Hoy os quería contar una historia, una historia de un mentiroso perfecto. ¿Cómo sé que era perfecto? Pues porque nadie, absolutamente nadie, jamás llegó a saber que mentía. Podríais pensar que alguien debió sospechar algo, algún vecino curioso o un amigo atento. Pero no. No hubo cejas levantadas, ni miradas de desconfianza. La gente creía en cada palabra suya, tan cierto como creían que el sol saldría al día siguiente.
Este es el cuento de Anselmo Sinmás, un hombre tan hábil en el arte de envolver mentiras en verdades que ni la mismísima señora Benita, la chismosa más experimentada del pueblo, dudaba de él. Su técnica era infalible: contaba mentiras en forma de “sándwich”. Empezaba con un bocado de verdad, le añadía la mentira en el medio, y luego lo remataba con otra verdad, justo como un buen emparedado de jamón con queso. Nadie, y quiero decir nadie, podía notar la diferencia.
Todo comenzó cuando Anselmo era solo un niño y, sin querer queriendo, aprendió a mentir en un asunto muy sencillo. Veréis, tenía una pequeña pecera con tres peces que cuidaba con mucho esmero, y los alimentaba cada día. Un día, mientras miraba a sus tres peces, su primo Bartolo le preguntó:
—¿Y por qué siempre miras tanto esos peces, Anselmo?
A lo que Anselmo, sin pensarlo demasiado, respondió con toda la tranquilidad del mundo:
—Es que me han dicho que los peces me entienden cuando les hablo —dijo, y era verdad: él les hablaba todas las noches y les contaba sus pequeños secretos, aunque, por supuesto, los peces jamás respondían.
—¿Y de qué les hablas? —insistió Bartolo, intrigado.
Anselmo entonces sonrió y, como quien no quiere la cosa, dejó caer la mentira en el centro del sándwich:
—Pues… a veces les cuento que tengo un pez especial que cambia de color si te acercas en silencio —mintió, haciendo una pausa dramática—, pero solo lo hace cuando nadie lo mira directamente.
Bartolo abrió los ojos de par en par, fascinado por la idea de un pez que cambiaba de color en secreto. ¡Era como si aquel pez tuviera una magia escondida!
—Claro, tienes que acercarte muy despacio, y si parpadeas, se vuelve a su color original —concluyó Anselmo, rematando su sándwich con otra pizca de verdad, porque, en efecto, los peces parecían cambiar de color según la luz de la ventana.
Bartolo no dudó ni un segundo. Desde ese día, cada vez que visitaba a Anselmo, se acercaba de puntillas a la pecera, convencido de que, algún día, pillaría a aquel pez en su misterioso cambio de color.
Y Anselmo, viendo que su sándwich había sido un éxito, sintió un pequeño orgullo en su pecho. La mentira había quedado perfectamente oculta entre dos verdades, y ni Bartolo, ni nadie, jamás sospechó nada.
Con el tiempo, Anselmo perfeccionó su técnica. Se dio cuenta de que la clave para contar mentiras estaba en no hacerlas demasiado grandes ni demasiado pequeñas, sino en mezclarlas bien. Como un emparedado bien hecho, en el que lo importante no es solo el pan ni solo el relleno, sino el conjunto.
Un buen ejemplo de su habilidad ocurrió una tarde en la plaza, cuando la señora Benita lo interceptó.
—Anselmo, ¿por qué no viniste a la fiesta del pueblo anoche? —le preguntó, poniendo las manos en las caderas.
Claro, Anselmo no había asistido porque estaba ocupado en su nuevo pasatiempo: coleccionar piedras raras en el bosque, un asunto que él consideraba infinitamente más interesante que cualquier fiesta.
—No fui porque tuve que ayudar al señor Ramírez con su burro —comenzó, y era verdad: esa tarde sí había ayudado al señor Ramírez a sacar al burro del corral, aunque fue a las cuatro de la tarde y la fiesta empezaba a las ocho.
—El pobre estaba atascado entre el portón y no podía ni rebuznar de lo nervioso que estaba —continuó, añadiendo un toque de exageración, lo justo para darle sabor a la historia.
—¡Ah! ¡Qué susto se debió llevar el pobre burro! —exclamó la señora Benita, horrorizada y fascinada a la vez.
Y así, con la verdad del burro y una mentira intercalada, Anselmo había hecho un perfecto sándwich. Nunca hubo duda en la mente de la señora Benita ni de nadie que escuchó la historia después. Su mentira se había quedado atrapada, cubierta de credibilidad como una nuez escondida en una galleta.
Ahora bien, uno puede pasarse de la raya con los emparedados, y esto mismo le sucedió a Anselmo una primavera en la que decidió contar la historia más audaz de todas.
Era época de la cosecha, y toda la gente del pueblo estaba ocupada recogiendo manzanas y melocotones. Una mañana, Anselmo se presentó en la plaza con aire de secreto y susurró a varios vecinos que había recibido una oferta de trabajo importante en la ciudad.
—¿Una oferta de trabajo? —preguntó el alcalde, frunciendo el ceño. Para ser honestos, nadie en Media Verdad había oído hablar de ningún puesto de trabajo en la ciudad para alguien como Anselmo, que no era ni granjero, ni artesano, ni comerciante.
—Sí, sí, en una empresa muy famosa —dijo Anselmo, sin mencionar ningún nombre, pero con tono serio, como si fuera algo casi secreto—. Necesitan a alguien que conozca bien los caminos del bosque para organizar rutas y conseguir información sobre los animales que habitan la zona.
Anselmo había trabajado un verano como ayudante de guardabosques, así que todos asumieron que debía ser cierto.
—Es una gran oportunidad —añadió, con un toque de nostalgia—, pero no podré regresar al pueblo durante un tiempo. Hay que quedarse a vivir allí en la ciudad, cerca del trabajo, ya sabéis, y estar disponible todo el tiempo.
La gente del pueblo sintió que aquello sonaba a progreso, a que Anselmo se había convertido en una persona importante de la noche a la mañana. ¿Por qué dudar? Nadie imaginó que aquello era un sándwich de mentiras, con el toque de verdad de su verano de guardabosques, envuelto en una buena dosis de imaginación y una pizca de misterio.
Al día siguiente, Anselmo se despidió del pueblo con un discurso emotivo. Todos lo desearon buena suerte y saludaron con pañuelos cuando comenzó su “viaje” hacia la gran ciudad. La gente incluso celebró una fiesta en su honor, recordando todas las cosas maravillosas que Anselmo había dicho, todas sus historias inolvidables, y su habilidad para hacer reír.
Sin embargo, en el camino hacia la ciudad, Anselmo encontró su destino en una curva del camino solitario. Según contaron los viajeros que pasaron días después, aquel trecho era traicionero y muchas carretas habían tenido accidentes allí. Pero Anselmo iba solo, y nadie se detuvo a auxiliarlo.
El pueblo, por su parte, nunca sospechó. Todos asumieron que Anselmo estaba muy ocupado en su nuevo trabajo, tal y como él había explicado. Pasaron semanas, luego meses, y nunca hubo una carta, ni una señal suya. Como nadie esperaba su regreso, nadie salió a buscarlo. Su mentira había sido tan perfecta que ocultó su propia ausencia.
Al final, la gente decidió que Anselmo se había quedado allá, en la ciudad, triunfando en su misterioso trabajo de explorador y guía de rutas. Su mentira se convirtió en su propio escondite, su última gran creación.
Y así, queridos oyentes, se acaba esta historia, la de un mentiroso perfecto, un mentiroso tan hábil que, incluso cuando desapareció, nadie dudó de su palabra. Porque, como veis, si una mentira se cuenta bien, es posible que acabe siendo la última cosa que quede de uno.