En una acogedora casa de un pequeño pueblo, Eloy siempre espera con ansias la llegada de sus nietos. Cada noche, alrededor de una chimenea chispeante y con una sonrisa traviesa, comienza sus relatos diciendo:
¿Sabéis que cuando yo era joven, viajé al Imperio Song, donde les enseñé a los matemáticos a contar usando fideos? Pero esa no es la historia que os quería contar hoy.
Era el pleno invierno, uno de esos inviernos que parecen durar más de un año, con días en los que el sol sólo asomaba un poquito, como si tuviera miedo de enfrentarse al frío. Yo había llegado a Siberia por accidente, aunque si me preguntáis ahora, os diría que era parte de un plan muy bien pensado… por el destino, claro.
El frío era indescriptible. Los árboles estaban tan cubiertos de hielo que parecían esculturas de cristal, y la nieve crujía bajo mis botas como si fuera de metal. Pero lo que más destacaba era el silencio. Un silencio tan profundo que podías oír el susurro del viento como si estuviera contando secretos de tiempos antiguos.
La cuestión es que allí estaba yo, con un abrigo que parecía hecho de papel, mirando alrededor y pensando: ¿Cómo me voy a calentar en este lugar? Justo entonces vi una enorme figura blanca en el horizonte. Se movía con gracia, como si no le importara el frío ni la nieve. ¿Sabéis qué era? Un oso polar. Pero no era un oso cualquiera, no. Este oso, que más tarde llamé Boris, tenía un porte regio, casi como si fuera el rey de los osos.
Boris no estaba solo. Había otros osos con él, y aunque al principio pensé que me iban a invitar a su cena —en la que yo sería el plato principal, por supuesto—, resultó que los osos eran increíblemente amigables. De hecho, logramos entendernos a través de gestos y gruñidos. Boris, que al parecer era algo así como un arquitecto, me preguntó si sabía construir castillos. Y yo, siendo un hombre de muchos talentos —o al menos uno que siempre dice que sí a todo—, le respondí que, por supuesto, era todo un experto en castillos. Aunque, en realidad, mi experiencia más cercana había sido construir castillos de arena en la playa cuando era niño.
"Un castillo de hielo." Me explicó que los osos necesitaban un lugar donde refugiarse del viento helado y de los lobos árticos, que siempre intentaban molestarles en invierno. Así que, ¿qué mejor que un castillo de hielo? Y no cualquier castillo, no. Tenía que ser algo grandioso, una maravilla arquitectónica que dejara a todos los animales del Ártico con la boca abierta.
Así que allí estaba yo, en la tundra siberiana, con un grupo de osos polares que me trataban como si fuera un maestro constructor. Lo primero que hicimos fue recolectar bloques de hielo. Y cuando digo bloques, no os imaginéis algo del tamaño de una nevera pequeña. ¡No! ¡Eran enormes! Cada bloque de hielo pesaba lo mismo que tres elefantes adultos bien alimentados. Afortunadamente, los osos eran expertos en mover cosas pesadas. Boris y su equipo de osos —que incluían a su primo Igor y a un oso muy simpático llamado Misha— comenzaron a apilar el hielo con una precisión asombrosa.
Sabéis, uno podría pensar que los osos polares no son buenos con la geometría, pero os aseguro que tienen una intuición natural para las formas. Cada bloque de hielo encajaba perfectamente, como si estuvieran construyendo un enorme puzzle. Mientras ellos trabajaban, yo me encargaba de los detalles, ya sabéis, las cosas importantes. Como decidir dónde poner las ventanas, qué tipo de bandera debía ondear en lo alto de las torres... Cosas esenciales.
Los días pasaban rápidamente, y el castillo de hielo comenzó a tomar forma. Era impresionante: paredes de hielo brillante que reflejaban la luz del sol como espejos, torres altísimas desde las que podías ver todo el horizonte blanco, y un salón principal tan grande que podrías haber celebrado en él el cumpleaños de un mamut (si quedaran mamuts, claro). Los osos estaban emocionados. ¡Nunca habían visto algo igual! Cada día, Boris me daba una palmada en la espalda que casi me rompía las costillas y gruñía algo que sonaba como "¡Buen trabajo, Eloy!"
Pero no todo fue fácil. Un día, mientras estábamos levantando la torre más alta, apareció una tormenta de nieve tan feroz que casi no podíamos ver nuestras propias patas... o en mi caso, mis botas. El viento soplaba con tal fuerza que algunos de los bloques de hielo comenzaron a moverse. "¡Esto no es bueno!" pensé. Boris y los demás osos trataban de estabilizar los bloques, pero la tormenta era más fuerte que nosotros. Justo cuando parecía que todo el esfuerzo iba a caer literalmente por tierra, tuve una idea brillante.
"¿Sabéis cuál es el mejor material para reforzar un castillo de hielo?" ¡Pescado congelado! "Sí, lo sé, suena extraño. Pero los peces son resbaladizos, pero cuando están congelados son más fuertes que el acero. Así que, durante la tormenta, envié a los osos a pescar. Ellos volvieron con toneladas de pescado, lo suficiente para reforzar las paredes y asegurarnos de que el castillo no se desmoronara."
Y así, con las paredes reforzadas por un ejército de bacalaos y arenques congelados, el castillo resistió la tormenta. Cuando finalmente terminó, lo que quedó fue una obra maestra de la ingeniería del Ártico: el primer y único castillo de hielo reforzado con pescado en la historia de Siberia.
Los osos estaban encantados. Organizaron una gran fiesta en el salón principal, donde todos los animales de la tundra vinieron a admirar el castillo. Hubo danzas de focas, una banda de pingüinos tocando instrumentos de hielo, y, por supuesto, un festín de pescado. Me convertí en el héroe de la tundra, el humano que había construido el castillo más grandioso que el Ártico había visto jamás.
Y así, con una sonrisa de satisfacción y el estómago lleno de pescado, me despedí de mis amigos osos y continué mi viaje, dejando tras de mí una leyenda que, según dicen, todavía se cuenta entre los animales del Ártico.
Y así, queridos nietos, acaba esta historia. Ahora, ¡a la cama! Mañana os contaré sobre cómo asistí a un festival de música celta en Irlanda, donde conocí a un grupo de bardos que me invitaron a un duelo poético. Buenas noches y dulces sueños.