En una acogedora casa de un pequeño pueblo, Eloy siempre espera con ansias la llegada de sus nietos. Cada noche, alrededor de una chimenea chispeante y con una sonrisa traviesa, comienza sus relatos diciendo: "¿Sabéis que cuando yo era joven, fui a pescar con Cristóbal Colón y descubrimos América por accidente? Pero esa no es la historia que os quería contar hoy."
Todo comenzó cuando recibí una invitación inesperada. Un líder britano-romano llamado Artorius, famoso por enfrentarse a los invasores sajones con una mezcla de valentía y confusión estratégica, había escuchado rumores sobre mis habilidades. No me preguntéis cómo, pero la noticia de mis hazañas viaja rápido, sobre todo cuando son absurdas. Artorius necesitaba ayuda urgente en su fortaleza en Britannia, y como yo no tenía nada mejor que hacer, empaqué mis cosas y me dirigí hacia allá.
Cuando llegué al castillo de Artorius, la situación era... peculiar. Los guerreros britanos estaban inmersos en una disputa sobre si las armaduras deberían llevar rayas o cuadros, y nadie parecía recordar dónde habían dejado las espadas. Artorius, un hombre robusto con una barba tan espesa que podía esconder su desayuno en ella, me recibió con una expresión de alivio mezclado con desesperación.
—¡Eloy! —exclamó Artorius—. Estoy en un lío del tamaño de un elefante y necesito tu ayuda.
—¿Un lío? —pregunté, mientras esquivaba a un guerrero que tropezaba con su propia lanza—. ¿Se han terminado las reservas de hidromiel?
—Peor que eso —dijo Artorius, con tono grave—. ¡Un dragón ha ocupado el Castillo del Queso!
El Castillo del Queso era una fortaleza en lo alto de una colina, hecha completamente de los quesos más apestosos y deliciosos de todo Britannia. Las murallas estaban construidas con bloques de cheddar añejo, y las torres estaban coronadas con ruedas de brie tan cremoso que tenías que tener cuidado de no resbalar si te acercabas demasiado. El aroma, para quienes lo apreciaban, era celestial; para los no iniciados, era motivo suficiente para salir corriendo en dirección contraria.
—¡Un dragón en el Castillo del Queso! —exclamé, sin poder creer lo que oía—. ¿Es muy grande?
—Tan grande como mi apetito después de una larga batalla —respondió Artorius—. Y tiene un aliento que huele a cebollas podridas. Si no hacemos algo pronto, ese monstruo se zampará todo el queso y apestará al reino entero.
Me puse a pensar en un plan. Sabía que no podía enfrentarme a un dragón con fuerza bruta, porque, para ser honesto, mi fuerza se limitaba a abrir frascos difíciles y cargar quesos pesados. Pero tenía algo que el dragón no tenía: ingenio, una sonrisa carismática y un trozo de camembert que llevaba conmigo (para emergencias, claro).
Decidí enfrentarme al "dragón" usando lo que mejor conocía: el queso. Llené mi mochila con todos los quesos que pude encontrar en el castillo de Artorius (incluyendo un queso azul tan apestoso que tuvo que ser envuelto en cinco capas de tela) y me dirigí hacia el Castillo del Queso.
Al llegar, me encontré con el supuesto dragón. A lo lejos, se veía una gran sombra sobre la torre del queso, pero al acercarme, descubrí que la "sombra" era en realidad una enorme lona arrugada que había sido colocada de manera torpe por los habitantes del castillo. No había dragón en absoluto, solo una pila de cueros de queso viejos que se habían amontonado y que el viento había movido, creando la ilusión de una criatura monstruosa.
Al observar más de cerca, vi a un grupo de aldeanos que estaban tratando de arreglar el daño causado por una reciente tormenta. Ellos habían exagerado la historia del "dragón" para explicar el caos causado por la tormenta y la acumulación de restos de queso.
—¡No hay dragón! —exclamé, mientras los aldeanos se acercaban con miradas confundidas—. Solo una lona y algo de queso en mal estado. ¡Vamos a resolver esto!
Con la ayuda de los aldeanos, limpiamos el lugar y organizamos el queso. Resultó que la leyenda del dragón había sido simplemente un malentendido agravado por el boca a boca y las historias que se transforman en algo mucho más grande de lo que realmente son.
Volví al castillo de Artorius con la noticia de que el "dragón" no era más que un mito y que el verdadero problema había sido una combinación de mal tiempo y queso mal conservado. Artorius me recibió con alivio y los guerreros celebraron con una fiesta en la que, por supuesto, el queso fue el plato principal. La leyenda del dragón se convirtió en una anécdota divertida y el castillo volvió a la normalidad.
Y así, queridos nietos, acaba esta historia. Ahora, ¡a la cama! Mañana les contaré cómo ayudé a Marco Polo en su viaje a China, donde nos persiguieron durante días porque confundieron nuestras provisiones de especias con oro en polvo. Buenas noches y dulces sueños.