Había una vez, en una pequeña ciudad llena de plazas y fuentes cantarinas, un payaso llamado Plinky. Plinky no era cualquier payaso. Llevaba unos enormes zapatos que parecían barcas inflables, un sombrero de copa más alto que un pastel de bodas y una chaqueta de colores tan brillantes que podrían haber sido visibles desde el espacio. Su nariz, roja como un tomate, hacía un sonido de bocina cada vez que alguien la tocaba.
Plinky era el alma del circo "Las Sonrisas Viajantes", y durante muchos años, fue el rey indiscutible de las carcajadas. Su acto incluía caer en charcos invisibles, hacer malabares con tartas de crema y, por supuesto, el famoso número en el que montaba un triciclo tan pequeño que parecía diseñado para un ratón con problemas de visión. Todos los niños adoraban a Plinky, y los adultos no podían evitar reírse también, aunque intentaran disimularlo.
Pero había un secreto que nadie conocía. A pesar de las risas y los aplausos, Plinky sentía un nudo en el estómago. No era uno de esos nudos que te hacen sentir mariposas de emoción, no. Era un nudo triste, como cuando te das cuenta de que no queda helado en la nevera o cuando te quedas sin lápices de colores justo cuando ibas a terminar el dibujo más bonito del mundo. Plinky, el payaso de las carcajadas, estaba… triste.
Todo comenzó un día, después de un espectáculo especialmente ruidoso. Los niños corrían detrás de él pidiéndole autógrafos y queriendo tocar su nariz. Pero cuando Plinky volvió a su caravana, se sentó en su cama, miró su reflejo en el espejo (que por alguna razón siempre parecía más grande de lo necesario) y suspiró.
—No lo entiendo, —dijo en voz alta, aunque no había nadie para escuchar—. Hago reír a todo el mundo, pero... ¿quién me hace reír a mí?
La caravana, como siempre, guardó silencio. Bueno, excepto por el ratoncito que vivía en una esquina y que, en ese preciso momento, decidió que era el momento perfecto para roer una galleta abandonada.
Al día siguiente, Plinky decidió que tal vez lo que necesitaba era cambiar su rutina. "Quizás si hago algo diferente, algo más divertido, encontraré mi felicidad", pensó. Así que se fue al mercado, donde había oído hablar de un mago que vendía burbujas... de chocolate.
—¡Burbujas de chocolate! —exclamó Plinky—. ¡Eso es justo lo que necesito para alegrarme!
El mago, un tipo delgado con una barba que parecía un mapa mal dibujado, le vendió una botella de las burbujas por un precio ridículamente alto.
—No solo son burbujas de chocolate —le dijo el mago con una sonrisa traviesa—, ¡también pueden volar!
Plinky se emocionó. Si podía volar en una burbuja de chocolate, ¡seguro encontraría la felicidad allá arriba, entre las nubes!
Al llegar al circo, decidió probar su nueva adquisición. Sopló con fuerza y una burbuja gigante, del tamaño de un elefante bebé, apareció frente a él. Brillaba al sol, y desde dentro, podía ver el chocolate cremoso moviéndose como un río espeso.
—¡Allé voy! —gritó Plinky, y se lanzó dentro de la burbuja.
Al principio, todo iba de maravilla. La burbuja se elevó en el aire, flotando por encima de las tiendas de circo. Desde allí arriba, Plinky podía ver todo: las carpas de colores, los niños corriendo, y el sol que comenzaba a ponerse en el horizonte. Todo era perfecto... hasta que comenzó a derretirse.
—Oh no —dijo Plinky—. ¿Chocolate caliente? ¿En serio?
La burbuja se convirtió rápidamente en una sopa de chocolate, y antes de que Plinky pudiera hacer algo, ¡plaf! Cayó al suelo, cubierto de pies a cabeza de chocolate derretido.
Los niños, por supuesto, pensaron que era parte del espectáculo y se rieron a carcajadas.
Plinky, sin embargo, no estaba tan feliz. A pesar de que olía increíblemente bien, el chocolate en los pantalones no era tan divertido como parecía.
Decidido a no rendirse, Plinky pensó que tal vez volar en una burbuja de chocolate no era la mejor idea. Así que su siguiente plan fue mucho más sencillo: volar en un globo aerostático. ¿Qué podría salir mal?
Se presentó en el puerto de globos al día siguiente, con una sonrisa renovada y un enorme sándwich de queso en su mochila (porque nunca se sabe cuándo puedes tener hambre allá arriba).
—Quiero el globo más grande que tengas —dijo al encargado, un hombre robusto con un bigote que parecía tener vida propia.
Le ofrecieron un globo tan grande que hacía sombra a la mitad del circo. Tenía rayas rojas y amarillas, y en el centro, un dibujo de un pato con cara de pocos amigos. Plinky lo adoró al instante.
Despegó con suavidad, y esta vez, todo parecía ir bien. El viento acariciaba su cara, y el sol brillaba sin derretir absolutamente nada. "Esto es", pensó. "¡Esto es lo que necesito para ser feliz!"
Pero entonces, algo ocurrió. El globo comenzó a hablar.
—Oye, payaso —dijo el globo, en un tono irritado—. ¿Tienes alguna idea de lo que estás haciendo?
Plinky casi se cae de la canasta.
—¿T-tú hablas? —balbuceó, aferrándose al borde.
—Por supuesto que hablo, soy un globo mágico. Pero no estoy aquí para cháchara, ¿sabes lo difícil que es llevar a un payaso gigante como tú?
Plinky, ofendido, miró hacia abajo. Vale, tal vez había comido demasiadas tartas de crema últimamente, pero ¿era necesario que un globo se lo recordara?
—Bueno, es mi primer viaje en globo —dijo tímidamente—. Solo quiero... ser feliz.
El globo suspiró.
—Amigo, la felicidad no está en los cielos. ¿Por qué no miras hacia dentro, en lugar de buscar fuera?
Plinky no tenía idea de qué significaba eso, pero antes de que pudiera preguntar, una ráfaga de viento fuerte los sacudió y el globo comenzó a descender rápidamente.
Terminaron aterrizando en un lago, y aunque esta vez no había chocolate derretido, salir empapado tampoco era exactamente lo que Plinky había planeado.
Días pasaron, y Plinky comenzó a perder la esperanza. Había intentado de todo para recuperar su felicidad: burbujas de chocolate, globos parlantes, incluso probó hacer malabares con animales inflables, pero nada funcionaba.
Hasta que un día, mientras estaba sentado en el borde de una pista de aterrizaje cerca del circo, vio algo que cambió todo. Un avión pasó rugiendo por encima de su cabeza, despegando con una gracia que no esperaba de una máquina tan grande.
—¡Eso es! —gritó Plinky, poniéndose de pie de un salto—. ¡Necesito volar, pero en un avión!
Esa misma tarde, Plinky se inscribió en una escuela de aviación. Todos pensaron que era una locura: un payaso con una nariz de bocina, pilotando un avión. Pero Plinky no se dejó intimidar. Compró un par de gafas de aviador enormes y un casco que hacía juego con su chaqueta colorida, y comenzó su entrenamiento.
El primer día fue un desastre. Intentó hacer malabares con los controles (literalmente), y el instructor, un hombre serio con un bigote aún más serio, casi se desmaya.
Pero con el tiempo, Plinky mejoró. Descubrió que, cuando estaba en el aire, las risas del público, las tartas de crema y los triciclos ridículamente pequeños no importaban. El viento en su cara, el sol brillando sobre las alas del avión, y las nubes blancas deslizándose suavemente bajo él… eso era lo que lo hacía feliz.
Finalmente, llegó el día en que Plinky obtuvo su licencia de piloto. Ya no era el payaso triste que hacía reír a otros sin poder reírse él mismo. Ahora, era un payaso volador, un piloto con una nariz de bocina y un corazón lleno de felicidad.
Al final, Plinky descubrió que no necesitaba ser el rey de las carcajadas para ser feliz. Lo que realmente importaba era seguir lo que su corazón deseaba, aunque eso significara volar más allá de las nubes.
Y, por supuesto, todavía llevaba su sombrero de copa y su chaqueta de colores. Porque, después de todo, un payaso nunca deja de ser un payaso, incluso en las alturas.