En una acogedora casa de un pequeño pueblo, Eloy siempre espera con ansias la llegada de sus nietos. Cada noche, alrededor de una chimenea chispeante y con una sonrisa traviesa, comienza sus relatos diciendo:
"¿Sabéis que cuando yo era joven, viajé a Gobekli Tepe y acabé haciendo una barbacoa en vez de un templo? Pero esa no es la historia que os quería contar hoy."
Era el año 79, y allí estaba yo, paseando por las bulliciosas calles de Pompeya. ¡Una maravilla de ciudad! Olores de especias, vino, mercaderes gritando precios imposibles, y yo, como buen curioso, me dejé llevar hasta un mercado donde vendían de todo: desde pescado hasta amuletos que, según decían, traían suerte. ¡Yo no necesitaba suerte! Lo que necesitaba era algo para protegerme del sol porque, os lo digo, chicos, estaba más rojo que un tomate romano.
—Y ahí fue cuando la vi... la sombrilla más grande que jamás habré visto en mi vida. Era tan descomunal que podría haber cubierto a todo un equipo de gladiadores… ¡con todo y sus fans! ¡Y sin apretarse! El mercader que me la vendió, un tipo con menos dientes que excusas en un examen, me dijo, con su aliento a sardina, que esa sombrilla era “la protección definitiva contra todo lo que el cielo pudiera lanzar”. Me reí, claro. ¿Lluvia de pájaros? ¡Lo único que necesitaba era sombra para no derretirme como una vela!
Pasé los siguientes días bajo mi nuevo y flamante artefacto. ¡Era como tener un pequeño cielo personal que me seguía a todas partes! Disfrutaba viendo a la gente correr de aquí para allá, comprando, vendiendo, discutiendo. Me convertí en el Rey de la Sombrilla. Pero… el Vesubio, ese gran monstruo dormido, empezó a estornudar.
Sí, sí, como lo oís. La gente bromeaba: “¡El Vesubio está resfriado!” Todos nos reíamos, como si un volcán estornudando fuera lo más gracioso del mundo. Pero, ¿sabéis lo que no es gracioso? Que un día el volcán decidió dejar de estornudar… y explotar.
El día comenzó tranquilo. Yo estaba, como siempre, bajo mi sombrilla gigante, sorbiendo un vino más aguado que las bromas de tu abuelo, y de repente... ¡BUM! El suelo comenzó a temblar como si Hércules estuviera haciendo flexiones debajo de la ciudad. Los gritos llenaron el aire y, al levantar la vista, vi cómo una gigantesca nube negra ascendía del Vesubio. No era una nube cualquiera. ¡Era como si el cielo hubiera decidido que era hora de convertirse en carbón!
La gente corría como si hubieran anunciado vino gratis. ¡Un caos total! Y allí estaba yo, sin nada mejor que hacer, corriendo hacia mi sombrilla como si fuera mi único salvavidas. Porque, claro, en mi cabeza, esa sombrilla mágica que me había prometido protegerme del sol… ¡también me salvaría de una lluvia de rocas ardientes! Y, amigos, ¡no os lo vais a creer, pero lo hizo!
Las piedras del tamaño de melones caían del cielo y yo, escondido bajo mi sombrilla, aguantaba como si fuera un caballero medieval con un escudo gigante. ¡Un héroe moderno en toga romana! Las rocas rebotaban en la sombrilla, el calor era insoportable, pero ahí seguía yo, sentado, mordisqueando otra aceituna, como si estuviera en un picnic infernal.
La ciudad se oscureció en pleno día. El Vesubio rugía y las cenizas caían por todas partes. Podía escuchar a la gente correr desesperada, pero yo… ¡yo tenía mi sombrilla! Y eso, queridos, me hizo sentirme invencible.
Después de horas de caos, ceniza y gritos, me dije: "Eloy, no puedes quedarte aquí para siempre. Sal de debajo de la sombrilla y haz algo." Así que agarré mi gigantesco escudo... digo, sombrilla, y empecé a caminar por las calles de Pompeya, como un héroe improvisado. La gente me miraba sin saber si admirarme o llamarme loco. Pero, ¿quién era el loco? ¿El que corría como pollo sin cabeza o el que avanzaba cubierto bajo una sombrilla del tamaño de una casa? ¡Lo dejo a vuestro criterio!
Finalmente, llegué al puerto, donde unos pescadores intentaban sacar sus barcas al mar, pero las olas parecían pelearse con ellos. Neptuno debía estar de mal humor. Así que, sin opciones, me senté de nuevo bajo mi sombrilla, esperando que el volcán se calmara.
Y después de horas interminables, el Vesubio se quedó sin munición. Pompeya quedó enterrada bajo las cenizas y yo... bueno, yo sobreviví. Todo gracias a esa sombrilla descomunal que, quién lo diría, sí era la protección definitiva contra cualquier cosa que el cielo decidiera lanzar.
Ahora, ¡a la cama! Mañana os contaré cómo convencí a los fenicios de intercambiar cebollas por oro. ¡Y así se hicieron increíblemente ricos! Buenas noches y dulces sueños.