antes que él, vigilaba el cielo nocturno, asegurándose de que cada estrella brillara con el esplendor debido.
Una noche, mientras la luna menguante colgaba en el cielo como un arco desgastado, Zely notó algo inusual. Una de las estrellas, conocida entre los ancianos del valle como Alheri, la Luz de la Esperanza, estaba perdiendo su brillo. No era una estrella cualquiera; según las leyendas, Alheri había sido plantada en el cielo por el mismísimo tejedor de destinos, y se decía que su luz influía en el ánimo y la fortuna de los habitantes de Miralunas.
Preocupado por este fenómeno, Zely decidió emprender una jornada hacia la Montaña del Olvido, donde residían los sabios astrales, seres tan antiguos como el propio valle, en busca de consejo. La travesía no era menor; el camino estaba plagado de enigmas y criaturas de sombra que acechaban a aquellos que osaban perturbar su silencioso dominio.
Durante días, Zely atravesó bosques donde los árboles susurraban secretos antiguos y cruzó ríos cuyas aguas murmuraban viejas canciones de cuna. En su viaje, fue acompañado por una sombra curiosa, una criatura hecha de oscuridad y luz estelar, que había surgido de entre las estrellas caídas que Zely había intentado revivir en sus años de aprendiz. La sombra, que se llamaba Noctis, servía como un recordatorio constante de que en cada final, hay un nuevo principio, y en cada luz, una inevitable oscuridad.
Al llegar a la Montaña del Olvido, Zely y Noctis fueron recibidos por los sabios astrales, quienes, tras escuchar la preocupación del joven, revelaron una verdad olvidada. Alheri no era simplemente una estrella, sino un alma celestial ligada a la vida de un mortal; su luz dependía de la esperanza y la vitalidad de ese ser humano en particular. En un giro inesperado, los sabios declararon que el humano ligado a Alheri era el propio Zely.
Esta revelación sacudió el mundo de Zely. Entendió que su desgano y la sombra de tristeza que había sentido durante años, la cual había atribuido al peso de su responsabilidad, eran las causas del marchitar de Alheri. Con el corazón apesadumbrado pero lleno de resolución, decidió cambiar su destino y, con ello, el de la estrella.
Zely y Noctis regresaron al valle de Miralunas, donde el joven guardián comenzó a buscar belleza y esperanza en los pequeños detalles de la vida diaria: la risa de los niños del valle, el canto de los pájaros al amanecer, y las historias contadas al calor del fuego. A medida que Zely encontraba razones para sonreír, Alheri comenzaba a recuperar su brillo anterior.
Finalmente, en una noche clara y fría, cuando el valle celebraba el festival de las luces, Zely miró hacia el cielo y vio a Alheri brillar más fuerte que nunca. La enseñanza que Zely compartió con los habitantes de Miralunas ese día fue sencilla pero profunda: a veces, la oscuridad que enfrentamos no es más que un reflejo de nuestra propia sombra interna, y al cambiar nosotros, podemos cambiar el mundo a nuestro alrededor.
Y así, con un final no solo celestial sino profundamente terrenal y humano, Zely continuó su labor no solo como guardián de las estrellas, sino como un faro de esperanza en el valle de Miralunas.