En una acogedora casa de un pequeño pueblo, Eloy siempre espera con ansias la llegada de sus nietos. Cada noche, alrededor de una chimenea chispeante y con una sonrisa traviesa, comienza:
—¿Sabéis que cuando yo era joven, viajé al Imperio Song, donde les enseñé a los matemáticos a contar usando fideos? Pero esa no es la historia que os quería contar hoy.
Hoy, mis queridos nietos, quiero hablaros de un episodio particularmente hilarante que tuvo lugar en un pequeño taller de un alquimista que tenía más chispa que un petardo en una tormenta.
Era un lugar diminuto, atestado de frascos burbujeantes, libros polvorientos y una mezcla de olores que, honestamente, hacía pensar que alguien había cocinado una pizza de chatarra. En este taller trabajaba un tal Giovanni, un hombre de largas barbas blancas que, en su defensa, se veía más como un ovillo de lana enredado que como un científico. Su mirada era la de alguien que había probado de todo, pero que, hasta el momento, solo había logrado que su laboratorio se pareciera a una tienda de antigüedades que había decidido venderle su alma a un dragón.
Un día, mientras revisábamos unas viejas recetas de alquimia, se me ocurrió una idea que me hizo saltar del banquillo como si hubiera encontrado una moneda en el suelo.
—Giovanni —le dije, emocionado—, ¿y si pudiéramos convertir el plomo en… palomitas de maíz?
Giovanni me miró con una expresión que oscilaba entre la incredulidad y la admiración, como si hubiera encontrado un trozo de oro entre un montón de piedras.
—¿Perdona? —me respondió, arqueando una ceja, un gesto que se había convertido en su favorito al escuchar mis locuras—. ¿Palomitas de maíz? ¡Ma che stai dicendo! (¿Pero qué dices?) Eso no tiene sentido, amico.
—¡Claro que tiene sentido! —le respondí, lleno de entusiasmo—. Imagina a los nobles de la ciudad disfrutando de un delicioso snack en lugar de esos aburridos banquetes llenos de oro. ¡Seremos famosos!
Y así, me vi arrastrado a esta locura alquímica. Mientras los demás alquimistas de la ciudad estaban obsesionados con el oro, Giovanni y yo nos adentramos en el reino del maíz y la locura.
El primer paso del experimento era, por supuesto, calentar el plomo hasta que brillara como un sol artificial, lo cual era fácil, si no te importaba que el taller se convirtiera en una especie de sauna metálica. Mientras el plomo se derretía, comenzamos a mezclarlo con… bueno, casi todo lo que encontramos a mano: un poco de sal, un puñado de especias y, por supuesto, granos de maíz. ¿Por qué no?
Me sentía como un chef loco en una competencia culinaria que había perdido el sentido de la realidad. Giovanni, por su parte, estaba en el cielo. Cada vez que le lanzaba un nuevo ingrediente, él lo recibía con el entusiasmo de un niño que acaba de descubrir que ha ganado la lotería.
—¡Más sal! —gritaba—. ¡Más especias! ¡Vamos a hacer que explote! ¡Voglio che queste palomitas siano le migliori del mondo! (¡Quiero que estas palomitas sean las mejores del mundo!)
Y, claro, yo pensaba, ¿quién necesita precauciones cuando tienes un sueño tan grande? Así que seguimos mezclando y agitando todo, hasta que finalmente el momento llegó. El plomo, que ahora era más líquido que un chisme en un café, se preparaba para convertirse en el famoso manjar.
—¡A la cuenta de tres! —grité, con un entusiasmo que rivalizaba con el de un niño en su cumpleaños—. ¡Uno, dos y… tres!
Con un movimiento dramático, vertimos el plomo sobre los granos de maíz. En ese preciso instante, hubo una explosión. Pero no una explosión normal, no, no, no. ¡Fue más como un espectáculo de fuegos artificiales que un experimento! El maíz voló por los aires como si hubiera sido dotado de alas y la sala se llenó de una nube de vapor que tenía el aroma de un festival de verano.
—¡Lo hemos conseguido! —grité, mientras me protegía la cara, tratando de entender si realmente habíamos hecho palomitas o si había causado un desastre en la cocina de algún rey.
Al final, entre risas y nubes de vapor, descubrimos que, efectivamente, habíamos creado algo. Lo que no estábamos seguros era si era oro, plomo, o simplemente un nuevo tipo de snack que jamás vería la luz del día. Pero lo que sí quedó claro era que habíamos hecho… palomitas de maíz.
Después de la explosión, la sala era un verdadero caos. Los frascos se movían como si tuvieran vida propia, y el suelo estaba cubierto de granos de maíz, plomo y una mezcla de ingredientes que nunca volvería a usar en la cocina. Giovanni, con su risa contagiosa, comenzó a recoger las palomitas que habían caído por todas partes.
—¡Mira esto! —decía, levantando un puñado que aún brillaba como si tuviera un toque de magia—. ¡Estas son palomitas renacentistas, bellissimo!
Así fue como, en medio del desastre, decidimos celebrar. Nos sentamos en el suelo entre los escombros del taller, llenos de plomo, risas y, claro, ¡palomitas! Cada bocado era una mezcla de sabores que jamás habríamos imaginado. Tenían el crujido de un éxito, la dulzura de la locura y un toque de… plomo.
—¿Sabes qué? —dijo Giovanni, mientras masticaba—. Quizás no sea el oro, pero estas palomitas son, sin duda, ¡un verdadero tesoro! ¡Perfetto!
Y así, entre palomitas y locuras, pasamos la tarde. Por supuesto, la noticia de las palomitas renacentistas no tardó en correr como la pólvora por las calles. Y pronto, los nobles de la ciudad, atraídos por la fama de la alquimia más absurda jamás contada, llegaron a nuestro pequeño taller, creyendo que habíamos descubierto un nuevo manjar.
Los nobles, con sus trajes elegantes y sus aires de grandeza, se quedaron estupefactos al ver el espectáculo de risas y palomitas que se había formado. Pensaron que estábamos realizando un ritual mágico, y en un instante, el pequeño taller se convirtió en un evento social.
—¿Qué es esto? —preguntó uno de los nobles, con una mirada de asombro que podía haber sido utilizada para vender cualquier cosa, desde perfumes hasta… bueno, plomo.
—Son palomitas renacentistas —respondí, inflando mi pecho como un pavo real que acaba de ganar un concurso de belleza—. ¡Il snack del futuro! (¡El snack del futuro!)
Y, por supuesto, los nobles, que se creían muy sofisticados, empezaron a comer palomitas, tratando de disimular su entusiasmo. Uno de ellos, con una risa contagiosa, comenzó a proponer nuevas combinaciones: ¡palomitas con miel, palomitas con especias, incluso palomitas con un toque de… ¡oro!
De repente, nos encontramos en medio de un frenesí. Las palomitas se convirtieron en el plato más solicitado en banquetes, fiestas y celebraciones. Giovanni y yo nos convertimos en los alquimistas más famosos de la ciudad, aclamados por nuestras innovaciones culinarias. A nadie le importaba el plomo; lo que realmente querían era el crujido de las palomitas y la risa que se desataba en cada bocado.
Con el tiempo, la fama de las palomitas renacentistas se desvaneció como el humo de un fuego de campamento, y los nobles pronto volvieron a sus costumbres. Giovanni y yo, aunque no descubrimos el secreto para convertir plomo en oro, habíamos encontrado algo mucho más importante: un verdadero manjar, un recuerdo inolvidable, y un montón de risas.
Y así, queridos nietos, acaba esta historia. Ahora, ¡a la cama! Mañana les contaré cómo convencí a los persas de usar lámparas de lava en sus jardines colgantes. ¡Buenas noches y dulces sueños!