En una acogedora casa de un pequeño pueblo, Eloy siempre espera con ansias la llegada de sus nietos. Cada noche, alrededor de una chimenea chispeante y con una sonrisa traviesa, comienza sus relatos diciendo: "¿Sabían que cuando yo era joven, viajé a la corte del rey Arturo? ¡Sí, y allí me enfrenté a un dragón que custodiaba una torre de queso gigante! Pero esa no es la historia que os quería contar hoy."
Los nietos de Eloy, con los ojos brillando de expectación, se acomodaron en sus asientos. El abuelo se quitó el sombrero de ala ancha, lo colocó con cuidado en su regazo, y con una risa profunda y melodiosa, empezó su relato.
"Ah, la antigua China, como os había prometido," comenzó Eloy, "un lugar de maravillas y misterios. Recuerdo que era una mañana neblinosa cuando llegué al gran campo donde miles de trabajadores estaban erigiendo lo que sería una de las maravillas del mundo: la Gran Muralla China. Sin embargo, algo inusual había ocurrido y todos estaban en un estado de pánico.
Resulta que el Emperador había emitido un edicto real: la muralla debía ser construida con herramientas tradicionales, pero alguien había robado todas las palas, picos y martillos durante la noche. Solo quedaban cucharas de madera para trabajar. Mientras los arquitectos se arrancaban los pelos y los obreros murmuraban en descontento, yo, con mi sombrero de ala ancha y mi cuchara de madera, me acerqué al capataz de la obra.
—¡Buen día! —le dije—. Soy Eloy, experto en resolver problemas imposibles. ¿Qué parece ser el problema?
El capataz, un hombre robusto con una barba tan larga que casi rozaba el suelo, me miró con desesperación.
—¡Es imposible! —exclamó—. ¿Cómo vamos a construir la Gran Muralla con cucharas de madera?
Sonreí y me quité el sombrero, dejando ver la colección de plumas exóticas y medallas que adornaban la banda de cuero envejecido.
—Pues, con mucho ingenio y un poco de paciencia —respondí, agitando mi cuchara de madera en el aire.
El capataz me miró como si estuviera loco, pero la desesperación lo había hecho estar dispuesto a escuchar cualquier propuesta.
—De acuerdo, Eloy —dijo finalmente—. ¿Cuál es tu plan?
Tomé un momento para observar a los trabajadores y el terreno. Luego, les pedí que formaran una cadena humana y empezaran a cavar con las cucharas, tal como lo harían con palas. Les mostré cómo mover la tierra eficientemente con movimientos rápidos y precisos.
Al principio, los obreros eran escépticos, pero pronto se dieron cuenta de que, con un ritmo constante y coordinado, podían avanzar más rápido de lo que habían imaginado. Las cucharas de madera resultaron ser sorprendentemente útiles para detalles finos y para compactar la tierra de manera uniforme.
A medida que pasaban los días, desarrollamos técnicas cada vez más innovadoras. Por ejemplo, usamos las cucharas para crear moldes de tierra compactada que luego se secaban al sol y se utilizaban como ladrillos. También encontramos que las cucharas eran perfectas para tallar inscripciones y decorar las secciones de la muralla.
Un día, mientras trabajábamos, el Emperador en persona decidió visitar la obra para ver cómo íbamos. Cuando vio a miles de trabajadores utilizando cucharas de madera y la gran sección de muralla que ya habíamos construido, quedó atónito.
—¿Quién es el responsable de esta proeza? —preguntó el Emperador.
El capataz me señaló y yo me acerqué, haciendo una reverencia.
—Soy yo, su majestad, Eloy —dije con humildad.
El Emperador me observó detenidamente y luego estalló en carcajadas.
—¡Nunca había visto algo así! —exclamó—. Construir la Gran Muralla con cucharas de madera… ¡Es increíble! ¡A partir de ahora, serás conocido como el Maestro de las Cucharas!
Y así, queridos nietos, continuamos trabajando y terminamos una gran sección de la Gran Muralla con nuestras cucharas de madera. Fue una hazaña que nadie olvidó, y cada vez que alguien duda de lo que se puede lograr con ingenio y determinación, siempre recuerdan la historia de cómo Eloy y sus cucharas de madera construyeron la Gran Muralla China.
Eloy sonrió a sus nietos, que ahora lo miraban con admiración y asombro.
—Y así, queridos nietos, acaba esta historia. Ahora, ¡a la cama! Mañana les contaré sobre la vez que ayudé a entrenar a los elefantes de Aníbal para cruzar los Alpes. Buenas noches y dulces sueños.