Había una vez, en una región lejana donde el viento danzaba con las nubes y el sol vestía al cielo con pinceladas anaranjadas cada atardecer, una pequeña aldea llamada Samillán. Era un lugar tranquilo, de gente humilde y trabajadora que cultivaba patatas gigantes y criaba aves con plumas brillantes. Allí todos se conocían y se saludaban con una sonrisa. Sin embargo, justo al norte de esa aldea, entre las dunas de una arena tan fina que parecía harina, había algo que nadie se atrevía a mencionar en voz alta: un arco monumental, levantado sobre la nada, sin sostén aparente, hecho de una piedra pálida, casi como arena compactada. Le llamaban “El Arco Infinito”.
Este arco no tenía el aspecto de los edificios comunes, ni la belleza de un puente que uniera dos orillas. Tenía dos puntos en la parte superior, recordando dos puntas gemelas que se elevaban al cielo, y su curvatura se alargaba con tal delicadeza que muchos pensaban que, al soplar un viento más fuerte, se rompería en mil pedacitos. Pero allí seguía, firme, sin ceder ante tormentas ni temblores. A pesar de su presencia, los habitantes de Samillán no estaban orgullosos de aquella construcción tan extraña. Más bien, les resultaba incómodo tener esa silenciosa maravilla cerca. Algunos susurraban que un mago travieso la había creado para perturbar su paz; otros, que era una puerta a otros mundos. Pero la mayoría opinaba que nunca debió existir, que era mejor fingir que no estaba allí. Tal vez temían lo desconocido, o les asustaba su fragilidad aparente.
En la aldea vivía un niño llamado Arlen. Tenía unos nueve años, ojos grandes y curiosos, y un cabello oscuro que le caía sobre la frente en mechones desordenados. Era un niño soñador, con una imaginación tan inmensa como el desierto mismo. A Arlen le fascinaba observar el Arco Infinito desde lejos, cuando su madre le mandaba a buscar huevos o cuando acompañaba a su padre a cuidar las cabras. Mientras todos cerraban los ojos, él los abría aún más. Le maravillaba aquel arco, más delgado que las ramas secas de un arbusto, y se preguntaba cómo podía sostenerse así, sin romperse. Pensaba que tal vez escondía algún secreto que nadie había descubierto.
Una tarde, mientras el sol se acostaba detrás de las dunas, Arlen se armó de valor y, sin decir nada a sus padres, salió en dirección al Arco Infinito. Quería tocarlo, sentir su superficie y, sobre todo, mirarlo desde cerca. Caminó y caminó, dejando atrás las casitas de Samillán con sus techos de paja. El viento susurraba en su oído, como animándolo a seguir adelante. Cada paso que daba, la arena crujía levemente bajo sus sandalias. Y, conforme avanzaba, el Arco se hacía más y más grande ante sus ojos. Era impresionante: una curva monumental que se erguía en el horizonte como un gigante silencioso. Parecía que flotara, que se alzara sin base alguna, aunque si se miraba con mucha atención se notaba el sutil apoyo en la arena dura.
Cuando Arlen llegó finalmente a la base del Arco, se dio cuenta de que estaba hecho de una piedra muy extraña. No era roca común, ni tampoco madera. Era como un bloque de arena compactada, endurecida por algún proceso misterioso. Su superficie era lisa, suave al tacto, y a pesar de lucir sólida, daba la impresión de ser finísima, delgada como las alas de un insecto. “¿Cómo puede algo tan delicado sostener su propio peso?”, se preguntó el niño, maravillado. La estructura casi brillaba con la luz del sol poniente, reflejando colores tenues, como un suspiro de luz.
Arlen sintió deseos de treparlo, de ver qué se sentía mirar el mundo desde lo alto de esa curva. Con cuidado, apoyó una mano sobre la superficie del Arco y, para su sorpresa, sintió un leve calor, como si la piedra-arenisca tuviera vida propia. No se atrevió a subir, claro: hubiera sido imposible y peligroso. Pero se sentó junto a él, con las piernas cruzadas, observando cómo la noche se acercaba. Entonces apareció una figura que no esperaba: una anciana envuelta en un manto largo y polvoriento, con el cabello canoso bailando con la brisa.
—Hola, muchacho —dijo la anciana con voz suave—. ¿Te gusta este Arco?
Arlen se sorprendió, pues creía estar solo. Con timidez, respondió:
—Sí… es tan raro y bonito. ¿Quién lo construyó? ¿Por qué está aquí?
La anciana sonrió. Tenía arrugas profundas en el rostro, pero sus ojos brillaban con una energía especial.
—Nadie sabe quién lo construyó, ni cuándo. Algunos dicen que estuvo aquí desde el principio de los tiempos. Su forma con doble punta, su delicadeza… es un misterio. Muchos piensan que es un error, que no debería existir. Le temen porque no lo entienden. Creen que es débil, que se caerá y nos aplastará algún día. Pero míralo… sigue aquí, inmutable.
Arlen se pasó una mano por el cabello, pensativo:
—¿Y tú? ¿Qué piensas?
La anciana miró al Arco como quien contempla a un viejo amigo.
—Pienso que el Arco nos enseña que no todo lo que parece frágil es débil, y que no todo lo que no entendemos debe ser destruido o ignorado. A mí me gusta imaginar que el Arco Infinito es una especie de puente entre lo que conocemos y lo que todavía tenemos que descubrir. Que nos recuerda la importancia de la paciencia, de la curiosidad, y de cuidar lo que tenemos, aunque no comprendamos su propósito de inmediato.
El niño sintió que aquellas palabras le hacían cosquillas en el corazón. Entendió que el Arco no era solo una construcción extraña: era un símbolo de lo desconocido, de lo que podía resultar incómodo a quienes temían las preguntas sin respuesta. Arlen vio, entonces, el reflejo de su propio espíritu curioso en ese Arco. Él también era pequeño, delicado y a veces inseguro, pero eso no significaba que fuera débil, ni que no pudiera sostener sus sueños.
Se levantó y corrió hasta el pueblo, pues ya la noche se cernía sobre las dunas. Al llegar a casa, su madre, preocupada, le abrazó con fuerza, mientras su padre fruncía el ceño.
—¿Dónde has estado, Arlen? —preguntó su madre.
—He estado viendo el Arco Infinito de cerca —contestó el niño con una sonrisa que iluminaba su rostro—. Es maravilloso, madre. ¿Por qué la gente dice que no debería estar allí?
Su padre se encogió de hombros. No sabía qué responder. Acostumbrados a sus labores, no se habían detenido a pensar más allá de las habladurías del pueblo. Arlen, sin embargo, continuó hablando con entusiasmo, describiendo cómo había tocado la piedra, la suavidad de su superficie, la extraña solidez del arco, su doble punta que se alzaba contra el cielo. Contó también sobre la anciana misteriosa, aunque cuando su madre y su padre preguntaron quién era, él no supo decirlo. “Tal vez fue un sueño”, pensó. Pero en su corazón sabía que todo era real.
Los días pasaron. Arlen despertaba con más ganas de conocer el mundo. Empezó a hacer preguntas a los ancianos de la aldea, a los artesanos, a los que viajaban por tierras lejanas. Quería entender por qué la gente rechazaba algo tan admirable. Algunos decían que era porque no encajaba con las sencillas normas del pueblo, otros aseguraban que algún día caería y que temían que arrasara las casas. Nadie tenía una respuesta definitiva.
Sin embargo, conforme Arlen hablaba y sonreía, conforme compartía su entusiasmo, algo comenzó a cambiar en Samillán. Los niños, intrigados por su curiosidad, se acercaron una tarde al Arco y descubrieron que, de cerca, no daba miedo. Incluso algunos ancianos, en secreto, se atrevieron a observarlo al anochecer, con la luz plateada de la luna perfilando sus curvas. No se desplomó. Tampoco lanzó hechizos. Simplemente estaba allí, callado, sereno, imponiendo su presencia con humildad.
Con el tiempo, el Arco empezó a formar parte de la identidad del pueblo. No como un enemigo silencioso, sino como un recordatorio de que existen cosas que no entendemos y que no por ello deben ser rechazadas. Nadie supo nunca cómo fue construido, ni cuánto tiempo estaría allí. Algunos seguían temiendo su caída, otros aún murmuraban que sería mejor que desapareciera. Pero ya no todos evitaban hablar de él. En la plaza se contaban historias sobre su origen, se inventaban leyendas fabulosas: que bajo su sombra un león alado había dormido un siglo, o que si uno se paraba justo en medio del Arco y cantaba, las dunas susurraban versos antiguos.
Arlen creció. Se volvió un joven aventurero, un muchacho que recorría las rutas del desierto en busca de tesoros invisibles y conocimientos olvidados. Y cada vez que volvía a Samillán, se detenía un rato frente al Arco Infinito. A veces lo saludaba como a un viejo amigo, otras simplemente lo contemplaba con el corazón lleno de gratitud.
El tiempo pasó, las lluvias iban y venían, las tormentas de arena intentaban, sin éxito, arrancar el Arco de su lugar. Pero allí permanecía, con sus dos puntas elevadas, con su piedra de arena compacta, retando las leyes de la lógica. Y aunque muchos seguían sin comprender su significado, ya no albergaban tanto rencor ni tanto temor. Entendieron que algunas cosas existen sin nuestra aprobación, sin explicación clara. Existen y basta. Y en ello hay una belleza sutil.
En la vejez de Arlen, cuando regresaba con su cabello ya canoso a la aldea, se sentaba bajo el Arco para descansar. Recordaba la tarde en que lo había tocado por primera vez, la anciana misteriosa, la mirada asustada de sus padres. Y sonreía. Sonreía porque el Arco Infinito seguía allí, inamovible e incomprensible, como un maestro silencioso. Y esa era su lección: que no todo se entiende, pero eso no impide que podamos admirarlo. Que lo frágil no es siempre débil, y que aquello que parece no tener sentido puede inspirarnos a buscarlo. Pase lo que pase, el Arco, infinito en su misterio, continuaría allí, recordando a todos que hay cosas que, simplemente, son. Y está bien así.