En un pueblo al filo del bosque ancestral,
bajo un cielo otoñal y celestial,
vino un joven con manos que temblaban,
preguntando lo que el amor callaba.
“¿Puedes medir —me dijo al pasar—
si el corazón de Clara quiere amar
mis sueños, mis noches, mi anhelo fiel?
¿Sabe ella que por ella doy mi ser?”
No mido el amor en centímetros ni en peso,
ni en cifras frías, ni en un proceso.
Lo mido en cómo mira al amanecer,
en cómo sabe dar sin envejecer.
Lo mido en el pan que hornea con pasión,
en cada abrazo y en su voz de canción.
Y si tu alma es sincera y va con calma,
su amor florecerá… sin más pauta ni alma.
La vimos amasar con devoción,
sus dedos hechos de compasión.
A cada niño daba un pan dorado,
con un cariño nunca forzado.
Le dije: “¿Ves su esencia ya?
No solo lo que tú soñarás.”
Él dudó… mas quiso comprender
que el amor se gana al saber esperar.
No mido el amor en centímetros ni en peso,
ni en cifras frías, ni en un proceso.
Lo mido en cómo cuida cada flor,
en cada gesto lleno de valor.
Lo mido en su risa, en su forma de andar,
en cómo sabe escuchar y callar.
Y si tu corazón es claro y leal,
su amor te hallará… sin necesitar más.
Así que en mi cuaderno no escribí cifras,
solo trazos de sus miradas vivas,
de cómo el cariño nace sin ruido…
allí donde el alma se siente querido.
Porque el amor, hijo, no se mide jamás,
se entrega en silencio, se da sin más.
No en metros, no en oro, no en razón,
sino en gestos hechos con el corazón.
Ofrece tu tiempo, tu pan, tu verdad,
tu escucha atenta, tu lealtad.
Y si sus almas se encuentran al fin,
no hará falta brújula… solo vivir
ese amor que en lo simple sabe crecer,
y en lo callado… se deja ver.