Érase una vez, en un rincón del mundo que aún no había aprendido a tomarse en serio a sí mismo (y, sinceramente, es un rincón bastante cómodo para vivir), un burro llamado Crispín. Pero no era un burro cualquiera, no señor. Crispín tenía unas orejas tan grandes que podían atrapar el viento y hacerlo silbar una melodía, una mirada tan profunda como un pozo sin fondo y una sonrisa que decía: "Sí, soy un burro, ¿y qué?" Además, Crispín poseía un carisma tan peculiar que incluso las nubes a su paso se aplanaban un poco, por respeto, para no taparle el sol mientras caminaba.
Crispín vivía en un huerto mágico que flotaba sobre una colina. Este huerto no era sólo un conjunto de árboles y plantas, no, era un lugar lleno de vida, de murmullos y risas. Allí, las zanahorias discutían sobre ópera con las cebollas, los tomates componían versos al atardecer y las ciruelas púrpuras eran tan sabias que, de vez en cuando, daban sermones sobre el sentido de la luz y el color. Todo eso sucedía debajo del suave suspiro de las hojas.
El problema —porque siempre hay un problema, ya sabéis, eso de que “Érase una vez” suele venir acompañado de algunos líos— era que Crispín no se sentía parte de nada. Sí, era adorable, tenía una mirada intensa, y las verduras del huerto le querían, pero nuestro burro aspiraba a algo más. Él soñaba con convertirse en un gran trovador, un poeta errante, un contador de historias que viajase por reinos inimaginables. Quería, en fin, ser alguien que, con sus palabras, hiciera a la gente sentir el dulce temblor de la imaginación. Pero para eso necesitaba sabiduría, algo más que la agradable charlatanería del huerto.
Un día, Crispín se enteró de una leyenda que corría de boca en pétalo, de semilla en semilla, desde el fondo de la tierra hasta la última hoja. Contaban que en el confín del huerto, más allá del seto de las zarzamoras bailarinas, existía un manzano antiguo con una manzana dorada. Dicha manzana contenía, según se susurraba, el secreto del conocimiento infinito. Quien la mordiera recibiría la sabiduría más profunda, esa que ilumina el alma y, de paso, le ayuda a uno a no perder las llaves de casa.
Crispín decidió ir en su búsqueda. ¡Menuda aventura! Salió una mañana en la que el sol había decidido parecerse a una enorme tortita de miel, con su brillo dulce y pegajoso. Abandonó el establo que le servía de hogar y se despidió de las lechugas cantoras que le animaron con una copla improvisada:
—¡Crispín, Crispín, burro viajero,
que el polvo no tape tu esmero!
¡Ve por la senda, busca el manzano,
y vuelve con versos en mano!
Las zanahorias también se asomaron entre las hojas, intentando disimular sus lágrimas de emoción (cosa difícil, por cierto, porque las zanahorias lloran con una tinta naranja que gotea a borbotones).
Y así partió Crispín. Sus pasos eran rítmicos: clap, clap, clap, como el sonido de dos cocos chocando, si es que alguna vez chocaste cocos para imitar el trote de un corcel… bueno, de un burro en este caso.
Lo primero que encontró al alejarse del huerto fue un campo de hongos gigantes que parecían sombreros de duendes en pleno desfile. Al verle, uno de los hongos, un ejemplar flaco y larguirucho con pintas verdes, alzó la voz:
—¡Eh, forastero de largas orejas! ¿A dónde vas con esa mirada tan decidida?
Crispín se detuvo, inclinó la cabeza y respondió con cortesía:
—Busco el manzano del conocimiento infinito. Quiero ser un poeta sabio.
El hongo se tocó el ala del sombrero que formaba su cabeza —o su cabeza que era sombrero, la verdad era difícil saber dónde terminaba el hongo y empezaba el sombrero— y soltó una risita traviesa:
—¿El manzano del conocimiento? ¡Menuda tarea! Muchos lo han buscado, pocos lo han encontrado, y los que lo han encontrado… bueno, digamos que ya no se preocupan por nada. Pero si insistes, sigue este camino hasta la colina de la niebla violeta. De allí, pregunta al maestro Zup-Zup, el escarabajo parlanchín.
Crispín agradeció y siguió su camino. Por supuesto, no tenía ni idea de quién era ese tal Zup-Zup, pero confiaba en su instinto —y en sus largas orejas, que a veces captaban sonidos y susurros lejanos.
Mientras avanzaba, el paisaje cambiaba: las hierbas se tornaban azules, los arbustos se doblaban formando letras gigantes (C, O, R, A… ¡Parecía que el bosque intentaba deletrear algo!), y una leve brisa olía a té con limón. En un recoveco del sendero, Crispín llegó a la famosa colina de la niebla violeta. ¿Por qué violeta? Pues la niebla parecía un enorme algodón de azúcar teñido de uvas. Crispín avanzó entre la bruma, y al hacerlo sintió cosquillas en la nariz.
Al salir del manto púrpura, se encontró con el Maestro Zup-Zup: un escarabajo brillante, del tamaño de una manzana, con armadura color esmeralda y una voz tan chillona como un violín desafinado.
—¿Tú debes de ser Crispín, el burro soñador? —preguntó Zup-Zup con aire de sabelotodo—. Me han hablado de ti los hongos. Dicen que vas tras la manzana dorada.
—Así es. Quiero sabiduría para contar historias y expandir mi poesía por el mundo —dijo Crispín, intentando sonar convincente.
El escarabajo rió, provocando un eco metálico:
—¿Sabes lo que es la sabiduría? ¿Crees que la encontrarás en una sola mordida?
Crispín se rascó una oreja, un poco incómodo:
—No… o sea, sí… bueno, a lo mejor. Sólo sé que necesito aprender. Siento dentro de mí un vacío, como si me faltara una pieza del rompecabezas.
Zup-Zup, alzando una de sus patas (¿manos?), señaló un sendero lleno de piedras brillantes:
—Sigue ese camino hasta el Lago del Espejo Risueño. Allí, busca a la peonza de cristal. Ella te indicará dónde está el manzano. Pero te advierto: la sabiduría no siempre es lo que uno espera. ¡Zup-zup-zup!
Crispín asintió y continuó. Por el camino encontró personajes de lo más singulares: una zanahoria que, habiendo escapado del huerto, se hacía pasar por una flauta; un petirrojo con sombrero de copa que vendía chistes malos a cambio de una sonrisa; e incluso un gusano que aseguraba ser un dragón con exceso de timidez. Todos parecían conocer la leyenda del manzano, todos tenían una opinión, una advertencia o un chiste sobre ello.
—Ten cuidado —dijo el gusano arrastrándose con elegancia—, los caminos del conocimiento son más retorcidos que un fideo mal cocido.
Crispín agradeció el consejo y siguió, pensando que ojalá los caminos fueran al menos un poco menos retorcidos que aquel gusano que creía ser dragón.
Finalmente llegó al Lago del Espejo Risueño. Era un lago especial, pues, en vez de reflejar las cosas tal como eran, las reflejaba como podrían ser. Crispín se asomó a la orilla y vio su reflejo: una versión de sí mismo con un elegante mostacho y un violín bajo el brazo. De su boca salían palabras hermosas, tan sutiles que hasta el viento se detenía a escucharlas. Crispín suspiró. Eso era lo que deseaba ser.
De pronto, un sonido de tintineo sobre el agua llamó su atención. Una peonza de cristal, que giraba sobre la superficie líquida sin hundirse, avanzó hacia él. Tenía una sonrisa grabada en su cara transparente —porque, sí, la peonza tenía cara— y sus ojos eran diminutas cuentas de amatista.
—¿Tú debes de ser Crispín, el burro poeta en ciernes? —dijo la peonza, dando una vuelta elegante—. Buscas la manzana dorada, ¿verdad?
—Exacto —respondió Crispín con cierto cansancio, preguntándose cuánta gente (o criaturas) se enteraba de sus planes antes que él mismo.
—Pues bien. El manzano está en el centro del gran huerto. Pero no el huerto que dejaste atrás, no, no, no. Hay otro huerto oculto, uno invisible a los ojos, que sólo se ve con el corazón y el entendimiento. Para llegar a él, debes pasar por el Viento Parlanchín. Sube a la colina más alta y grita tu deseo. El Viento te llevará.
Crispín se marchó pensativo. Un huerto dentro de otro huerto. Sabiduría dentro de la sabiduría. ¿No podría ser más fácil, como una simple dirección: “Gira a la derecha, allí está la manzana”? Pero no, las cosas importantes jamás son fáciles. Y Crispín entendía que las pruebas formaban parte del viaje.
Subió la colina más alta, una que olía a bizcocho recién horneado, y gritó:
—¡Quiero encontrar el manzano del conocimiento infinito!
El Viento Parlanchín acudió de inmediato, era un viento con bigote (¿por qué no?) que hablaba más rápido que un loro con prisa:
—¡Así que eres Crispín! ¡He oído hablar de ti! ¡Sube, sube, agárrate a mis corrientes y te llevaré en un torbellino de palabras! ¡Pero cuidado con lo que piensas, el viento escucha tus pensamientos y los repite en voz alta!
Crispín se agarró con cuidado a una ráfaga (nunca había sido agarrado por el viento, ni sabía dónde poner las pezuñas, pero lo intentó). El Viento Parlanchín emprendió un vuelo ruidoso, soltando frases como: “Crispín cree que su cola es demasiado corta” o “Crispín tiene un poco de miedo a las alturas”, lo cual no ayudaba a la autoestima del burro. Sin embargo, Crispín perseveró, confiando en que al final obtendría lo que deseaba.
Tras un viaje que incluyó sobrevolar un campo de girasoles que recitaban poesía al revés y un rebaño de nubes en forma de ovejas (¿o un rebaño de ovejas en forma de nubes?), el Viento dejó a Crispín frente a un árbol enorme y brillante. Era el manzano… ¿o no? Tenía hojas tornasoladas, y sus ramas parecían formar un palacio de madera. Allí, en el centro, colgaba una manzana dorada. Su superficie relucía tanto que Crispín tuvo que entrecerrar los ojos.
—Bien, aquí estás —dijo una voz profunda, una voz que venía… ¿del propio árbol?
Crispín se tensó. El árbol habló de nuevo:
—Has venido a buscar la sabiduría, Crispín. Todos hablan de ello, pero pocos entienden. Muérdeme, si lo deseas. Coge mi manzana dorada. Pero antes, contéstame: ¿por qué quieres sabiduría?
Crispín respiró hondo. Podría decir: “Porque quiero ser el mejor poeta del mundo” o “Porque quiero ser famoso.” Pero no, sabía que eso no era cierto del todo. Lo que él quería era comprender el mundo, entender por qué las cosas eran como eran, y cómo sus palabras podían ayudar a otros a ver la belleza que él veía. Quería hacer que los demás sintieran lo que él sentía con la música del viento entre las hojas.
—Quiero sabiduría para compartirla, para crear historias que inspiren, para que otros vean las maravillas ocultas. No la quiero sólo para mí, quiero que mi poesía florezca en las mentes de quienes la escuchen.
El árbol guardó silencio. Un pájaro con un solo zapato (sí, uno solo) aterrizó en una rama y toqueteó la manzana dorada con su pico, como si revisara su calidad. Luego se marchó sin decir nada. El silencio era tan intenso que Crispín sintió un escalofrío.
—Coge la manzana —dijo al fin el árbol—. Hazlo.
Crispín alargó su pezuña. Tocó la manzana y la sintió tibia. De pronto, justo cuando estaba a punto de morderla, el árbol se estremeció. Algo raro sucedía. La manzana comenzó a moverse, a hacer ruiditos:
—¡Ey, ey, suave! ¿Qué haces?
Crispín casi se cae del susto. La manzana… ¡hablaba! Y no sólo eso, tenía ojos, una pequeña boca y unos dientecitos diminutos. Parecía una manzana-loro, o una manzana-rana, algo así.
—¿Pretendes comerme? ¡Eso sí que no! —exclamó la manzana, alejándose rodando por la rama—. ¡He tenido bastantes visitantes con ideas extrañas, pero esta supera a todas!
Crispín se quedó boquiabierto. Miró al árbol, que parecía reír en silencio:
—¿No querías sabiduría? Pues allí la tienes, en forma de una manzana muy, muy testaruda.
La manzana se giró hacia Crispín, con cara ofendida:
—Yo no soy testaruda, soy independiente. ¡Que no es lo mismo! Si quieres “sabiduría”, vas a tener que ganártela. Además, ¿por qué todos me quieren morder? ¿No saben hablar?
Crispín, apenado, se excusó:
—Lo siento, pensé que era lo que debía hacer. La leyenda dice que quien muerda la manzana del conocimiento obtendrá sabiduría infinita.
La manzana se cruzó de brazos (¿cómo lo hizo? Quién sabe, la imaginación hace maravillas):
—Claro, y también hay leyendas que dicen que si una hormiga se pone botas, construye rascacielos en un grano de maíz. Las leyendas exageran. La sabiduría no se consigue con un mordisco.
Crispín sintió que algo se rompía dentro de él. ¿Había viajado tanto para esto?
—Entonces, ¿qué se supone que debo hacer?
La manzana le miró con ternura:
—Comprender que ya la tienes. La sabiduría no es un objeto, no es un fruto mágico. La sabiduría es el camino que anduviste. ¿Crees que todo este viaje no te ha enseñado nada? ¿Que hablar con hongos, con un escarabajo y una peonza no te ha cambiado? ¿Crees que tu deseo de compartir historias no se ha fortalecido?
Crispín recapacitó. Recordó al hongo, al escarabajo, a la peonza… cada uno le dio una pista, una lección, una nueva forma de ver el mundo. El Gusano-Dragón, el Petirrojo de chistes malos, las lechugas cantoras… Todos habían aportado pequeñas semillas de sabiduría. ¿No era eso ya conocimiento?
El burro sonrió, comprendiéndolo todo:
—Tienes razón. He buscado algo que ya estaba creciendo dentro de mí. La sabiduría no es un objeto, es un proceso.
La manzana aplaudió con entusiasmo:
—¡Bravo! Eso es lo que necesitabas entender. ¡Ya eres sabio, Crispín! ¡Ya tienes lo que buscabas!
Crispín sintió una alegría inmensa. Sin embargo, algo aún no encajaba. Se giró hacia el árbol y dijo:
—Pero, ¿por qué todos hablan del manzano del conocimiento infinito si en realidad es un proceso? ¿Por qué esta leyenda?
Y fue entonces que sucedió el gran giro inesperado, el famoso “plot twist” que hace que las mandíbulas caigan y las cejas se disparen hacia arriba. El árbol, la manzana, el paisaje… comenzaron a difuminarse. Poco a poco, el huerto flotante, las zanahorias cantoras, el escarabajo Zup-Zup, todo se volvió transparente, como si fueran reflejos en una burbuja de jabón que alguien pincha con un alfiler.
—¿Qué… qué ocurre? —preguntó Crispín alarmado.
De repente, se halló en un lugar blanco, infinito, como un enorme lienzo vacío. Y allí, frente a él, apareció una figura imposible de describir con palabras sencillas. Imagina una mezcla de todas las criaturas que conociste: tenía un sombrero de hongo, un ala de escarabajo, el brillo de una peonza, el aspecto amable de un burro y la sonrisa de una manzana. Esta criatura cambiante habló con voz serena:
—Crispín, querido, lo que has vivido no era un simple viaje. Era una historia contada dentro de otra historia. Tú mismo eres un personaje en el cuento que se cuenta a las semillas del huerto original, el verdadero huerto, para enseñarles la importancia de crecer y aprender. Tú no eres un burro de verdad, Crispín, eres un personaje de un relato. Tu viaje existió en la mente de un gran narrador: el propio huerto consciente.
Crispín sintió que el suelo (si es que había un suelo) se tambaleaba bajo sus pezuñas. ¿Él, un personaje de un cuento? ¿No era real?
—Pero… ¿yo no soy real? —preguntó con un hilo de voz.
La criatura se inclinó, comprensiva:
—Eres tan real como las ideas. Existes en esta historia. Tus sentimientos, tus aprendizajes, todo eso es tan valioso y verdadero como cualquier cosa. El huerto, en su infinita sabiduría, ha creado esta historia dentro de sí mismo para enseñar a sus habitantes. Y tú, Crispín, eres el protagonista de esa enseñanza.
Crispín pensó en su anhelo de ser poeta, de contar historias. Ahora comprendía que él mismo era una historia, una enseñanza viva. Lejos de entristecerse, se sintió honrado. ¿Qué mayor sabiduría que entender que uno forma parte de algo más grande, de una gran narrativa universal?
—¿Puedo seguir siendo poeta, aunque sea un personaje? —preguntó Crispín con timidez.
La criatura sonrió:
—De hecho, eso es lo que eres. Tu poesía es la que da forma a las escenas, la que inspira a los pequeños brotes del huerto a asomar sus hojas y a aprender. Cada verso que crees nace en la mente del narrador, y del narrador en la de quienes escuchan. Así que sigue adelante, Crispín. Sé un poeta sabio, un trovador que canta desde el corazón de esta historia.
Crispín asintió. De repente, las figuras que se habían desvanecido comenzaron a reaparecer. La colina, el manzano, el Viento Parlanchín, el Lago del Espejo Risueño, todo regresó, pero esta vez Crispín lo veía con otros ojos. Comprendía que era parte de un relato más grande. Y lejos de sentirse atrapado, se sintió libre, porque ahora sabía cuál era su propósito: inspirar, compartir, transformar la realidad interior de quien escuchase su historia.
Se despidió del manzano y de la manzana, dando las gracias por la lección aprendida. Descendió la colina montado en el Viento Parlanchín, que esta vez, por respeto, no mencionó sus pensamientos en voz alta. Regresó al huerto flotante del que había partido, donde las lechugas cantoras, las zanahorias filósofas y las cebollas sabias le esperaban con impaciencia.
—¡Crispín ha vuelto! —gritaron las verduras, agitando sus hojas.
—¡Cuéntanos, cuéntanos, ¿qué has aprendido?! —exclamaron las zanahorias, olvidándose de su postura orgullosa.
Crispín respiró hondo y comenzó a relatar, con palabras suaves y precisas, todo lo que había vivido. Contó del escarabajo Zup-Zup, de la peonza de cristal, del hongo larguirucho, del manzano parlante y de la manzana con carácter. Describió el viaje en detalle, usando metáforas divertidas y comparaciones locas, haciendo reír a las verduras hasta que una lechuga estuvo a punto de desmayarse de la risa. Y cuando llegó a la parte del gran giro, donde descubrió que él mismo era un personaje de una historia mayor, el huerto entero quedó en un silencio reverente.
Entonces, las semillas en la tierra, que habían estado escuchando en su letargo, comenzaron a germinar. Brotes verdes asomaron, inspirados por las palabras de Crispín. Al escuchar su historia, se llenaron de valor para crecer, para aprender, para convertirse en plantas fuertes y sabias. Y el huerto sintió una ola de alegría, porque entendió que esa era la función de Crispín: ser el poeta que alimenta el espíritu de quienes crecen en la tierra.
Crispín, satisfecho, alzó la mirada hacia el sol, que brillaba con un tono dorado. Ya no necesitaba morder una manzana mágica. La sabiduría estaba allí, en su experiencia, en su capacidad de compartir, en la consciencia de ser parte de una gran historia. No era menos real por ser un personaje; su realidad era distinta, hecha de palabras e imaginación, y era tan valiosa como cualquier otra.
Y así, en ese huerto mágico, Crispín se convirtió en el poeta errante que siempre quiso ser. Viajaba con sus versos por las hojas, por las ramas, por las mentes de las criaturas que habitaban aquel lugar. Su poesía hacía florecer las sonrisas, encender las luces del entendimiento y, de vez en cuando, arrancar carcajadas tan sonoras que hacían cosquillas a las raíces del suelo.
En ese rincón del mundo, que seguía sin tomarse demasiado en serio, la sabiduría dejó de ser un fruto brillante colgado de una rama y se transformó en un río de palabras, de historias y de aprendizaje continuo. Y Crispín, el burro de orejas largas, profundo y carismático, se convirtió en el guardián de ese río, alimentando con su canto los sueños de todos.
Y colorín, colorado, este cuento no se ha acabado, porque vive en cada mente que lo recuerda, se reinventa en cada ojo que lo lee y florece en cada corazón que lo siente. Ese es el verdadero poder de las historias, ¿no creéis?