Había una vez, en el recóndito y rústico pueblo de Rocamora, un hombre llamado Don Rigoberto Cascarrabias, conocido por su ceño siempre fruncido y su andar pesado y decidido. Los niños del pueblo se burlaban de él cuando lo veían pasar, caminando de prisa con un bigote tieso como una escoba y las botas rechinando contra el suelo.
—¡Ahí va don “Cáscara Amarga”! —decían, imitando su expresión de enojo.
Pero Don Rigoberto, como todo cascarrabias que se respete, no les prestaba ni una pizca de atención. Para él, los niños eran solo un estorbo que hacía ruido, los perros, un problema que ensuciaba las aceras y las flores, un despropósito de colores que entorpecían el buen orden de las cosas. Y vaya que le gustaba el orden. Su jardín era un cuadrado perfecto de piedra gris, sin una sola hoja fuera de lugar; su casa, un ejemplo de austeridad y limpieza; y sus días, tan perfectamente programados como los de un reloj.
Por las mañanas, Don Rigoberto tomaba su café negro, sin azúcar, mientras hojeaba el periódico (sin leerlo de verdad, pero disfrutando del ruido de las hojas al pasarlas). Luego, daba un paseo matutino por el pueblo, inspeccionando cualquier cosa que estuviera fuera de lugar. Si una piedra sobresalía en la acera, él la empujaba con el pie hasta alinearla con las demás; si un niño estaba corriendo, él le recordaba que era mejor caminar "como la gente decente". Y si algún perro intentaba olfatearle las botas, lo miraba con tal intensidad que el pobre animal salía disparado en otra dirección.
Don Rigoberto era famoso, o más bien infame, en Rocamora. No había ni una sola persona que lo saludara con gusto. Bueno, excepto Doña Rosalía, la amable florista que, cada vez que lo veía, le decía con voz dulce:
—¡Buenos días, don Rigoberto! Hoy es un día precioso, ¿verdad?
Pero él, con su fruncido particular, le respondía lo mismo de siempre:
—Para mí todos los días son iguales, señora. Ni preciosos ni feos.
Doña Rosalía sonreía a pesar de la respuesta, pues le parecía que en el fondo, allá donde ni el propio Rigoberto quería mirar, había algo dulce escondido en ese hombre serio. "Tiene un corazón tierno", pensaba ella, "solo que él aún no lo sabe".
Un día, mientras Rigoberto volvía de su paseo matutino, algo extraño ocurrió. Al doblar la esquina de la plaza principal, se encontró con una caja de cartón abandonada en el suelo, temblando de forma misteriosa. Don Rigoberto, hombre recio y desconfiado, se acercó con cautela, frunciendo el ceño más que nunca, y al levantar la tapa, ¡zas!, encontró el par de ojos más dulces que jamás había visto: unos grandes ojos azules que lo miraban con un brillo casi... mágico.
Era un cachorro. Un cachorro pequeño y peludo, de orejas caídas y con un hocico rosa, que lo miraba como si fuera la cosa más maravillosa que había visto en su corta vida. Don Rigoberto sintió una punzada extraña en el pecho, algo así como un golpe de ternura, pero lo escondió rápidamente detrás de su fruncido particular.
—No, no, no, a mí no me vas a conquistar, bicho peludo —le dijo al cachorro, mirándolo con la seriedad de un juez. Pero el cachorrito, ignorando sus palabras, meneó la cola con entusiasmo y soltó un pequeño ladrido que resonó en todo el pueblo.
Don Rigoberto miró a su alrededor, esperando que alguien reclamara al animal. Sin embargo, la plaza estaba vacía. Dio un paso atrás, con la intención de marcharse y olvidarse del asunto, pero algo en su corazón comenzó a latir un poco más rápido. "Si dejo aquí a este cachorro… ¿qué será de él?", pensó. Y esa pequeña grieta en su corazón, que llevaba años sellada, se abrió un poquito más.
Suspiró, se agachó con resignación y, con el gesto menos cariñoso posible, tomó al cachorro entre sus manos.
—Bueno, pero que quede claro que esto es solo temporal. Solo hasta que te encuentre un dueño.
El cachorro, lejos de comprender su malhumor, le lamió la nariz con gratitud. Don Rigoberto, sin poder evitarlo, soltó un sonoro y cascarrabiaso "¡Achú!" que hizo reír a todas las aves de la plaza.
De regreso a su casa, Don Rigoberto depositó al cachorro en una caja en el rincón más alejado de la sala. El cachorro lo miraba, meneando la cola, con la carita más dulce que alguien pudiera imaginar. Rigoberto intentó ignorarlo, pero cada vez que miraba de reojo, allí estaba el cachorro, con esos ojitos brillantes llenos de amor incondicional.
Al cabo de un rato, Don Rigoberto suspiró de nuevo y, con voz malhumorada, masculló:
—Bueno, supongo que tendrás hambre…
No había terminado de decirlo cuando el cachorrito empezó a ladrar con emoción. "¡Ay, cielos, esto será más complicado de lo que pensé!", pensó Don Rigoberto, dirigiéndose hacia la cocina.
Con el paso de los días, Don Rigoberto comenzó a acostumbrarse a la compañía del cachorro, a quien, después de mucho deliberar, llamó "Bicho", como si de alguna forma intentar el nombre menos tierno ayudara a su objetivo de mantenerse estoico y firme. Pero Bicho no tardó en descubrir que, a pesar del carácter agrio de su nuevo dueño, bajo esa cáscara dura se escondía un corazón tan tierno como el pan recién horneado.
Bicho empezó a hacer travesuras: mordía los bordes de los periódicos, se tumbaba en el suelo para que le acariciaran la barriga, y siempre, siempre, lamía la cara de Don Rigoberto cuando intentaba ignorarlo.
Don Rigoberto intentó resistirse, pero cada día era más evidente que Bicho estaba derritiendo su cáscara. Poco a poco, las quejas se convirtieron en murmullos, y los fruncidos de ceño en miradas tiernas cuando creía que nadie lo veía. Era como si una magia suave se hubiera infiltrado en su casa.
Un día, cuando Don Rigoberto y Bicho paseaban por el pueblo, Rigoberto notó que los niños ya no lo miraban con temor. Ahora, al verlo con Bicho, se reían y lo saludaban con entusiasmo.
—¡Hola, Don Rigoberto! —gritó una niña con una gran sonrisa.
Él, sin saber cómo reaccionar, asintió torpemente. Y Bicho, como si entendiera que debía compensar la falta de habilidades sociales de su dueño, salió corriendo hacia los niños, meneando la cola. Los pequeños empezaron a acariciarlo, y en cuestión de minutos Bicho estaba dando vueltas alrededor de todos ellos. Don Rigoberto los miraba desde la distancia, tratando de no mostrar demasiado interés, pero en el fondo, su corazón latía con una calidez que hacía años no sentía.
Sin embargo, tener un corazón tierno también traía complicaciones, porque una vez que Rigoberto dejó que la ternura entrara, ¡ya no había vuelta atrás! Un día, mientras caminaba por la plaza, escuchó a un gato maullar desde lo alto de un árbol. La mirada angustiada del gato parecía llamarlo directamente.
—No puedo creer que esté haciendo esto… —se quejó Don Rigoberto, mientras comenzaba a trepar el árbol con una agilidad sorprendente para un hombre de su edad.
Cuando bajó con el gato en brazos, la gente lo miraba con asombro. Él se sonrojó, carraspeó y soltó al gato, quien se alejó agradecido. Pero antes de que pudiera regresar a su andar gruñón, un grupo de ancianas se acercó a él con sonrisas cómplices.
—Don Rigoberto, ¡qué corazón tan noble tiene! —dijo una de ellas, aplaudiendo.
—No, no, no, yo solo… es que… el gato estaba… —balbuceó, completamente abrumado. ¿Desde cuándo le importaban a él los gatos?
Los días pasaron, y cada vez era más claro que Don Rigoberto ya no era el mismo hombre de antes. Se había convertido en una figura querida por todos, aunque seguía siendo un poco gruñón. Su corazón sensible lo metía en problemas tiernos a cada rato. Ayudaba a recoger las flores que se caían en la tienda de Doña Rosalía, llevaba de regreso a casa a los perritos perdidos que encontraba por el camino, y hasta participaba en las pequeñas fiestas de los niños, aunque siempre fingiendo que lo hacía a regañadientes.
Los habitantes de Rocamora ya no lo llamaban “Cáscara Amarga”. Ahora era “Don Corazón”, un nombre que le hacía resoplar, pero en el fondo, lo llenaba de orgullo.
Hasta que, un día, llegó la sorpresa mayor. Doña Rosalía, la misma que siempre le saludaba con ternura, le dejó un ramo de flores en la puerta de su casa, junto con una nota que decía:
“Querido Don Rigoberto, gracias por ser el ejemplo de que todos podemos cambiar y ser mejores. Bicho, y todos en Rocamora, sabemos que tienes el corazón más hermoso del pueblo. Con cariño, Rosalía.”
Rigoberto, al leer la nota, sintió cómo su cáscara se rompía por completo. Acarició a Bicho, que lo miraba con una carita de pura ternura, y sonrió de oreja a oreja, una sonrisa que Rocamora nunca antes había visto.
—Bueno, Bicho, parece que finalmente me han ganado —le susurró al cachorro—. Pero que nadie lo sepa, ¿eh?