En una acogedora casa de un pequeño pueblo, Eloy siempre espera con ansias la llegada de sus nietos. Cada noche, alrededor de una chimenea chispeante y con una sonrisa traviesa, comienza sus relatos diciendo: "¿Sabéis que cuando yo era joven, viajé al Renacimiento y ayudé a un alquimista a convertir plomo en palomitas de maíz? Pero esa no es la historia que os quería contar hoy."
"Hoy les contaré sobre una época maravillosa y cálida, en las antiguas tierras de Mesopotamia. Fue allí donde, sin saberlo, inventé el primer helado del mundo.
Todo comenzó en un día tan caluroso que hasta los camellos llevaban sombreros para protegerse del sol. Yo, siendo un joven lleno de curiosidad y siempre buscando nuevas aventuras, había decidido visitar la ciudad de Ur, una de las más bulliciosas y vibrantes de la época. Las calles estaban llenas de vida, con comerciantes vendiendo telas exóticas, especias aromáticas y joyas relucientes. Las casas de adobe y los templos de ladrillo se alzaban majestuosos bajo el ardiente sol de Mesopotamia.
En el mercado de Ur, había una algarabía constante. Los vendedores gritaban ofreciendo sus productos, desde granos de cebada hasta exquisitas vasijas de cerámica. Las cabras paseaban libremente, y había niños correteando con cachorros de perro que llevaban diminutos sombreros hechos de hojas de palmera. Imaginad un lugar donde los teléfonos móviles no existían y en su lugar, la gente se comunicaba cara a cara, ¡y las cabras no tenían que preocuparse por que les hicieran una foto!
Los comerciantes vendían cosas que hoy nos parecerían curiosas. Por ejemplo, había un hombre que vendía sandalias hechas de piel de cocodrilo, y justo al lado, una mujer ofrecía maquillaje hecho de polvo de escarabajo molido. Yo siempre me preguntaba cómo podían mantener esos escarabajos tan felices para que produjeran ese polvo brillante.
Al llegar, me encontré con un festival en pleno apogeo. Las calles estaban llenas de gente disfrutando de música, danzas y un sinfín de delicias culinarias. Los tambores resonaban, las flautas emitían melodías alegres y la gente bailaba con energía desbordante. Me uní a la multitud y pronto descubrí que el rey de Ur, el gran Shulgi, era un gran amante de los dulces. Decidí que era el momento perfecto para compartir una nueva creación que había estado imaginando durante mis largos paseos por el desierto: ¡un postre frío y refrescante!
Conseguí algunos ingredientes básicos: leche de cabra, miel y frutas frescas. La leche de cabra era espesa y cremosa, la miel era dorada y fragante, y las frutas, jugosas y vibrantes, eran una delicia para los sentidos. Pero, ¿cómo enfriarlos en medio de tanto calor? Recordé una historia que me contaron unos pastores sobre una cueva cercana donde se acumulaba hielo durante el invierno y que, con suerte, aún podría quedar algo de hielo.
Emprendí el viaje hacia las montañas cercanas y, después de mucho esfuerzo y varios desvíos, encontré la cueva. La entrada estaba semioculta por enredaderas y arbustos, pero una vez dentro, el aire era fresco y había bloques de hielo brillando en la penumbra. Con mucho cuidado, rompí algunos trozos y los llevé de vuelta a la ciudad, donde comencé mi experimento.
El trayecto de vuelta fue toda una odisea. Imagina, queridos nietos, cargar con bloques de hielo bajo el sol abrasador de Mesopotamia. Tenía que pararme cada poco a descansar a la sombra de alguna palmera y, para evitar que se derritiera, construí un pequeño sombrero para el hielo con hojas de palma. No os riais, pero creo que inventé la primera nevera portátil de la historia.
De vuelta en Ur, mezclé la leche de cabra con miel y frutas, y luego añadí el hielo triturado. Batí la mezcla vigorosamente hasta que se volvió cremosa y fría. El resultado fue asombroso: un delicioso y refrescante manjar que nunca antes había existido en Mesopotamia.
Llevé mi creación al festival y la ofrecí al rey Shulgi. Al probarlo, sus ojos se iluminaron de alegría y proclamó que ese postre sería conocido como el 'Manjar de los dioses'. Así, sin darme cuenta, inventé el primer helado de la historia.
Esa noche, toda la ciudad de Ur celebró y disfrutó del nuevo postre. Los niños corrían con conchas llenas de helado, las mujeres reían mientras degustaban la delicia y los hombres brindaban por el nuevo invento. Y yo, Eloy, me convertí en una leyenda entre los habitantes de Mesopotamia por haber traído tan maravillosa delicia a sus vidas.
No fue fácil al principio. Hubo que convencer a los más escépticos de que un postre frío en un clima cálido era una buena idea. Algunos ancianos decían que la leche debía beberse caliente para ser saludable, pero bastó un solo bocado del helado para cambiar sus mentes. La noticia se extendió rápidamente y pronto llegaron visitantes de otras ciudades solo para probar el famoso helado de Ur.
El rey Shulgi estaba tan complacido que me nombró Maestro de los Postres y me dio acceso a la cocina real. Allí, con la ayuda de los mejores cocineros de Mesopotamia, perfeccioné la receta. Añadimos nueces, especias exóticas y hasta flores comestibles para darle nuevos sabores y texturas. Cada día, nuevas versiones del helado aparecían, y la gente no podía esperar para probarlas.
Pero la verdadera aventura comenzó cuando el helado cruzó las fronteras de Ur. Comerciantes y viajeros llevaron la receta a otros reinos, y pronto el helado se convirtió en un fenómeno. Desde Babilonia hasta Persia, todos querían probar el manjar frío que había sido creado por un extraño viajero en Ur.
Fue así como, con un poco de curiosidad y mucho hielo, inventé el primer helado del mundo y lo llevé desde Mesopotamia a todos los rincones del antiguo Oriente Medio.
"Y así, queridos nietos, acaba esta historia. Ahora, ¡a la cama! Mañana les contaré sobre la vez que enseñé a los etruscos a hacer mosaicos con caramelos. Buenas noches y dulces sueños."