En una acogedora casa de un pequeño pueblo, Eloy siempre espera con ansias la llegada de sus nietos. Cada noche, alrededor de una chimenea chispeante y con una sonrisa traviesa, comienza sus relatos diciendo: "¿Sabían que cuando yo era joven, viajé a la tumultuosa Rusia de los zares y allí me enfrenté a un ejército de osos bailarines? ¡Sí, y allí me convertí en el campeón de la danza del oso! Pero esa no es la historia que os quería contar hoy".
Acomodándose su sombrero de ala ancha, ajustando la banda de cuero envejecido adornada con plumas exóticas y una colección de insignias y medallas, Eloy miró a sus nietos con una chispa especial en los ojos.
"Ah, sí, los elefantes de Aníbal. Fue una época fascinante, queridos. Imaginad un ejército de enormes bestias, tan grandes que podían mover montañas... casi literalmente. Pues bien, como siempre, mi historia comienza de una manera extraordinaria.
Era un día soleado en la antigua Cartago, cuando recibí una carta muy urgente. ¡Aníbal mismo había solicitado mi ayuda! Decía que sus elefantes estaban teniendo dificultades para acostumbrarse al clima frío y a las empinadas pendientes de los Alpes. No podía creerlo, ¿yo, Eloy, entrenando elefantes? Pero acepté el desafío con gusto.
Cuando llegué al campamento de Aníbal, me recibieron con gran pompa y ceremonia. Aníbal, un hombre alto y con un porte imponente, se acercó a mí con una expresión de preocupación.
—Eloy, he oído que eres el mejor entrenador de animales que existe. Mis elefantes están asustados y no quieren avanzar. ¿Puedes ayudarnos?
Miré a los elefantes, enormes criaturas con ojos tristes y orejas caídas. Supe en ese momento que necesitaban algo más que entrenamiento; necesitaban ánimo y un poco de diversión.
Decidí comenzar con algo sencillo. Reuní a los elefantes y a sus cuidadores, y les conté un chiste absurdo sobre un ratón que quería ser elefante. Al principio, los elefantes solo me miraron con curiosidad, pero pronto comenzaron a levantar sus trompas y a emitir sonidos que, juraría, eran risas elefantinas.
El primer paso había sido un éxito: había captado su atención. Ahora necesitaba ganarme su confianza. Comencé a entrenarles con ejercicios simples, combinando juegos y recompensas. Les enseñé a caminar en línea recta, a seguir comandos básicos y, lo más importante, a no temer a los ratones. Sí, habéis oído bien, ¡ratones!
Resulta que una de las razones por las que los elefantes se negaban a avanzar era porque el camino estaba plagado de pequeños roedores que corrían a su alrededor. Así que tuve que enfrentar este problema de frente.
Convencí a Aníbal de que necesitábamos un ejército de gatos para mantener a raya a los ratones. No fue fácil, pero pronto tuvimos una brigada de felinos patrullando el campamento. Los elefantes, viendo a sus diminutos enemigos ser ahuyentados, comenzaron a recuperar su confianza.
Una vez resuelto el problema de los ratones, comenzamos el verdadero entrenamiento para la travesía alpina. Sabía que la clave estaba en hacer que los elefantes se sintieran como en casa en medio de la nieve y el hielo. Así que, ideé un plan maestro.
Vestí a cada elefante con una manta especial hecha de lana de oveja, diseñada para mantenerlos calientes en el frío extremo. Además, les enseñé a pisar el hielo con cuidado, distribuyendo su peso para no resbalar.
Los días pasaron, y los elefantes se volvieron más fuertes y confiados. Al fin llegó el momento de la travesía. Aníbal, impresionado por el progreso, me dio las gracias y dijo:
—Eloy, has hecho un trabajo increíble. Sin ti, nunca habríamos logrado esto.
Y así, con los elefantes listos y el camino despejado de ratones, comenzamos la marcha. Fue una vista impresionante: un ejército de enormes bestias avanzando con determinación a través de los Alpes. Hubo momentos difíciles, claro, pero los elefantes, entrenados y motivados, superaron cada obstáculo.
Finalmente, llegamos al otro lado de los Alpes. Aníbal y su ejército estaban listos para enfrentarse a los romanos, gracias a los valientes elefantes. Y yo, Eloy, me sentí orgulloso de haber sido parte de esta gran aventura.
Y así, queridos nietos, acaba esta historia. Los elefantes de Aníbal cruzaron los Alpes y se convirtieron en leyenda, todo gracias a un poco de humor, valentía y un ejército de gatos. Ahora, ¡a la cama! Mañana les contaré cómo escalé las altas montañas de los Incas en busca de la ciudad perdida de oro. Buenas noches y dulces sueños.