Había una vez, en un lugar donde el viento parecía estar siempre de fiesta, un valle llamado Valleventoso. Allí, los árboles no se limitaban a estar de pie: preferían hacer olas, como si fueran un mar verde. Los pájaros no volaban en línea recta; hacían piruetas como trapecistas. Y el aire... ¡ay, el aire! Susurraba secretos, bromas y hasta chistes malos a quien quisiera escuchar.
En este lugar tan peculiar vivía una criatura aún más extraordinaria: un tramuntanasaurio llamado Brisón. Sí, lo sé, parece el nombre de un detergente, pero no, era un dinosaurio. Y no uno cualquiera: sus escamas cambiaban de color como una discoteca ambulante. Sus ojos verdes parecían dos canicas gigantes y su cresta... ¡Ah, su cresta! Esa cresta era como un semáforo emocional. Si estaba feliz, se ponía verde; si estaba triste, azul; y si alguien le hablaba de matemáticas, rojo, pero de la rabia.
Brisón tenía una particularidad muy especial: controlaba los vientos. No es que tuviera un mando a distancia, pero algo parecido. Cuando quería que el viento soplara fuerte, solo tenía que mover su cola enérgicamente, y si quería una brisa suave, bastaba con que susurrara una canción. Era el DJ del aire, por así decirlo.
Un buen día, mientras Brisón estaba jugando a formar nubes con forma de animales (una oveja aquí, un dragón allá), apareció una niña con trenzas rubias y ojos de avellana. Se llamaba Lía, y tenía la curiosidad de un gato metido en un laboratorio de física cuántica.
—¡Hola! —dijo Lía con una sonrisa que podría haber derretido un iceberg—. ¿Eres Brisón, el que controla los vientos?
Brisón, cuya cresta cambió a un tono violeta de sorpresa, contestó:
—Sí, soy yo. ¿Y tú quién eres, pequeña intrépida?
—Soy Lía —respondió la niña—. He venido desde el otro lado del valle porque quiero aprender sobre los vientos y cómo los controlas.
Brisón, que nunca había tenido un aprendiz (ni siquiera un becario), decidió mostrarle su mundo. Empezaron su viaje por el valle mientras Brisón le explicaba los secretos del viento. Por ejemplo, le mostró cómo los vientos podían hacer cosquillas a los árboles, provocando risas entre las hojas, o cómo podían colarse en las ventanas para contar cuentos antes de dormir.
—¿Sabías que el viento del norte es el mejor para las historias de miedo? —dijo Brisón con una sonrisa traviesa—. Pero no se lo digas a nadie.
Lía, que ya estaba fascinada, preguntó:
—¿Y cómo haces para que los vientos no se peleen entre ellos?
Brisón se rió. Era una risa sonora, como un vendaval atravesando un cañón.
—¡Ah, eso es fácil! Les cuento chistes malos. ¡No hay nada que distraiga más a un viento que un buen chiste malo!
Lía no pudo evitar reírse también. Juntos siguieron explorando el valle. Vieron cómo los vientos podían levantar a los pájaros y hacerles cosquillas en el vientre, y cómo las hojas se dejaban llevar, formando alfombras voladoras.
Pero no todo era diversión en Valleventoso. Un día, llegó un viento nuevo, uno que Brisón no reconocía. Era fuerte, impredecible y parecía estar de mal humor. Lía, que ya se sentía una aprendiz de guardiana del viento, le preguntó a Brisón:
—¿Qué hacemos con este viento tan gruñón?
Brisón, cuya cresta se puso de un rojo inquietante, respondió:
—No lo sé, pero hay que averiguarlo. Ven, sigamos ese viento.
Y así, siguiendo las pistas del viento gruñón, Lía y Brisón llegaron a una cueva en lo alto de una colina. Allí encontraron al origen del problema: un dragón de viento llamado Tornadón. Tornadón estaba atrapado en la cueva y su mal humor no era más que una expresión de su frustración.
—¿Quiénes sois vosotros? —rugió Tornadón—. ¿Y qué queréis de mí?
Brisón, con su cresta cambiando a un tono conciliador de verde lima, contestó:
—Soy Brisón, el guardián de los vientos, y esta es Lía. Hemos venido a ayudarte.
Tornadón, sorprendido por la amabilidad, se calmó un poco.
—Estoy atrapado aquí y no sé cómo salir —admitió el dragón.
Lía, con su mente siempre activa, tuvo una idea.
—¿Y si usamos los vientos para abrir un camino? —sugirió—. Brisón, tú puedes dirigir los vientos, ¿verdad?
Brisón asintió, y juntos comenzaron a trabajar. Con Lía dirigiendo desde un lado y Brisón controlando los vientos, lograron abrir un camino para Tornadón. El dragón, agradecido, prometió ser más cuidadoso con sus vientos a partir de entonces.
Desde aquel día, Tornadón se convirtió en un buen amigo de Brisón y Lía. Juntos, los tres aprendieron a mantener el equilibrio de los vientos en Valleventoso, asegurándose de que siempre hubiera una brisa agradable para todos.
Y así, con chistes malos, aventuras y una amistad inquebrantable, Valleventoso siguió siendo un lugar donde el viento no solo soplaba, sino que también cantaba, reía y, a veces, hasta contaba chistes malos.