Érase una vez, en un reino que no aparecía en ningún mapa y cuyos caminos eran siempre rectos como un peine recién tallado, vivía una niña llamada Lyra. Lyra era una criatura de ojos curiosos y cabellos claros, que recordaban el color del algodón de azúcar en un día soleado. En aquel reino, todas las cosas, desde el canto de los pájaros hasta el modo de atarse los cordones, seguían un grueso libro de Normas. Estas Normas eran veneradas, pulidas y consultadas más que los espejos del palacio real. La gente vivía de acuerdo a esos renglones rígidos, pues creían que allí, en cada tilde y en cada coma, se encerraba la promesa de un orden perfecto y una vida sin sobresaltos.
Para Lyra, las Normas eran el pan de cada día. Sus padres, que la amaban con un cariño sereno, le recordaban antes de dormir que su mejor virtud sería siempre la obediencia. “Obedece las Normas, Lyra, y tu vida será tan fluida como un río sin rocas”, decía su madre. “Cumple con lo escrito, y la armonía no te abandonará”, añadía su padre. Así, la niña creció rodeada de calendarios, manuales y carteles que exigían una conducta intachable. Por ejemplo, la Norma número 23 dictaba que todos debían despertarse al oír el tercer canto del gallo mecánico. La Norma número 57 establecía que el desayuno, sin excepción, consistiría en tres tostadas rectangulares, ni una más ni una menos, acompañadas de una taza de leche tibia servida en un vaso cilíndrico. Incluso el pasto del jardín debía ser cortado con tijeras a la medida exacta de la Norma número 118.
Lyra aceptaba estas reglas sin chistar, aunque a veces sus ojos se perdían en el horizonte al preguntarse por qué el cielo no tenía Normas (o al menos no se veían en el libro) y por qué las nubes, tan suaves, parecían moverse a su antojo sin ser detenidas por un reglamento formal. Sin embargo, no se atrevía a cuestionar nada. Pensaba que tal vez las nubes sí obedecían Normas invisibles, más sutiles, imperceptibles para simples mortales como ella. Y con ese pensamiento se quedaba tranquila, sin mucho alboroto.
Pero un día, mientras Lyra caminaba por un sendero perfecto, flanqueado por flores milimétricamente ordenadas, ocurrió algo extraño: el pequeño gorrión mecánico, encargado de la vigilancia del jardín, tropezó con un guijarro y soltó una plumita de metal que cayó al suelo con un repiqueteo. Lyra se detuvo a observar. De acuerdo con las Normas, cuando una cosa caía al suelo había que recogerla con la mano derecha a la cuenta de tres. Pero ella, por simple curiosidad, se agachó antes de contar nada, y recogió la pluma con la mano izquierda. Al instante, una brisa traviesa pareció reír entre las hojas. Nada explotó, nada se desmoronó, nadie corrió alarmado. ¿Se habría roto el orden? ¿O acaso la Norma no se había percatado? Lyra miró a su alrededor y notó que todo seguía igual. Aquello encendió una chispa en su interior: ¿y si las Normas no eran tan rígidas como siempre le habían dicho?
Esa noche, la niña no pudo dormir bien. El cuarto, impecable y ordenado, parecía demasiado quieto, demasiado sumiso. Se asomó por la ventana y vio cómo las estrellas parpadeaban libremente sin que un manual las acomodara. Pensó en el día siguiente, en las tostadas rectangulares y el vaso cilíndrico. ¿Y si cortaba la tostada en forma de triángulo? ¿Pasaría algo terrible, se desgajaría el cielo, empezaría el pueblo a girar como un trompo descontrolado? ¿O nada sucedería, igual que con la pluma metálica?
A la mañana siguiente, decidió realizar un pequeño experimento. Esperó el tercer canto del gallo mecánico (la Norma número 23 no era mala, pues la ayudaba a despertarse a tiempo para contemplar el sol), pero en lugar de tres tostadas rectangulares, se sirvió tres tostadas triangulares. Con las manos un poco temblorosas, las mordió en silencio. ¡Estaban igual de sabrosas! Ni más ni menos crujientes. Al levantar la vista, esperaba encontrar un guardián del orden mirándola con severidad, pero no había nadie. Su padre continuaba leyendo el periódico normativo, su madre removía la leche tibia con la cucharilla reglamentaria. Todo era igual, solo que Lyra empezaba a sentir una música secreta en su cabeza, una especie de risa interior, como si en cada mordisco hubiese bailado sobre la línea del reglamento.
Durante el día, Lyra continuó poniendo a prueba los límites del mundo normativo. Cuando tuvo que regar las plantas a la hora exacta que marcaba la Norma número 89, lo hizo, pero cantando una canción inventada en lugar del himno reglamentario. Las flores no protestaron. Cuando ordenó sus cuadernos, en vez de ponerlos del más pequeño al más grande, los acomodó según cuál tuviera la ilustración más graciosa en la portada. Nada malo pasó. Con cada pequeña ruptura sutil, el mundo seguía su curso sin pestañear. Fue entonces que Lyra comprendió que las Normas no eran las que sostenían el mundo; las Normas eran solo un juego de expectativas, una danza impuesta que todos seguían porque creían que no podían hacer otra cosa.
La niña decidió entonces emprender un pequeño viaje por su reino, con la esperanza de descubrir si otros también sospechaban que las Normas podían doblarse sin romperse. Caminó hasta llegar a la Plaza del Pergamino, donde había estatuas de sabios con rostros serios y barbas tiesas. Allí conoció a un gato parlante que se llamaba Alabastro. El gato estaba sentado sobre un muro, con las patitas cruzadas, mirando a la gente que pasaba. “Buen día, estimado Alabastro”, saludó Lyra con cortesía. Según la Norma número 2, había que saludar sin sonrisa, con voz seca, para mostrar seriedad y respeto. Pero Lyra sonrió tan ampliamente que sus mejillas parecieron dos manzanas rosadas. “¡Buen día, Lyra!”, contestó el gato, sorprendido por la calidez de la niña. “¿No sabes que la Norma número 2 dice que no debes sonreír al saludar?”. Lyra asintió con picardía. “Lo sé, pero lo hice de todas formas y fíjate, nada malo ha ocurrido. Ni siquiera tu bigote se ha torcido”. El gato rió, y en su risa había un eco de algún secreto olvidado.
Así supo Lyra que no estaba sola. A partir de ese día, comenzó a probar cosas más arriesgadas. Regresó a su casa y jugó con los cojines del salón, apilándolos sin seguir la Norma del tamaño decreciente. Cantó en la hora del té, cuando estaba prohibido hacer ruido, y hasta pintó un pequeño cuadro con formas irregulares, algo que la Norma número 501 desaconsejaba rotundamente por considerarlo demasiado caótico.
Poco a poco, otros habitantes del reino empezaron a notar las travesuras de Lyra. Al principio se mostraron asustados. “¿Qué si el cielo se cae si seguimos su ejemplo?”, murmuraba un zapatero. “¿Y si las cosechas dejan de crecer porque nadie obedece las Normas?”, temblaba una granjera. Pero pronto descubrieron que el sol seguía saliendo a su hora, los pájaros continuaban cantando con sus gorjeos metálicos, y las plantas seguían floreciendo sin exigir facturas ni permisos. Entonces, una risita tenue se extendió por las calles, y lentamente las personas comenzaron a permitirse pequeñas libertades: un sombrero inclinado hacia la izquierda en lugar de la derecha, una melodía silbada en el momento del almuerzo, un lazo desatado en una trenza. La rigidez inflexible empezaba a transformarse en una danza de posibilidades.
No pasó mucho tiempo antes de que las estatuas de los sabios en la Plaza del Pergamino, que siempre habían permanecido inertes como el mármol que las formaba, comenzaran a mover ligeramente los dedos. Los más observadores notaron que, cuando nadie miraba, las barbas de piedra se rizaban en bucles traviesos. Y es que con la nueva brisa de libertad, todo el reino parecía respirar más liviano. El aire ya no olía únicamente a reglamento y tiza, sino también a pastel recién horneado y a hojas verdes que crujían de felicidad bajo el sol.
Entusiasmada con esta nueva atmósfera, Lyra decidió hacer algo grande para demostrar que las Normas podían ser flexibles sin que el mundo se hiciera añicos. Reunió a todos en la Plaza del Pergamino una tarde de primavera. Allí, con la voz llena de ilusión, propuso una idea inesperada: un gran baile en el que, en lugar de seguir las Normas de danza que detallaban con exactitud cuántos pasos y a qué ritmo había que moverse, cada uno bailaría siguiendo el ritmo de su propio corazón.
La convocatoria provocó un ligero murmullo. Bailar sin Normas era equivalente a pintar sin colores, decían algunos. Otros se tapaban la boca con la mano, horrorizados ante la idea de mover el cuerpo sin una instrucción precisa. Pero Lyra los animó con una mirada radiante. “Confiad”, dijo, “confiad en que el mundo no depende de estas líneas rígidas. El cielo seguirá allí, firme y amable, aunque movamos los pies fuera del compás del libro”.
Y así llegó el día del baile. La plaza se llenó de gente de todos los rincones del reino: zapateros, granjeras, niños curiosos, gatos parlantes, flores que canturreaban y hasta una nube baja que había decidido mirar de cerca. Al principio, todos se quedaron parados, esperando a que alguien marcara un ritmo exacto, una orden clara. Pero entonces Lyra se descalzó y empezó a danzar. No era una danza perfecta, ni refinada, ni acorde con los manuales; era una danza libre, llena de giros inesperados y saltitos torpes. Al verle, el gato Alabastro se animó a hacer un par de piruetas sobre su cola. Una anciana, con el bastón en mano, movió sus hombros al ritmo del viento. Un vendedor de globos, que nunca había movido las rodillas más allá de lo establecido, empezó a rebotar como si sus pies tuvieran resortes. La plaza pronto fue un caleidoscopio de movimientos, una explosión de gestos y sonrisas.
Lo más sorprendente fue que el mundo no se rompió ni se rasgó. El sol no huyó. El gallo mecánico siguió cantando a la mañana siguiente, aunque eso sí, esta vez su trinar pareció mezclar notas nuevas y alegres. Las flores, en lugar de marchitarse, brillaron con colores más vívidos. Y las estatuas de los sabios, por fin, cedieron su mudez pétrea y aplaudieron con manos de piedra. Algunos dijeron haber escuchado un susurro granítico: “La danza de la Norma se convierte en la danza del alma”.
Desde aquel día, las Normas no desaparecieron del todo. No hacía falta. Simplemente dejaron de ser cadenas duras e inquebrantables y pasaron a ser guías flexibles, sugerencias amables. Se podía elegir despertarse al tercer canto del gallo mecánico, o al segundo, o al cuarto si uno deseaba contemplar unos minutos más el color del cielo al amanecer. Las tostadas podían ser triangulares, rectangulares o con forma de corazón. Y nadie alzaba la voz si veían un calcetín desparejo, una flor no podada a la medida exacta, o un niño que saludaba con una sonrisa amplia.
En medio de toda esa grata transformación, Lyra se sentía plena. Había descubierto que el mundo era mucho más colorido cuando las reglas eran maleables como el barro fresco entre las manos de un alfarero. Había aprendido que ser fiel a uno mismo no destruía el orden, sino que lo embellecía, lo hacía más humano, más vivo. Su reino, antes tan rígido, ahora era un remolino de posibilidades, donde cada ser podía elegir su propio paso de baile.
Y así fue cómo Lyra, la niña de ojos curiosos y sonrisa amplia, enseñó a su pueblo que la vida es una danza: una danza que puede respetar el ritmo de las Normas, pero también saltar por encima de ellas cuando el corazón lo dicta. Y en ese salto, en esa graciosa pirueta, se encontraba el verdadero sabor de la libertad.