Había una vez, en un reino muy lejano, un pequeño pueblo rodeado de montañas heladas. Allí, el invierno era tan largo y riguroso que todos habían aprendido a convivir con el frío. Sin embargo, había un tipo de frío, uno muy particular, que casi nadie conocía: el llamado “Frío Infernal”. Se decía que no era un frío cualquiera, sino uno tan intenso y misterioso, que podía petrificar el fuego o congelar las notas de una melodía antes de que salieran de la boca.
En ese pueblo vivía un niño llamado Tomás. Era un chico alegre y curioso, siempre con preguntas rondando por su cabeza. Su padre era un artesano, un hombre trabajador que se ganaba la vida tallando estatuas de hielo que nunca se derretían. Un día, el padre de Tomás recibió un encargo muy especial: debía crear una escultura mágica que, además de ser hermosa, trajera el calor de la primavera al pueblo. Para ello, necesitaba un ingrediente secreto: “un cuarto de Frío Infernal”.
Tomás, al oír esto, se extrañó. ¿Un cuarto de Frío Infernal? ¡Qué cosa tan rara! Él conocía la palabra “cuarto” como la habitación de su casa en la que dormía, también sabía que “cuarto” significaba la cuarta parte de algo, por ejemplo un cuarto de kilo de azúcar. Y además, “cuarto” a veces quería decir la posición número cuatro, como cuando contaban en la escuela: primero, segundo, tercero, cuarto… Pero ¿cómo se usaban esas tres ideas para conseguir el misterioso Frío Infernal?
—Hijo —dijo el padre—, necesito que me ayudes. Debes ir al castillo del conde Ventisquero, en la montaña más alta. Allí, en su mercado interno, hay una vendedora llamada Clara Ventisca que comercia con cosas extrañas. Ella es la única que vende Frío Infernal. Dile que te venda “un cuarto de Frío Infernal”. Es la medida exacta que necesito. Pero ten cuidado, el castillo es un laberinto helado.
Tomás, decidido a ayudar a su padre, se preparó para el viaje. Se puso su abrigo más grueso, sus botas de cuero y un gorro de lana. Con un trozo de pan y un té caliente, emprendió el ascenso a la montaña. El viento era helado, y a cada paso parecía que las nubes nevadas lo observaban.
Al llegar frente al castillo de Ventisquero, descubrió que las puertas estaban cerradas con un candado gigantesco. Junto al candado, había una inscripción:
“Para entrar al castillo en el que el frío es ley,
Encuentra la clave en el cuarto al que no miraste ayer.”
Tomás se quedó pensativo. ¿Qué era ese “cuarto al que no miraste ayer”? Su mente imaginó un cuarto como una habitación, pero también podía significar otra cosa. Decidió rodear el castillo para investigar. Encontró tres puertas pequeñas en la muralla: la primera llevaba a un patio de escaleras; la segunda, a un jardín congelado; la tercera, a una cocina helada. ¿Y la cuarta puerta? Siguió avanzando, y tras dar la vuelta completa, divisó una puertecita casi oculta tras un bloque de hielo. Era la cuarta puerta que veía, y esa no la había mirado el día anterior, porque ni siquiera la conocía hasta ese momento. Con esfuerzo, la empujó y entró.
La habitación —el cuarto— al que había accedido estaba oscura. Tomás encendió una pequeña lámpara de aceite que llevaba y descubrió algo sorprendente: colgados del techo había cuatro cristales, cada uno con un número grabado: 1, 2, 3, 4. Para abrir el candado de la entrada principal, parecía que debía usar el cristal número cuatro. Lo tomó con cuidado, y, al salir, lo encajó en el candado gigante. El candado crujió y se abrió. Ahora podía entrar al castillo.
Una vez adentro, el frío era aún más intenso. Los pasillos parecían laberintos, con espejos congelados reflejando su imagen. Los sirvientes del conde ya no vivían allí; se decía que se habían ido por el invierno eterno que rodeaba la zona. Tomás avanzó con el corazón acelerado, buscando el mercado interno del castillo donde, según su padre, encontraría a Clara Ventisca.
Tras pasar por tres largos corredores, llegó a una gran sala circular con cuatro puertas numeradas. La primera puerta lo condujo a un salón vacío con estatuas de hielo. La segunda a una biblioteca cuyos libros estaban pegados por el hielo. La tercera, a una cocina abandonada con cucharas y ollas congeladas. Al regresar al salón central, se dio cuenta que le faltaba abrir la cuarta puerta.
—De nuevo el número cuatro —murmuró—. Primero un cuarto de Frío Infernal, luego el cuarto cristal, y ahora esta cuarta puerta. ¿Será que en la cuarta puerta está la solución?
Abrió la cuarta puerta y se encontró con un pasillo que conducía a una tienda diminuta, atendida por una señora de mejillas rosadas y ojos brillantes. Llevaba un abrigo plateado y en sus manos sostenía una balanza de cristal. Tenía su puesto rodeado de frascos con sustancias extrañas: copos de nieve de colores, vientos enlatados, humo de chimenea, y allí, en una esquina, un frasco marcado con letras góticas: “Frío Infernal”.
—Buenos días —dijo Tomás, intentando sonar valiente—. Mi padre necesita un cuarto de Frío Infernal. ¿Podría vendérmelo?
La mujer lo miró con curiosidad.
—¡Vaya, vaya! Un cuarto de Frío Infernal, ¿eh? ¿Sabes lo que estás pidiendo, niño?
Tomás tragó saliva.
—Solo sé que mi padre lo necesita para una escultura mágica que nos ayude a traer la primavera.
La vendedora sonrió. Tomó el frasco de Frío Infernal, destapó una pequeña balanza y comenzó a verter un polvo blanquecino y brillante.
—Un cuarto es la cuarta parte de la cantidad total del frasco —explicó—. Ni más, ni menos. Debo ser muy precisa. El Frío Infernal es tan fuerte que, si pongo de más, congelará incluso el calor del sol. Y si pongo de menos, no tendrá fuerza para la magia que deseas.
Tomás observó maravillado cómo la vendedora medía con cuidado. La balanza marcaba la mitad, luego un tercio, y finalmente llegó a la medida exacta: un cuarto del total. La mujer depositó el polvo en una cajita de cristal.
—Aquí tienes tu cuarto de Frío Infernal —dijo la mujer—. Pero antes de que te vayas, quiero que sepas algo. Cuarto no es solo una medida. Has tenido que usar “cuarto” para encontrar el cristal número cuatro, abrir la cuarta puerta, y ahora obtienes un cuarto de Frío Infernal. Además, te has aventurado dentro de este castillo, que es un gran “cuarto” o habitación gigante llena de misterios. Cuando regreses a casa, recuerda que a veces las palabras encierran varios significados. Eso hace que el mundo sea más interesante.
Tomás asintió, agradecido. Guardó la cajita en su mochila y emprendió el regreso. El frío seguía siendo intenso, pero él se sentía lleno de calor interno, ese que nace de la satisfacción de cumplir una misión difícil.
De vuelta en su hogar, su padre lo recibió con una sonrisa cansada. Al ver la cajita con el cuarto de Frío Infernal, sus ojos brillaron.
—Hijo, lo has logrado. Ahora puedo terminar la escultura. Con esto, traeremos la primavera al pueblo.
Esa noche, el padre de Tomás trabajó sin descanso. Mezcló la porción exacta de Frío Infernal con agua de deshielo y talló la estatua con sumo cuidado. Al primer rayo de luz del día siguiente, la escultura cobró vida con destellos azules. Un suave calor, como el de un sol tímido, comenzó a expandirse por las calles, derretiendo la escarcha de las ventanas, despertando a las flores dormidas bajo la nieve y haciendo cantar a los pájaros que llevaban meses en silencio.
—Hijo —dijo el padre—, gracias por tu valentía. Has entendido el valor de las palabras y sus múltiples sentidos. Un “cuarto” puede ser una medida, un número y una habitación. Y con tu ingenio, reuniste las tres ideas para lograr nuestro objetivo.
Tomás sonrió, sintiendo el tibio sol en sus mejillas. Aprendió que las palabras, como el mundo, están llenas de misterios y sorpresas. Y así, desde aquel día, en el pueblo rodeado de montañas heladas, ya no se temía al frío, ni siquiera al Frío Infernal, porque sabían que las dificultades pueden superarse con ingenio, valor y la comprensión de las maravillas que se ocultan en el lenguaje.