Había una vez, en un lejano y olvidado pueblo, una misteriosa figura conocida como "El Traga Luces". Las historias sobre él se contaban en susurros y con una mezcla de temor y asombro. El Traga Luces era un ser enigmático, vestido siempre con un largo abrigo negro y un sombrero de ala ancha que ocultaba su rostro. Nadie sabía de dónde venía, pero lo que sí sabían todos en el pueblo era su peculiar habilidad: podía absorber la luz y guardarla dentro de sí.
La leyenda comenzó una noche de luna llena, cuando las calles del pueblo se llenaron de una oscuridad inexplicable. Las estrellas parecían haberse desvanecido y la luna, antes radiante, ahora era apenas un débil halo en el cielo. La gente del pueblo, asustada, se encerró en sus casas, mientras susurros sobre el Traga Luces empezaron a circular.
Decían que el Traga Luces caminaba por las calles vacías, extendiendo sus manos hacia las luces de las lámparas, las velas en las ventanas y cualquier resquicio de claridad, absorbiéndolas por completo. Pero lo más sorprendente de todo, era que a medida que absorbía la luz, su abrigo parecía brillar con una luz propia, misteriosa y cautivadora.
Una noche, una niña llamada Lucía, impulsada por la curiosidad y un espíritu aventurero, decidió seguir al Traga Luces. Con una linterna en mano, se adentró en la oscuridad, siguiéndolo a una distancia segura. A medida que caminaba, notó que, a pesar de absorber la luz, el Traga Luces parecía buscar algo más, como si estuviera perdido o en busca de una respuesta.
Lucía lo siguió hasta el bosque, donde, para su sorpresa, el Traga Luces se detuvo frente a un viejo árbol. Allí, quitándose lentamente el sombrero, reveló su rostro. No era un monstruo ni una criatura temible, sino un hombre mayor, con ojos tristes y cansados. En ese momento, Lucía se dio cuenta de que el Traga Luces no era una amenaza, sino alguien en profunda soledad.
El hombre comenzó a hablar, su voz era suave y melancólica. Contó que hace mucho tiempo, había sido un científico obsesionado con capturar la esencia de la luz. En su afán, creó un dispositivo que le permitía absorberla y almacenarla dentro de sí. Sin embargo, lo que no previó fue la consecuencia de su invento: al absorber la luz, también absorbía la alegría y la vida de todo a su alrededor, condenándose a una existencia de oscuridad y soledad.
Lucía, conmovida por su historia, le ofreció su linterna, diciendo que aunque no podía devolverle toda la luz que había perdido, podía compartir con él la suya. El hombre sonrió por primera vez en años y, con un gesto gentil, rechazó la oferta. En su lugar, le pidió a Lucía que usara la linterna para iluminar el camino de regreso al pueblo y que contara su historia, para que las personas dejaran de temerle y entendieran su dolor.
Desde esa noche, el Traga Luces dejó de ser una figura temida. Las personas del pueblo, inspiradas por la valentía de Lucía y la triste historia del hombre, empezaron a dejar pequeñas luces en sus ventanas, no por miedo, sino como un símbolo de esperanza y conexión. Y aunque el Traga Luces seguía vagando por las calles, ya no lo hacía en soledad, sino acompañado por un suave resplandor que, de alguna manera, hacía que la oscuridad no pareciera tan profunda.
Y así, el Traga Luces se convirtió en una leyenda no de miedo, sino de redención y empatía, recordándonos que a veces, en las profundidades de la oscuridad, lo que realmente buscamos es un poco de luz y comprensión.