Tayku, un niño que corría incansablemente por las laderas de las montañas, no lograba entender por qué alguien querría ser mamo. Los mamos, según él, eran personas serias que se sentaban durante horas, mirando las piedras, escuchando al viento y murmurando cosas incomprensibles al río. Mientras ellos pasaban el día intentando hablar con lo inanimado, Tayku prefería estar al aire libre, corriendo entre los árboles, oyendo el croar de las ranas y el zumbido de los insectos.
A pesar de su desdén por las lecciones espirituales, Tayku había sido escogido para un destino especial. Su futuro como mamo estaba decidido desde su nacimiento, o al menos eso decían los mayores. Para ellos, las señales habían sido claras: el día que Tayku llegó al mundo, una bandada de aves cruzó el cielo en perfecta formación, algo que, por lo visto, solo ocurría cuando un futuro guardián de la sabiduría nacía. Pero Tayku no veía en esos augurios más que una excusa para pasar mucho tiempo sentado sin hacer nada emocionante.
Un día, las carreras por la montaña llegaron a su fin. Lo llamaron para iniciar su verdadero camino, aquel del que no había escapatoria. Fue llevado a una cueva en las profundidades de la Sierra, conocida solo por los mamos más sabios. Allí, en la oscuridad, comenzaría su preparación.
La cueva, al contrario de lo que Tayku imaginaba, no era una caverna acogedora con musgo verde y pequeños charcos donde podría distraerse. Era un lugar oscuro, tan oscuro que incluso el aire parecía denso, como si los mismos muros estuvieran hechos de noche. No había una sola luz, ni siquiera una rendija por la que pudiera entrar un rayo de sol, lo que le hizo pensar que tal vez el destino de mamo era peor de lo que había imaginado.
Con los días, Tayku se acostumbró a la oscuridad, o al menos eso intentaba. En ese vacío, el tiempo se sentía diferente. Los segundos se estiraban como el chicle que solía mascar mientras exploraba el bosque, pero aquí no había árboles ni aventuras. Solo silencio. Sin embargo, poco a poco, algo comenzó a cambiar. El eco de sus propios pensamientos fue dejando de ser molesto, y el sonido de su respiración, el único que podía escuchar, se volvió un compás constante.
En la penumbra, Tayku empezó a notar que la cueva no era tan vacía como pensaba. Aunque no podía verlo, sentía que la Tierra misma lo observaba. Sentía el latido de algo grande bajo sus pies. Era como si, en la quietud de la oscuridad, la cueva estuviera viva. Lo que antes le parecía aburrido y monótono, ahora comenzaba a intrigarle. En vez de piedras, oía susurros. El viento, que antes ignoraba, le hablaba con una voz suave. Y el río, del que solía burlarse, parecía tener una historia que contar.
Tayku se dio cuenta de que la oscuridad no era vacía. Había algo allí, algo que no podía ver pero que podía sentir. Comenzó a comprender que la luz no siempre venía del sol o de las estrellas, sino que a veces, estaba dentro de uno mismo. En la más completa oscuridad, la luz oculta brillaba con más fuerza. Pero esa luz no se veía con los ojos, se sentía en el corazón. Era una luz que no iluminaba el mundo exterior, sino el interior.
Los días en la cueva se convirtieron en semanas. Tayku no sabía exactamente cuánto tiempo había pasado, pero lo que sí sabía es que ya no era el mismo niño que había entrado corriendo y protestando. En algún momento entre el eco de sus propios pensamientos y los susurros de la cueva, comenzó a entender lo que significaba ser un mamo. No era sentarse a hablar con piedras o escuchar al río porque alguien más lo había dicho. Era entender que todo en la Tierra estaba conectado, que incluso el viento que soplaba entre las montañas tenía un propósito, al igual que él.
Cuando finalmente salió de la cueva, el sol de la montaña lo cegó por un momento, pero Tayku no se quejó. Había algo nuevo en su mirada, una chispa que no estaba allí antes. Esa luz que había encontrado en la oscuridad no lo abandonaría, ni siquiera bajo el sol más brillante.
Ahora, con cada paso que daba, sentía el pulso de la Tierra bajo sus pies. Ya no era el niño que corría sin rumbo, ajeno al mundo que lo rodeaba. Tayku había descubierto la luz oculta, esa que lo guiaba desde dentro, y sabía que, aunque el camino del mamo era largo y muchas veces solitario, también estaba lleno de misterios que solo él, con su nueva comprensión, podría desvelar.
Mientras descendía por las laderas de la montaña, el viento sopló suavemente a su alrededor, y por primera vez en su vida, Tayku lo escuchó realmente.