En el pequeño pueblo de Piedra Llana, donde las casas eran de piedra y las calles estrechas, los niños solían jugar hasta que el cielo se teñía de estrellas. Pero últimamente, nadie se atrevía a salir de casa después del atardecer. Se contaban historias de un enorme Dragón de Fuego que rondaba el bosque cercano, dejando tras de sí un rastro de árboles quemados y miedo entre los aldeanos.
Una noche, el joven Tomás no pudo contener su curiosidad. Armado con nada más que una linterna y una capa vieja, decidió encontrar al dragón y descubrir la verdad. Sigilosamente, se deslizó fuera de su casa y se adentró en el bosque.
Mientras caminaba entre los susurros de las hojas y el crujido de las ramas bajo sus pies, una sombra gigantesca cruzó por delante de su linterna. Tomás contuvo la respiración. Frente a él, las siluetas de las alas, la cola y las fauces de un dragón se proyectaban en el suelo. Sin embargo, algo era extraño. La sombra parecía temblar y cambiar de forma.
Intrigado, Tomás siguió la sombra hasta llegar a una pequeña cueva. Allí, escondido detrás de unas rocas, encontró a un ratoncito. Era Remy, un ratón peculiar que vivía solo en el bosque y que, con ayuda de una lámpara de aceite, proyectaba sombras en las paredes de la cueva.
"¡No tengas miedo!" dijo Remy con una vocecita chillona cuando Tomás lo descubrió. "Solo estoy jugando a ser un gran dragón. No hago daño a nadie."
Tomás, entre asombrado y divertido, decidió sentarse a escuchar la historia de Remy. El ratoncito explicó cómo había encontrado la lámpara de aceite en un carro abandonado y cómo había aprendido a crear sombras con sus patitas y su cuerpo.
"Me gusta imaginar que soy grande y fuerte, aunque solo sea en las sombras", confesó Remy con un suspiro.
Tomás sonrió. "Es un juego ingenioso, pero has asustado a todo el pueblo", dijo.
Juntos, idearon un plan para mostrar a todos en Piedra Llana que no había nada que temer y que las sombras no eran más que un juego.
Tomás y Remy trabajaron durante días preparando la gran revelación. Invitaron a todos los aldeanos a una "Feria de las Sombras" en la plaza del pueblo. Con la ayuda de otros niños, colgaron telas blancas y prepararon lámparas de aceite.
Cuando llegó la noche de la feria, el pueblo entero se congregó, algunos todavía temerosos. Tomás presentó a Remy, quien con orgullo explicó cómo había creado el gran Dragón de Fuego con solo su pequeño cuerpo y una lámpara.
Los niños del pueblo se turnaron para crear sus propias sombras: pájaros, perros, castillos… La plaza se llenó de risas y aplausos. Los adultos, al principio escépticos, terminaron participando y creando sombras con sus manos y cuerpos.
La feria se convirtió en una celebración anual en Piedra Llana. Remy fue nombrado el "Maestro de las Sombras", enseñando a todos los niños del pueblo el arte de las sombras chinas.
Tomás aprendió que a menudo, los miedos de la gente son solo sombras: formas sin sustancia que, vistas de cerca, no son tan temibles después de todo.
Y así, Remy y Tomás enseñaron a Piedra Llana una valiosa lección: que a veces, los dragones más temibles son los que construimos en nuestra imaginación. Y lo que a menudo necesitamos es acercarnos un poco más para ver la realidad detrás de las sombras.