Hace mucho, mucho tiempo, antes de que los grandes ríos cambiaran su curso y los valles se abrieran en anchas praderas, existía un poblado extraño y antiguo, oculto entre montañas rocosas y pantanos luminosos. En él vivía una gente muy particular, una tribu dedicada a la caza de enormes bestias, al fuego que chisporroteaba en las noches y a las historias que se contaban a la luz de la luna. Sus días eran una mezcla de peligros y maravillas, pues rodeaban sus chozas criaturas que hoy consideraríamos imposibles: mamuts con colmillos de colores, rinocerontes lanudos que cantaban al amanecer y, allá en las nubes, aves gigantes que parecían alfombras vivientes planeando sobre el mundo.
En el centro de aquel poblado, había un niño llamado Wokan. Tenía apenas siete, quizás ocho inviernos, con el pelo enmarañado y la cara siempre algo sucia de ceniza y tierra. Wokan había crecido en aquel lugar como si ese tipo de vida fuera lo más común del mundo. Sus primeras palabras las pronunció entre rugidos de animales enormes, sus primeros pasos los dio esquivando charcos azules y crustáceos gigantes que trepaban por las paredes, y sus sueños estaban llenos de los cantos que sus mayores entonaban. Era un niño muy observador, pero, al mismo tiempo, estaba tan acostumbrado a su entorno que ya no le sorprendía nada.
—Mira, Wokan, mira a ese ciempiés con ojos luminosos —decía su madre a veces, señalando una criatura increíble escalando una roca al atardecer.
Wokan la miraba sin mucho interés, se encogía de hombros y respondía: —Sí, es el mismo de siempre. Vive ahí desde que nací.
Y es que para él, todo aquello era lo más normal: los suelos titilantes que resonaban al atardecer, las flores carnívoras que danzaban al escuchar el tambor de los cazadores, o las serpientes con plumaje vistoso que tejían nidos en las copas de los árboles gigantes. Aquello no le inspiraba ya ni fascinación ni temor. Era su día a día.
Un atardecer, mientras el poblado encendía sus hogueras y el aire olía a corteza quemada y hierbas, un viajero llegó al valle. Se trataba de un hombre muy viejo, flaco y silencioso. Vestía pieles grises y llevaba un bastón tallado con figuras extrañas. Sin que mediara palabra, los ancianos del poblado lo invitaron a sentarse junto al fuego principal. Nadie sabía de dónde venía aquel hombre, con ojos que reflejaban todas las lunas, ni por qué había recorrido largos caminos para llegar hasta allí. Los niños corrían alrededor, mirándolo de reojo, algunos con curiosidad, otros con recelo. Wokan, por supuesto, también se acercó, aunque sin mayor emoción. No le parecía que aquel anciano pudiera sorprenderlo. ¿Qué historia podría tener aquel forastero que superara las maravillas del valle?
Cuando el silencio del anochecer empezó a caer, el viajero comenzó a hablar con voz profunda y pausada. Sus palabras eran lentas, como quien acaricia con la lengua cada sonido:
—He caminado lugares tan lisos como el espejo del agua. He visto bestias con mil patas y flores más grandes que una persona. He conocido ríos que hablan, piedras que cantan y nubes que dibujan figuras para contar cuentos a los hombres. He subido montañas de fuego, descendido a bosques llenos de lumbrices brillantes, y dormido bajo un techo de árboles que susurran mi nombre.
Mientras hablaba, sus ojos se abrían y la gente de la tribu guardaba un respeto casi sagrado. Poco a poco, el anciano se fue alzando en su propia narración, como si dibujara con palabras un mapa invisible. Wokan escuchaba con indiferencia, en un principio. Sin embargo, hubo un momento en que el forastero describió un pequeño estanque que había encontrado en su camino. Dijo que en su superficie vivían unas criaturas redondas, transparentes, que flotaban sin moverse demasiado. Contó que, durante las noches, estas criaturas se iluminaban por dentro, cada una con un color distinto, y que bastaba con mirarlas un rato para sentir que flotabas con ellas. Aseguró que ese instante había sido uno de los más mágicos de su largo peregrinaje, y que daría casi cualquier cosa por volver a sentir la maravilla de observarlas por primera vez.
Cuando el anciano dijo aquello, Wokan frunció el ceño. "¡Qué cosa tan extraña!" pensó el niño. ¿Por qué esa escena, tan sencilla en apariencia, resultaba tan especial a los ojos del viajero? Wokan estaba rodeado a diario de criaturas fantásticas y plantas que parecían sacadas de sueños imposibles. ¿Cómo podía aquel anciano maravillar a todos con algo tan… simple?
Esa noche Wokan no durmió bien. Dio vueltas dentro de su piel de oso, imaginando al anciano observando a aquellas criaturas diminutas iluminadas desde dentro. ¿En verdad era tan maravilloso? Por la mañana, cuando salió al exterior, el poblado parecía igual que siempre. El sol nacía detrás de la montaña con forma de colmillo, los cazadores ya se organizaban para partir en busca de las bestias gigantes, los niños revoloteaban por ahí, y algunas de las flores carnívoras ya empezaban su lenta danza matutina. Wokan sintió, por primera vez, una extraña pregunta: “¿Será que todo esto que veo a diario no es en realidad sorprendente?”
Decidió averiguarlo. Aquel día siguió a los cazadores en silencio, escondiéndose tras las piedras, observando su cacería. Vio cómo corrían tras un mamut con colmillos rosados, escuchó el sonido del viento cuando el animal huía y dejaba brillos en el aire. Sintió el olor profundo de la hierba aplastada por las grandes patas, y descubrió que, en la piel del mamut, crecían hongos con manchas luminosas. Era algo que jamás había notado. “¿Cuántas cosas más habré ignorado por costumbre?”, se preguntó.
Más tarde, se acercó a la charca cerca del poblado, donde las ranas gigantes tejían alfombras de hojas. Se quedó un buen rato en silencio, mirando la forma en que las ranas, con lenguas elásticas, recogían fibras vegetales y, con paciencia, las entrelazaban formando figuras intrincadas. Antes sólo las veía como ranas más, pero ahora se daba cuenta de que estaban fabricando pequeñas obras de arte vivas. ¿No era aquello digno de maravillarse?
Wokan se pasó el día entero vagando por el valle, intentando mirar con ojos nuevos aquello que siempre había ignorado. En la ladera de la montaña, descubrió líquenes cantarines, en el bosque del norte halló un árbol cuyos frutos parecían campanas y sonaban al caer. Junto a un arroyo transparente, encontró unos insectos diminutos con colas brillantes que se encendían y apagaban al ritmo del goteo del agua. Cada escena, cada criatura y cada rincón del valle guardaba algún secreto, una pequeña chispa de asombro esperando a ser notada.
Cuando el sol se escondía y el cielo tomaba un color anaranjado, el anciano viajero se preparaba para marcharse. La tribu le obsequió algunas frutas secas y huesos tallados. Él sonreía con gratitud. Antes de partir, Wokan se acercó y le habló por primera vez:
—¿Por qué te parecieron tan maravillosas las criaturas del estanque?
El anciano lo miró largo rato, con sus ojos sabios, y respondió sin prisas:
—Porque las vi con ojos curiosos. Yo no sabía que existían hasta que las encontré, y cuando las contemplé por primera vez, sentí que el mundo era más grande de lo que imaginaba.
Wokan asintió en silencio. Ahora comprendía. Su mundo también era enorme, solo que él lo había olvidado. Se había limitado a vagar entre las maravillas sin prestarles atención. Esa noche, mientras veía cómo el viajero se alejaba, Wokan experimentó una sensación de renovada alegría. Porque sabía que, al amanecer siguiente, tendría ante sí un universo cargado de detalles por descubrir. Bastaba con mirar con intención, con abrir bien los ojos y el corazón, para darse cuenta de que la vida, con su extrañeza infinita, estaba llena de secretos que se esconden incluso en lo más cotidiano.
Y así, cuando la oscuridad se adueñó del valle, Wokan regresó a su choza. Su madre le preguntó si todo estaba bien, y él sonrió. Sí, estaba bien, muy bien. Se sentía un explorador en su propio hogar, un aventurero en su propio poblado. Entendía ahora que no es la rareza o la grandiosidad lo que importa, sino la atención con que miramos las cosas y el valor que les damos. Desde aquel día, Wokan siguió su vida con la certeza de que cada rincón del valle, cada animal, flor o piedra, tenía una historia que contar. Solo hacía falta detenerse a escucharla.