Había una vez, en un lugar no muy lejano pero quizás demasiado sencillo para los ojos poco observadores, un hombre llamado Eulogio Valdeherrera, cuyo trabajo, a ojos de todos los demás, parecía ser el más aburrido de todo el reino. Eulogio era clasificador de tornillos en la Fábrica de Metales y Artículos Variopintos del Rey. Su tarea, día tras día, consistía en separar, organizar y clasificar miles de tornillos de todos los tamaños, formas y colores. Tornillos grandes, tornillos pequeños, tornillos con cabeza redonda, tornillos con cabeza cuadrada, tornillos que brillaban como estrellas y otros que parecían haber olvidado el significado de brillo.
A cualquiera que lo observase desde lejos, la labor de Eulogio sería la definición misma de lo monótono. Él se sentaba en una silla de madera rechinante, con una mesa interminable frente a él, llena de cajas y más cajas de tornillos esperando ser clasificados. Los sonidos de la fábrica, el incesante martilleo de los operarios, el zumbido de las máquinas y el chirrido del metal al doblarse, llenaban el aire. Sin embargo, nada de eso perturbaba a Eulogio. De hecho, él no veía nada aburrido en su trabajo. Para Eulogio, cada tornillo era una obra maestra, una maravilla de la ingeniería y, más allá de eso, una pequeña parte del gran rompecabezas del universo.
Mientras la mayoría de los trabajadores de la fábrica pasaban el día mirando el reloj, esperando la hora del almuerzo o el fin de la jornada, Eulogio se sumergía completamente en su labor. Cada vez que sus manos tomaban un nuevo tornillo, sentía una especie de cosquilleo en las yemas de los dedos. Los examinaba con una precisión que asombraría incluso al más dedicado de los científicos. Cada pequeño cilindro de metal era, a su modo, perfecto. Algunos tenían marcas de haber sido forjados con especial cuidado; otros presentaban pequeñas imperfecciones que Eulogio encontraba encantadoras, como si cada defecto contara una historia secreta.
Para él, la clasificación no era una mera tarea mecánica. No. Era una danza precisa, una sinfonía de formas y tamaños. En cada tornillo que organizaba, veía el equilibrio matemático del mundo. ¿Cómo era posible que una cosa tan pequeña pudiera sostener gigantescas estructuras, mantener puertas cerradas o puentes firmes? Los tornillos, pensaba Eulogio, eran los héroes anónimos del reino, las pequeñas maravillas que mantenían todo en su sitio. Y su trabajo, aunque invisible para el resto, era el de asegurarse de que cada tornillo encontrara su lugar en el mundo.
Mientras el resto de los empleados iba arrastrando los pies de una tarea a otra, Eulogio encontraba una satisfacción que pocos podían comprender. Para él, separar los tornillos por tamaño y grosor no era un acto mecánico, sino algo casi místico. Era, de hecho, una ceremonia diaria, un ritual de conexión con las fuerzas del orden y el caos. Porque, en su mente, Eulogio creía firmemente que cada tornillo mal clasificado podría llevar al derrumbe de algún elemento del reino. ¿Qué pasaría si un tornillo pequeño, clasificado erróneamente, acabara en un puente en lugar de una simple silla? El desastre podría ser monumental. En sus manos estaba, creía él, la estabilidad de todo lo que los habitantes del reino daban por sentado.
Pero lo más maravilloso era cómo Eulogio percibía la belleza en su trabajo. A veces, al observar el brillo plateado de los tornillos, imaginaba que cada uno era una estrella en miniatura. Colocarlos en fila sobre la mesa era como organizar constelaciones. Y cuando finalmente los clasificaba en sus pequeñas cajas de madera, sentía una satisfacción que sólo los grandes artistas conocen: la de haber creado un orden en medio del caos. Mientras el resto del mundo pasaba de largo, sin percatarse de la importancia de su labor, Eulogio lo veía todo con ojos llenos de asombro.
Cada tornillo que pasaba por sus manos tenía una historia que contar. Los tornillos oxidados le hablaban de tiempos antiguos, de proyectos que nunca vieron la luz del día o de estructuras olvidadas. Los tornillos relucientes, por otro lado, prometían nuevas posibilidades: barcos aún por construir, palacios por erigir, mecanismos que cambiarían el mundo. Eulogio podía pasarse horas contemplando uno solo de esos pequeños objetos, dejando que su mente viajara a través de los secretos que albergaban. ¿De dónde había venido? ¿Qué papel jugaría en el vasto entramado de la existencia? Estos pensamientos, aunque para otros carecieran de sentido, lo llenaban de una profunda felicidad.
El tiempo, para Eulogio, no pasaba de manera habitual. Las horas se deslizaban con una suavidad casi imperceptible. Mientras otros trabajadores miraban el reloj con desesperación, esperando el final de la jornada, Eulogio perdía la noción del tiempo mientras organizaba, categorizaba y acariciaba suavemente el borde de cada tornillo, como si fueran viejos amigos.
Su mundo era pequeño, pero dentro de él había una grandeza que solo él podía ver. Y aunque a menudo los demás trabajadores de la fábrica lo miraban con extrañeza, maravillados o incluso un poco desconcertados por la dedicación y el entusiasmo de Eulogio, él nunca se sintió malentendido. En su mente, ellos simplemente no habían descubierto el secreto de los tornillos, la magia que residía en cada pequeña pieza de metal.
De hecho, Eulogio no necesitaba reconocimiento ni aplausos. Para él, la verdadera recompensa estaba en la profunda paz interior que sentía al final de cada día, cuando todas las cajas de tornillos estaban organizadas y cada pieza había encontrado su lugar. Era entonces, mientras los demás trabajadores corrían hacia sus casas, que Eulogio se quedaba unos minutos más en la fábrica, observando las cajas perfectamente alineadas. Y en esos momentos, no podía evitar sonreír. Porque, para él, en ese pequeño rincón del mundo donde solo había tornillos, había encontrado un significado, un propósito, que era más grande que cualquier cosa que los demás pudieran imaginar.
Así, mientras el mundo seguía su ritmo, Eulogio vivía cada día con un entusiasmo que parecía fuera de lugar para su trabajo. Pero él sabía que lo más importante no era lo que los demás veían. Lo más importante era cómo veía él su propio mundo, un mundo donde cada tornillo era una pequeña joya de perfección, un mundo donde lo ordinario era, de hecho, extraordinario.