Había una vez, en el recóndito pueblo de Luzánima, donde las noches eran tan claras como los días, un fenómeno curioso y misterioso que preocupaba a todos sus habitantes. Cada noche, justo cuando la luna alcanzaba su cenit y las estrellas titilaban con más fuerza, un gran apagón azotaba el pueblo. Durante unas horas, la oscuridad era tan profunda que ni siquiera las velas podían encenderse.
En Luzánima, la gente temía a estas horas sin luz y les llamaban “Las Horas Sombreadas”. Los niños se escondían bajo sus mantas, y los adultos miraban nerviosos por las ventanas. Todos hablaban de los Tragaluces, seres míticos que según decían, eran pequeñas ardillas de sombra que se alimentaban de partículas de luz.
Nadie había visto realmente a un Tragaluz, pero eso no impedía que el pueblo entero creyera en ellos. Se decía que estos seres vivían en el Bosque Negro, un lugar tan sombrío que la luz del sol nunca lograba penetrar entre sus densos árboles.
Lía, una niña valiente y curiosa de Luzánima, estaba determinada a descubrir la verdad sobre los Tragaluces y el misterio del Gran Apagón. Una noche, armada con una linterna y un cuaderno para anotar sus descubrimientos, se aventuró hacia el Bosque Negro.
A medida que Lía se adentraba en el bosque, la oscuridad se hacía más intensa y su linterna parecía menos efectiva. Los sonidos del bosque eran distintos a cualquier cosa que hubiera escuchado antes; susurros entre los árboles y crujidos bajo sus pies. De repente, algo se movió en la oscuridad.
Con el corazón latiendo a mil por hora, Lía apuntó con su linterna hacia donde había visto el movimiento. Ante ella aparecieron unos ojos brillantes, pequeños y curiosos. Era un Tragaluz, justo como los imaginaba, pero mucho menos temible. Su cuerpo parecía hecho de sombras y sus ojos brillaban con una luz propia.
—Hola, pequeño amigo —susurró Lía.
El Tragaluz se acercó cautelosamente, como si entendiera sus palabras. Lía se agachó para observarlo mejor y notó algo sorprendente: cada vez que el Tragaluz respiraba cerca de su linterna, la luz se atenuaba.
—Así que ustedes se alimentan de luz —murmuró Lía, juntando las piezas del misterio—. Pero, ¿por qué necesitan tanto que nos dejan en completa oscuridad?
El Tragaluz miró hacia Lía y luego saltó hacia un árbol, señalándola para que lo siguiera. Guiada por el pequeño ser, llegaron a un claro donde cientos de Tragaluces se reunían alrededor de una estructura cristalina que parecía almacenar luz.
Lía observó asombrada cómo los Tragaluces alimentaban el cristal con la luz que absorbían. Entonces, uno de los Tragaluces más grandes se acercó y, de alguna manera, comenzó a proyectar imágenes en la luz del cristal. Las imágenes mostraban el pasado de Luzánima, cuando la luz era tan intensa que quemaba las plantas y hacía imposible la vida de muchos seres del bosque.
Los Tragaluces no estaban robando la luz, la estaban guardando para equilibrar el día con la noche, para que todo en Luzánima pudiera crecer y prosperar en armonía.
Lía corrió de vuelta al pueblo, emocionada por compartir su descubrimiento. Convocó a una reunión con los aldeanos y les contó todo sobre los Tragaluces y su verdadero propósito.
Desde entonces, Luzánima aprendió a vivir en equilibrio con la naturaleza. Las Horas Sombreadas ya no eran temidas, sino celebradas, sabiendo que la oscuridad también era necesaria para la vida. Los Tragaluces, una vez vistos como ladrones de luz, ahora eran considerados protectores de la armonía del pueblo.
Y así, Lía ayudó a su pueblo a ver que a veces, lo que consideramos malo, simplemente es algo que no hemos entendido completamente. Luzánima nunca olvidó la lección, y Lía fue recordada como la niña que trajo luz a la oscuridad, en más de un sentido.