En una ciudad donde el tiempo se perdía,
nadie terminaba lo que un día empezaría.
Libros sin última página, torres sin techo,
promesas rotas y un eterno despecho.
Llegó Gregorio, callado y sereno,
con un don raro: cerrar lo que es bueno.
No por perfección, ni por vanidad,
sino por darle paz a la humanidad.
Porque un final no es el fin del camino,
es el aliento que enciende el destino.
Cada adiós abre una puerta nueva,
y en cada cierre, la esperanza se renueva.
La alcaldesa lo llamó con desesperanza,
“¡Ayúdanos, por favor, con esta mudanza
de almas que empiezan y nunca concluyen!”
Él sonrió… porque ya lo intuía.
El verdadero enemigo no era el cansancio,
era el miedo disfrazado de fracaso.
Miedo al qué dirán, miedo a triunfar,
miedo a mirar lo que hay que soltar.
Porque un final no es el fin del camino,
es el latido que empuja al destino.
Cada proyecto que al fin se completa
es una estrella que al cielo se inyecta.
Y cuando la ciudad aprendió a cerrar,
Gregorio supo que debía marchar.
No con tristeza, sino con honor:
su misión terminó… para empezar otra flor.