En un rincón olvidado del mapa, donde los árboles susurraban secretos y las sombras se entrelazaban con la luz del sol, se encontraba el pequeño pueblo de Wiltz. Este encantador lugar, rodeado de montañas cubiertas de niebla, era hogar de niños curiosos y ancianos sabios. Sin embargo, lo que hacía a Wiltz verdaderamente especial era su leyenda más intrigante: la historia del Dragón de Wiltz.
Se decía que, en una cueva oscura y profunda, habitaba un dragón de escamas verdes como el musgo y ojos dorados que brillaban en la penumbra. Aunque el dragón nunca había atacado a los habitantes del pueblo, todos le temían. Los más ancianos contaban que el dragón había protegido a Wiltz de una gran oscuridad, una sombra que, de vez en cuando, se deslizaba entre los árboles y hacía que los corazones de los niños palpitasen con miedo.
Un día, mientras el sol se escondía tras las montañas, un grupo de tres amigos decidió aventurarse a la cueva del dragón. Entre ellos estaba Aline, una valiente soñadora con trenzas doradas; Marco, un ingenioso inventor de gafas de gran tamaño, y Leona, la más pequeña, pero con una curiosidad tan grande como el cielo.
A medida que se acercaban a la cueva, Aline recordó las historias contadas por los ancianos del pueblo. La cueva parecía un oscuro y anhelante boceto en la roca, y aunque el miedo se apoderaba de ellos, la emoción por descubrir la verdad sobre el dragón era aún más fuerte.
Entraron en la cueva, donde el aire era fresco y húmedo, y el sonido del goteo del agua reverberaba en las paredes, creando un eco que parecía susurrar secretos olvidados. Con cada paso, la luz de las antorchas que llevaban iluminaba extrañas formaciones rocosas, que danzaban con las sombras. La curiosidad empujaba a los amigos a adentrarse más, hasta que llegaron a una gran sala donde la luz apenas se atrevía a entrar.
De repente, un susurro profundo resonó en la penumbra, llamando su atención. La figura del dragón se deslizó entre las sombras, revelando su esplendor. Drakos, el dragón, tenía un cuerpo majestuoso, con escamas brillantes que reflejaban la luz de las antorchas en un espectáculo de verdes y dorados. Sus alas eran amplias y su cola se movía con gracia, mientras sus ojos dorados observaban a los niños con interés.
Drakos, el dragón guardián del pueblo, les explicó que, aunque nunca había hecho daño a los habitantes de Wiltz, existía una sombra antigua que acechaba en los bosques. Esta sombra representaba un temor ancestral, una oscuridad que solo él podía enfrentar. Sin embargo, necesitaba ayuda para luchar contra ella, y los niños, llenos de valor, estaban dispuestos a ofrecerla.
Drakos llevó a los amigos a la parte más profunda de la cueva, donde una niebla densa se arremolinaba en el aire, como un río de humo que parecía cobrar vida. Allí, les explicó que cada uno de ellos debía enfrentar su propio miedo antes de unirse a la lucha contra la sombra.
Aline, Marco y Leona se adentraron en la niebla, sintiendo el escalofrío del terror apoderarse de ellos. Aline vio visiones de su mayor miedo: la sensación de caer en un abismo oscuro y profundo. Sin embargo, recordando la fuerza de sus amigos y su deseo de proteger a Wiltz, dio un paso adelante, sintiendo que la niebla se disipaba a su alrededor.
Marco, enfrentado a su propia invención que había fracasado, sintió el impulso de huir. Pero, en lugar de dejarse llevar por el miedo, recordó que cada error le enseñaba algo nuevo. Decidido, desmontó la máquina imaginaria y continuó su camino, dejando que su ingenio lo guiara.
Leona se encontró rodeada de sombras que susurraban palabras crueles sobre su voz y su música. Al principio, sintió que se encogía, pero luego recordó cómo su canto había traído alegría a su pueblo. Con una sonrisa, comenzó a cantar, su voz llenando la oscuridad de luz. Las sombras se disolvieron al ritmo de su melodía, dejándola libre.
Cuando finalmente emergieron de la niebla, Aline, Marco y Leona se sintieron más fuertes y valientes que nunca. Regresaron junto a Drakos, quien sonrió con orgullo al ver cómo habían enfrentado sus temores. Juntos, se dispusieron a enfrentar la sombra que amenazaba a Wiltz.
Al salir de la cueva, se adentraron en el bosque, donde la niebla comenzaba a espesarse nuevamente. Los árboles parecían inclinarse, como si supieran que se acercaba una batalla. De pronto, una sombra oscura emergió de entre los arbustos, con ojos rojos que brillaban como carbones encendidos y una risa siniestra que resonaba en el aire.
Drakos, en un gesto decidido, se colocó frente a los niños, protegiéndolos de la sombra. La oscuridad intentó envolver a Aline, Marco y Leona con sus tentáculos, pero ellos, recordando su valentía, se mantuvieron firmes. Aline, con su espíritu intrépido, levantó su mano, creando un escudo de luz que reflejaba la esencia de su valentía. Marco, con su ingenio, diseñó una trampa improvisada que hizo que la sombra se enredara en sí misma, mientras Leona, con su hermosa voz, entonaba una melodía que resonaba en el corazón de la sombra, haciéndola dudar de su propia existencia.
La sombra comenzó a retroceder, sus ojos rojos parpadeando con confusión y rabia. La unión de los niños y el dragón era más poderosa que cualquier oscuridad. Con un poderoso soplo de fuego, Drakos iluminó la noche, dejando a la sombra atrapada y debilitada. La oscuridad, al verse enfrentada por la luz de la amistad y el valor, finalmente se desvaneció en la bruma, llevándose consigo el miedo que había acechado a Wiltz.
Los habitantes del pueblo, al ver la victoria sobre la sombra, salieron de sus casas, llenos de asombro y gratitud. Agradecieron a Aline, Marco y Leona, así como a Drakos, por haber enfrentado sus miedos y haber protegido a Wiltz.
Desde aquel día, el dragón dejó de ser un motivo de temor. Se convirtió en un guardián querido, y los niños aprendieron que la valentía, la amistad y la música podían ahuyentar cualquier sombra. Las historias sobre el Dragón de Wiltz se contaron por generaciones, recordando a todos que, aunque la oscuridad pueda acechar, siempre hay luz en los corazones valientes que saben enfrentar sus miedos.